Cumpleaños

Se levantaba temprano, a las seis y diez, ponía los dos pies en el suelo, a la vez, y se lavaba bien las dos manos y la cara, incidiendo especialmente en los dos ojos, de los que eliminaba sendas legañas. Se dirigía a la cocina, veintitrés pasos, para prepararse un café con tres grageas de sacarina y fumarse un cigarro en silencio, quince caladas, mientras su mujer y sus dos hijas continuaban durmiendo. Algo mareado por el tabaco en ayunas, recorría el pasillo de vuelta al baño (veinticinco pasos, dos más que antes, probablemente por la inestabilidad que le proporcionaba el aturdimiento) para desnudarse quitándose las dos únicas prendas que llevaba y darse una ducha de cuatro minutos. Al salir de la ducha, mientras se secaba la espalda, oyó los primeros movimientos de su mujer en la cama, que parecía empezar a desperezarse despacio.

Aunque normalmente se iba al trabajo con toda su familia aún durmiente, aquel día se sentía impaciente por verlas y, sobre todo, escuchar los primeros tres “buenos días”. Era su cumpleaños y, a pesar de que en alguna ocasión la efeméride había pasado desapercibida en casa, habitualmente recibía las primeras tres felicitaciones antes de abandonar el hogar. Siete pasos le separaban de la cama conyugal, a la que se acercó sigiloso para observar si su esposa conservaba la respiración acompasada del sueño o, por el contrario, daba muestras de estar despierta. Se sentó en el borde, sin atreverse a tocarla, conocedor de su mal despertar. En dieciocho ocasiones la había sacudido levemente o susurrado algo al oído, por error o por algún motivo que requería de su presencia en consciencia plena (en una de esas ocasiones se trataba de un conato de incendio en el piso contiguo), y el resultado había sido un grito destemplado, en quince de aquellas dieciocho, acompañado de tres o más insultos.

El día merecía un comienzo más tranquilo, así que esperó a que se diese la vuelta y abriese los ojos por sí misma. Tras mostrar una pequeña porción de pupila bajo unos párpados aún hinchados, apareció una sonrisa cariñosa que le invitó a darle el beso y el abrazo de buenos días que, de media, se procuraban cuatro días por semana. Al ver que su cónyuge parecía no recordarlo, lo intentó con el consabido artificio:

  • ¿Qué día es hoy?
  • ¿Martes?
  • Sí, y ¿qué más?
  • 18 de julio, me parece.
  • Y eso es…¿?
  • Es muy temprano.
  • Vamos, ¿de verdad no sabes qué día es?
  • Joder, no sé qué más datos quieres que te dé. Martes, 18 de julio de 2017. No sé, igual en el calendario chino es otra fecha. ¿Lo miramos en el calendario Maya? ¿En el Azteca?
  • Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

Cayó entonces en la cuenta de que a su mujer se le habían caído dos pestañas, una de cada ojo, en las mejillas. Recordó que era señal de buena suerte y se las sopló, cerrando los ojos y pidiendo un deseo.

  • ¿Qué haces? ¿Por qué me soplas, gilipollas?

Sin responder, se mesó el cabello cuatro veces, se levantó de la cama dando un saltito, cogió las llaves del coche de la tercera casilla del panel que tenían en el recibidor y cogió el coche en dirección al trabajo, donde, ese día, se iba a llevar a cabo el inventario anual del almacén, convencido de que iba a ser un gran día.


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