Con el fin de proteger a los personajes de esta triste
historia, evitaré citar topónimos reales, así como nombres propios y
referencias espaciales que puedan dar indicios suficientes para que una horda
de indignados lectores se apelotone frente al centro de enseñanza en el que
transcurren los hechos, amenace, secuestre, torture, embree, emplume y empale a
cierta persona que puede no salir bien parada a lo largo del relato. No
pretendo dar ideas, la secuencia de actuaciones se puede ejecutar en el orden
que consideren más adecuado.
Sí seré fiel, por su importancia, a la cronología de lo
sucedido.
Una vez más, como no tendrá más remedio que juzgar el atento
leyente al acabar la narración, he necesitado recurrir a la parte de mi
personalidad que me distingue como héroe para resolver un asunto comprometido.
Por mucho que me gusten los preámbulos, se abre en este
preciso instante el telón que da paso a los hechos tal cual ocurrieron. Y sí,
en efecto, éste es otro preámbulo. Pero es que no me pueden gustar más.
Este año, mi hija Anselma ha acabado la enseñanza
obligatoria y ha decidido, con el consentimiento y el apoyo de su madre y mío,
emprender los estudios de bachillerato a partir del próximo septiembre. El
instituto en el que ha obtenido plaza hacía pública la lista de admitidos un
martes y al día siguiente se abría el periodo de inscripciones.
Al ser, toda la familia, desconocedores de los trámites
administrativos propios de la matriculación, buscamos la información en los
canales habituales: web de la Generalitat, del instituto, Wikipedia, Wikiloc,
Shazam e Instagram, sin éxito en ninguno de los casos, aunque conseguimos
distraernos unos instantes con unas fotos de gatitos entrañables.
Lo que sí encontré fue el teléfono del centro, al que llamé,
a media mañana del día siguiente, obteniendo una respuesta bastante rápida:
-- Hola, mi hija tiene que matricularse en primero
de bachillerato y llamaba para preguntar qué documentación tiene que presentar.
-- En ese caso, la paso con el secretario, que es
quien se ocupa.
Hasta ese momento, todo parecía andar sobre ruedas.
-- ¿Sí?
-- Verá, mi hija comienza el año que viene el
bachillerato y quería saber qué pasos hay que seguir para inscribirla.
-- Está todo en la web.
-- ¿Sí? No he conseguido verlo. En todo caso, ¿qué
documentación necesita?
-- Es que está todo en la web, pero tenéis que
venir al instituto a recoger los formularios.
-- ¡Ah! Perfecto, y ¿en qué horario puedo hacerlo?
-- Está toda la información en la web.
¡Vaya por Dios! Toda la información en la puñetera web y yo
empezaba a sentirme un poco imbécil por no tener la habilidad de identificarla.
-- Bueno, tengo la web delante y no lo veo. Pero,
de todos modos, ya que te tengo al teléfono y probablemente sepas cuál es tu
propio horario, ¿podrías decírmelo? Después, si acaso, ya lo comprobaré en la
web.
En ese momento la comunicación se cortó (sospechosamente,
horda).
Sin perder la paciencia, volví a marcar el número que aparecía
en la página del centro, que, contrariamente a lo que cabría esperar de alguien
con capacidades tan limitadas, había sido capaz de encontrar y anotar.
-- Hola, estaba hablando con alguien del centro y
se ha cortado la llamada. Necesitaría saber hasta qué hora puedo pasar a
recoger la documentación para la matrícula.
-- Hasta las 13:30, pero está todo en la web.
A las 12:30 estaba frente a la ventanilla cerrada de la
oficina del secretario. Las luces apagadas y una chica delante de mí en lo que
se suponía que era una ordenada cola. Al cabo de unos minutos, se presenta tras
el cristal el hombre de la información en la web. No lo describiré físicamente
para no dar excesivas pistas a la horda, ya que sus rasgos son suficientemente
particulares como para identificarlo entre una muchedumbre, sin necesidad de
esbozar más que cuatro sucintas pinceladas.
