Mi vida como RUNNER




“Drive my car” es un drama japonés que en el año 2022 ganó el Oscar a la mejor película extranjera.


En el film, un director de teatro traba amistad con la conductora que una entidad le asigna para llevarle, cada día, del hotel al teatro y viceversa. En un contexto de más de tres horas de miradas intensas, silencios prolongados y delicados paisajes, conflictos personales, culpa, muerte y enfermedad, nace una relación limpia y libre de prejuicios que tiene todos los visos de perdurar en el tiempo.


Poco después de ver la película, se me asignaron mis funciones en el rodaje de un cortometraje en el que me había comprometido a participar. De entrada, mi cometido principal sería llevar y traer a parte del equipo técnico y artístico de sus domicilios al lugar de rodaje, en este caso un restaurante. 


Podéis imaginar cómo de altas eran mis expectativas.


Era mi primera experiencia en el cine y confiaba en aportar mi punto de vista, mi mirada única, mi criterio estético y lógico, para mejorar el producto final, a la vez que esperaba estrechar lazos con todo el equipo.


Eran las nueve menos cuarto de la mañana cuando llegaba a la puerta del túnel de lavado. La impaciencia me podía. Sabía que no abría hasta las nueve, pero quería ser el primer cliente del día, sorprender a los operarios con las ganas de limpiar intactas, con toda la energía que el descanso nocturno y un buen desayuno podían proporcionarles. 


Con el coche impecable, por dentro y por fuera, tomaba el camino a Barcelona, donde debía recoger a la script, al actor protagonista, la maquilladora y una operadora de cámara. Mandanga de la buena.


Algunos de los pasajeros se conocían de trabajos anteriores y se estableció en el vehículo una conversación apasionante de la que pude participar, contribuyendo con datos interesantes, como que el puente más largo de Europa es el que enlaza Dinamarca con Suecia.


En el crisol de culturas (de nada, sé lo que se agradece un tópico y lo poco que se utilizan) que era el equipo, estaban representadas la catalana, la británica, estadounidense, peruana, chilena, argelina, india y alguna más que no supe identificar, pero que contribuía a enriquecer la atmósfera y a calentar el ambiente, gélido por la imposibilidad de utilizar la calefacción por aire de que disponía el restaurante. 


Que las toberas disipaban el humo artificial que el director de arte utilizaba para dotar de textura a la imagen, decían. El técnico de sonido se sumaba a la moción, manifestando su oposición a añadir el ruido del aire al que ya producían el resto de aparatos eléctricos de la cocina, ensuciando el audio. Los demás asentíamos, con los labios azules y los dedos rígidos como juguetes de plástico, convencidos de la conveniencia de la medida.


Tras colaborar en la reducción del ruido lumínico tapando con telas un ventanal gigante, cubriendo algunas puertas y paredes blancas con un ingenioso sistema de paneles decorados con vinilo y después de aguantar la escalera para que nadie sufriera un percance que hubiese significado el final de un ajustadísimo plan de rodaje, se me asignó la primera de las tareas que me convertirían en una pieza irremplazable en el puzzle de la producción. 


  • Raúl, te necesitamos. Vete al chino y compra velas. Pero no unas velas cualquiera. Tienen que ser rojas, opacas, elegantes, de este tamaño. Si no lo ves claro, envía fotos y decidimos. Toma, te confío 20 euros. Adminístralos con prudencia.


Ni Barack Obama tuvo que soportar tanta presión sobre sus hombros como yo en aquel momento. Para añadir responsabilidad, mientras transitaba el segundo bazar a la búsqueda de cirios, recibí una llamada del director conminándome a adquirir, también, un cinturón para el traje del protagonista y dos bolsas de hielo.


Volví al set sin velas, pero con una correa de cuero falso, el hielo picado y las manos escarchadas. Afortunadamente, las mesas estaban vestidas con candelas color rubí, que no supe de dónde habían salido. Tampoco pregunté, ya que la comida estaba a punto y un ser humano se define por sus  prioridades.


