Mi vida como modelo

Esta entrada tiene título, pero no os acostumbréis!




Los rumores eran incesantes, inquietantes, excitantes. Figurar en una película significaba trabajar pocas horas, con derecho a suculento bocata y una remuneración onerosa. Dinero fácil de ese al que tanto cuesta renunciar.

Aconsejado por sabios colegas en el paro, respondí a un anuncio en el que solicitaban extras, modelos y actores. El casting se celebraba en un local cerca de una estación de metro. No había pérdida y yo tengo la percha perfecta para estarme quieto y hacer que hablo sin emitir sonidos, cualidades imprescindibles para el correcto desempeño del oficio.

Una acogedora sala de espera, de paredes blancas, luces blancas y sillas blancas, poblada por personas variopintas que, amablemente, no me permitieron sentirme especialmente feo. Aunque tampoco guapo.

La belleza media de la concurrencia me relajó hasta tal punto que, en el formulario que me facilitó una señorita que hacía subir el promedio unos cuatro puntos, marqué las 3 casillas:

X FIGURANTE           

X MODELO

X ACTOR

La ambición crecía por momentos y ya me veía protagonizando un capítulo piloto de una comedy en mi perfecto inglés del Wall St. Institute. Tan abstraído estaba, que cuando me llamaron estaba gesticulando animadamente y moviendo los labios en el climax de la escena que abría la serie.

La beldad que ahora me acompañaba hasta una puerta blanca enmarcada en el blanco hueco de la pared blanca me comentó que llevaba un rato llamándome y que ya estaba a punto de tachar mi nombre de la lista. Cuando lo repitió, entendí el porqué: mi gata maúlla mi nombre mejor de lo que lo pronuncia cualquier anglosajón. RAÚL en su boca se convierte en una especie de lamento átono y melifluo que recuerda al canto desgarrado de una sirena en peligro de estupro.

Una vez cruzado el umbral, una sala grande con una mesa en un extremo. Al otro lado se sentaba un muchacho con gafas que me invitó a sentarme. Leyó con menos detenimiento del que yo esperaba mi formulario de inscripción y me hizo algunas preguntas generales. Mientras hacía esto, observé como en el extremo contrario de la sala habían montado un pequeño estudio de grabación, y una chica de color negro posaba para una cámara de vídeo bajo unos focos, mientras otra señorita la animaba a sonreír, a reírse a carcajadas, a descojonarse viva, a saltar brincar bailar hacer un moonwalk abrir los brazos cruzarlos levantarlos dar patadas ponerse en jarras desafiar a la cámara con la mirada.

Empecé a ponerme tenso. No sabía a cuál de las tres opciones correspondía aquel tipo de exhibición, pero recordaba vagamente haber señalado todas.

Una vez que la negra quedó exhausta, el de las gafas me señaló el rincón iluminado de la sala y yo, cabizbajo y desanimado, arrastré los pies hasta el cadalso.

Empecé algo frío, debo de reconocerlo. Los hombros altos hasta tocarme las orejas, la cabeza inclinada hacia abajo, la espalda encorvada, las manos buscando unos bolsillos en los que esconderse. Las piernas temblorosas, los pies pesados. Los ojos esquivando con agilidad el objetivo.

Debieron de notarme algo azorado, ya que me pidieron que sonriese a litelbit. Forcé los músculos de la cara hasta conseguir dibujar una sonrisa falsa, como de reo que quiere agradar a su verdugo. Al notar la mueca, una promesa de llanto me inundó los ojos. El miedo a que resbalase por mi cara me impedía parpadear. Y no parpadear irrita los párpados.

La irritación logró que la sonrisa forzada se convirtiese en la mueca del joker mientras la animadora de la prueba me daba consejos motivadores y útiles:

-MUF!! MUUUUF!!

La experiencia es un grado, y yo había participado en un musical en playback de la Verbena de la Paloma cuando iba a la escuela, así que tenía mis armas.

Improvisé una yenca indecisa y errática, puro arte abstracto en movimiento. Con el tiempo, he llegado a valorar aquella actuación como precursora de los happening transmedia.

Se me estaban calentando los músculos y relajando las articulaciones, el sudor me corría por el cuello, donde se encontraba con las lágrimas que ya se deslizaban alegremente, cuando la muchacha me rogó que parase.

-STOP PLIS, STOP!

Me quedé quieto esperando el consabido yatellamaremos, pero simplemente bajaron la vista y, tanto el cámara como la directora del casting miraron hacia la mesa, implorando con los ojos que otro candidato me sustituyese.

No me moví. Ni siquiera cuando una chica se acercó hasta donde estaba para ocupar mi lugar frente al objetivo de la cámara. Impasible y resoplando por el esfuerzo, busqué la mirada cómplice de alguno de los responsables del invento, atento a un gesto que me indicase que bien, que lo había hecho muy bien y que ya podía salir de allí con la conciencia tranquila.

Cuando la siguiente en la cola, en un escorzo que trataba de emular mi actuación, me pisó, me di por vencido y me desplacé a pasitos cortos, en un movimiento lateral que imitaba de forma precisa el elegante paso de los cangrejos hasta alcanzar la blanca puerta de la blanca blablablá.

Ahí acabaron, a la vez, tres carreras: la de figurante, la de actor y la de modelo. No me autodescartaba, ni mucho menos, para futuros papeles, pero había quedado claro que el universo cinematográfico no estaba todavía preparado para admirar mi personalidad ni mis dotes interpretativas.

Mucha mierda. Me deseé a mí mismo.

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