Tras atender a la joven con un par de monosílabos, me
inquirió con la mirada, por encima de la reglamentaria mascarilla, por el
motivo de mi presencia allí. Tras un corto intercambio de palabras y la entrega
de un dossier en una funda de plástico, me disponía a abandonar mi posición
cuando, tajante, me preguntó:
-- ¿Sabes cuál es el plazo para hacer la matrícula?
-- Ehm, no.
-- Empieza hoy y acaba mañana.
No me pareció que tras la máscara facial se ocultara una
sonrisa conciliadora, pero puedo estar equivocado.
Nada más llegar a casa, me puse a rellenar formularios,
recopilar documentos y hacer copias, dejando el expediente listo a primera hora
de la tarde.
Hacia el ocaso, de forma inesperada, recibimos un mail del
instituto en el que el director, anticipando una disculpa rebosante de
consternación, lamentaba anunciar que, por un error, la información relativa a
las inscripciones de bachillerato no se había subido a la web. Facilitaba un
vínculo a través del cual se podía acceder, ahora sí, a esa información, anunciaba
que se prorrogaba el periodo de admisiones un día más y finalizaba la misiva
con nuevas excusas.
La primera –y única- lectura, hecha en diagonal, extrajo una
sencilla conclusión: no estaba en la web.
-- Pues mañana, cuando vaya, se lo voy a decir
-- ¡Papa, no! (con la expresión dramáticamente
avergonzada de una adolescente que se enfrenta a sus primeros días de curso en
un centro nuevo, en el que no quiere ser distinguida por un arrebato de su
progenitor).
Extendiendo la mano, magnánimo, justo, tranquilizador:
-- No te preocupes, haré lo que un hombre tiene que
hacer.
-- Joder, papa.
Al día siguiente, pasadas las 12:30, estoy en el vestíbulo
del edificio, donde una secretaria rubia y muy amable (que son dos atributos
que no siempre van de la mano) me ruega que espere frente a la misma ventanilla
del día anterior. Mientras lo hago, advierto que ella misma ayuda a varios
muchachos a rellenar sus formularios, bromea con ellos, se interesa por sus
estudios. Me gusta el ambiente que se respira, sano, familiar, y me voy relajando.
Cuando por fin asoma el administrativo tras la mampara de
protección, voy sacando las hojas del plástico en las que las llevo guardadas
para ir entregándoselas en orden. A la que le doy la primera, me interrumpe:
-- ¿Dónde está la funda de plástico que te di?
Me atribulo un poco, pero retorno a un punto de serenidad
rápidamente y le entrego el sobre entero, poniendo también sobre el mostrador
los originales de mi DNI y la tarjeta sanitaria de Amelia, mientras voy dando
explicaciones que, de nuevo, interrumpe sin mirarme:
-- ¿Has pagado los sesenta euros de la matrícula?
-- ¿Eh? No, no sabía…
-- Entonces no sé qué haces aquí.
-- Bueno, es que no vi. No sabía, pensé que se
podía hacer más adelante.
Ahora sí que me miraba. Algo habíamos ganado, había logrado
captar su atención.
-- ¿No tienes un papel amarillo donde estaba toda
la información del pago?
-- No, debo de tenerlo en casa.
Rebuscó en una papelera que tenía al lado, de donde extrajo,
en efecto, una cuartilla en color crema sin trazas aparentes de coronavirus y me
la pasó por la ranura de debajo de la mampara.
-- Tienes que ir a una cajero de La Caixa y
efectuar el pago. Cuando me traigas el comprobante podré matricular a Adelaida.
Noté cierta presión en el interior de la garganta que no sé
a qué atribuir a ciencia cierta, aunque mi hipótesis es que se trataba del
corazón tratando de salirse del pecho por el primer conducto que encontró. Como
está ciego, vete tú a saber.
-- Pues, ya que estamos, te quería decir que ayer,
después de que insistieras tanto por teléfono en que toda la información estaba
en la web, resulta que no estaba.