Devorada la suculenta paella, puestas en común nuestras respectivas trayectorias profesionales, descubiertos vínculos personales entre miembros del equipo que no se conocían hasta el momento y empujado un buen tajo de pollo pescuezo abajo, seguimos preparando el set de un rodaje que debería haber comenzado tres horas antes.


Mientras los actores ensayaban el texto y trataban de concentrarse en sus papeles, se hizo necesaria la ayuda de dos dobles de audio, que permitiesen al técnico fijar el lugar donde colocar el micro y probar, con voces reales, el sonido. Despierto y atento, el responsable de sonido tuvo el acierto de seleccionar a los mejores: un experimentado figurante y el runner, yo mismo, como las personas que se sentarían en el lugar de los protagonistas, permitiendo que estos descansasen y se prepararan exhaustivamente. Entablamos una conversación que, a intervalos, se interrumpía para recibir indicaciones. “Ahora que hable el de la derecha, ahora el de la izquierda, silencio, derecha sube el volumen, ahora, hablad. Stop”


La charla transcurría a la vez que el técnico sujetaba y movía de un lado a otro una percha de la que colgaba un micro, contrastaba la calidad del audio con otro muchacho que, en silencio, escuchaba todo lo que hablábamos, después desprendía el micro de la vara para echarse al frío suelo y reptar hasta debajo de la mesa, ocultarse bajo el mantel y desde ahí captar la animada cháchara que el extra y yo compartíamos, cuyo tema, por caprichos del destino, acabó derivando a ciertos aspectos del cine porno.


Poco después, no más de dos horas más tarde, el director decidió que ya no se podían prolongar más las correcciones de luz y sonido y se dispuso todo lo necesario para empezar a disparar. Es graciosísimo, le dicen así: disparar.


Los protagonistas iban ataviados con un vestido de punto, ella, y un traje de lana, él. Recordemos que en el set hacía frío, a pesar de los focos y de que alrededor del encuadre había no menos de veinte personas, unos haciendo cosas cruciales y otros observando. 


A mí me tocó la parte más importante de lo crucial. Mi misión, durante las siguientes horas de rodaje, era evitar, por todos los medios, que los actores cogiesen frío. Atento a los cortes, tenía sus pellizas al alcance, siempre localizadas, para ofrecerlas en el momento en el que las cámaras no estuviesen captando su diálogo. De nuevo, una tarea de responsabilidad que acepté de buen grado. En muy pocos descansos se me olvidó abrigarles y casi siempre fue por un buen motivo, como que estaba charlando con alguien, había salido a ver qué tal se había quedado la tarde o me había distraído mirando algo que se movía en el techo.


En el plazo que iba desde las tres de la tarde hasta las tres de la madrugada, todo el equipo tuvo la oportunidad de aprenderse el texto a base de escuchar una y otra vez la exquisitamente precisa interpretación de los actores, que conservaron durante más de doce horas un aspecto y una energía ejemplares. 


Del resto de integrantes no podía decirse lo mismo. La fatiga iba pasando factura a todos los que rodeábamos la parte más luminosa del set. Se iban marcando ojeras, se inclinaban las espaldas, crujían las rodillas, caían algunos párpados. Esporádicamente se presenciaban intentos desesperados por estirar las articulaciones. Carreras en el sitio, posturas de yoga.


A las tres de la mañana sólo quedaba una escena por rodar. La primera del guión. Para rodarla, era necesario cambiar la disposición de luces, cámaras y micro. Modificar parte del atrezzo y tapar una puerta. ¿Alguién se amilanó? ¡Nadie! 


Bueno, yo pensé por unos instantes que era muy tarde y tenía mucho sueño, pero conseguí que no se me escapase ni una sola lágrima.


A las cuatro, un aplauso, probablemente muy agradecido por los vecinos, señaló el final del rodaje. Quedaba por delante la vuelta a casa. Una nueva oportunidad de demostrar mi valía que, por supuesto, no desaproveché. Devolví sanos y salvos, uno por uno, a todos mis pasajeros, redondeando un día casi perfecto.


Para acabar de completar la jornada, vi nevar al llegar a casa cuando no eran ni las seis. No puedo estar más satisfecho.


Comentarios

  1. Nunca he visto un mayor ejemplo de "por amor al arte"...Edificante!!

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