-- A mí me dijeron que estaba.
-- Ya, pero no estaba, así que creo que igual ahora
tienes una buena oportunidad para disculparte.
Bueno.
Bueno, bueno.
¡Para qué diría nada!
Bueno, bueno, bueno.
¡Cómo se puso! Se disgustó mucho, el pobre, y empezó a berrear que él no tenía que disculparse de nada porque se trataba de un error
del director, no suyo. Me emplazaba a solicitar una entrevista con él para
exigirle que se disculpara y cuando, arrepentido de haber abierto la puta boca,
me batí en retirada, salió por la puerta lateral de su oficina y me siguió por
el vestíbulo, el cual continuaba poblado de estudiantes y personal del centro
que, en aquel momento, ya eran público entregado y atento. Yo le había replicado
que de dirección ni esperaba ni quería ninguna disculpa, puesto que ya la había
recibido por e-mail. Cuando se encaró de nuevo conmigo, poniendo su cara a un
palmo por encima de la mía (no debería dar datos de su físico, pero este es
relevante porqué es un tipo intimidantemente alto. Los del pelotón de
linchamiento podéis saltaros estas líneas), cambió el discurso para exigirme,
él a mí, una disculpa.
-- ¿Yo? ¿Cómo? ¿Por qué?
-- Porque me has faltado al respeto.
-- ¿En qué momento?
Siguió chillándome a escasos veinte centímetros de la nariz,
a lo que yo, ya sin argumentos que pudiese asimilar en ese nivel de alteración,
le repetía, únicamente, que me estaba gritando.
En situaciones de ese tipo, no puedo evitar fijarme en la
vertiente freak del plano y, en éste, éramos dos adultos con mascarilla,
hablando en voz muy alta, a muy poca distancia el uno del otro y rodeados de
gente que guardaba un silencio sepulcral. Por algún motivo, tampoco pude dejar
de apreciar que, a pesar de la vehemencia con la que pronunciaba su discurso,
en una alocución algo teatral, la única parte que podía ver de su cara, los
ojos, no mostraba ninguna emoción.
Conseguí salir al aplastante calor del patio, hasta donde me
siguió una chica que me paró y empezó a darme explicaciones:
-- Perdona, es que está muy nervioso.
-- ¿?
-- Bueno, es que es muy nervioso
-- ¿?
-- En fin, qué te voy a contar. Mira, soy del
equipo docente y esto es lo que hay. Lo sufrimos nosotros todos los días.
Los signos de interrogación sin contenido no obedecen a un
fallo en la memoria, es que realmente no tenía palabras. Pero mi actitud era
inquisitiva, interrogante. Espero que ella lo leyese en mi mirada aunque, con
la puñetera mascarilla, ¿quién sabe?
Me hizo algunas preguntas sobre Aurelia y los estudios que
iba a cursar y trató de apaciguarme con una breve charla que yo abrevié aún más
porque quería solucionar lo del pago cuanto antes.
Después de varias peripecias para encontrar un cajero,
sortear una cola lenta y pesada y solucionar lo de pagar en efectivo a una
máquina que no quería los propios billetes que ella misma proporcionaba, volví
a la escuela con escasos cinco minutos de margen para la hora del cierre y
temiéndome lo peor o incluso algo malo.
Para mi sorpresa, lo que me esperaba en la recepción era la
amable secretaria rubia, que me pidió que le acompañara, pasando por delante de
la ventanilla de mi adversario de debate y haciéndome continuar hasta una
oficina, desde la que la profesora que me había interceptado en mi huida y otro
muchacho me hacían gestos para que entrara.
Sin grandes aspavientoss, sin darse importancia ni dársela a la
situación, me fueron pidiendo toda la documentación y allí mismo ejecutaron la
inscripción de Alberta, que siguió con mucha atención y lágrimas de
agradecimiento tintineando en los ojos mi ulterior relato de lo acaecido aquella mañana.
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