Mi vida como ADIESTRADOR



A lo largo de mi vida me he visto en la circunstancia de domesticar a varios animales. Unos con éxito y otros con mayor éxito aún. Se podría decir, hasta que se demuestre lo contrario, que soy una persona con una especial sensibilidad con los bichos, que conecto emocionalmente con ellos y soy capaz de imponer mi autoridad sin que se aprecie merma alguna en el cariño que se debe profesar a esos pequeños cabrones.

Tendría no más de cinco años la primera vez que tuve la oportunidad de poner a prueba mis facultades. A mi padre le regalaron un perro al que tuvimos la feliz idea de llamar “Comotú”. Todos los miembros de la familia nos desternillábamos cada vez que alguien preguntaba por el nombre del perro. ¡Como tú! ¿Cómo? ¿Antonio? ¡Noooooo! COMOTU. ¡Ay! Aún le encuentro gracia. Fuimos precursores de los juegos de palabras de los 80. Pioneros también en eso.

La gente es muy orgullosa y no reconoció la gracia del chiste. Para más inri, el perro, COMOTU, no sabía reírse. Y lo que los primeros dos días era motivo de jocosas bromas al cabo de tres se convirtió en un fastidio, las explicaciones cada vez más parcas, hasta el punto de que, cuando preguntaban, simplemente ladrábamos. Y eso, Comotu, sabía hacerlo muy bien, el condenado.
En menos de una semana, una familia de muchos hermanos se interesó por el perro y mi padre se lo dio. Sin más. Por lo que percibí a aquella temprana edad, a mi progenitor no le acababa de convencer el tema de que el chucho arañara la puerta nueva del garaje, ni que mordiese las paredes y los muebles.

En aquel caso no tuve tiempo de dar la medida de mis posibilidades como adiestrador, pero fue mi primera toma de contacto con las bestias. Y me gustó.

Tanto, que insistí, insistí e insistí por otro perro. Fue tal la insistencia, que cuando mis padres se emanciparon y me dejaron solo en su casa, la que entonces era mi novia metió un cachorro en el patio. Me di cuenta la misma noche, al escuchar los alaridos. Tenía, entonces, sólo 21 años.

Le pusimos Otto. En efecto, era un pastor alemán cruzado con algún otro perro o animal de especie desconocida. El nombre lo elegí yo. De nuevo recurriendo a referencias humorísticas.
Otto, nombre alemán de pastor.

Soy un cachondo, lo sé. Pero nunca un nombre de alguna de mis mascotas ha supuesto menoscabo en la dignidad del animal. Los bichos, agradecidos a su manera, han respondido siempre que han querido a los vocativos que yo les imponía. Y yo, que no soy de obligar a nadie, he respetado siempre su voluntad. Si en alguna ocasión me he quedado afónico de chillar OTTO, o algún otro nombre, he interpretado su falta de atención como una muestra de independencia y me he tomado un caramelo de eucaliptus.

Otto era un can alegre, bullicioso, joven al principio y menos a medida que transcurrían los meses. Menos joven. Ni menos alegre, ni menos bullicioso. De haberlo sabido en el momento de adoptarlo, su nombre podría haber sido CAN-CAN. Me hago mucha gracia, pero ¿a quién no?
La educación del animal supuso una dura prueba que tratamos de superar con persistencia y constancia. Pero dislocarse el hombro cada día, al intentar retenerlo en los paseos, fue el motivo de que, al cabo de un par de semanas, el chucho pasease suelto, asustando y saltando sobre los vecinos que, poco comprensivos, dejaron de saludarme.

Para evitar problemas, y a la vista de la falta de intelecto suficiente para obedecer órdenes sencillas como “ven aquí y siéntate a mi lado y ni se te ocurra moverte”, o “dónde coño se ha metido el perro”, decidimos que el paseo más largo del día lo daríamos a partir de la una de la madrugada, cuando ya era más difícil que se arrojase sobre nadie.

Una de esas noches, ya volviendo a casa tras un paseo inusitadamente tranquilo, el animal se dio media vuelta mientras yo abría la puerta de casa y, en lugar de atender a mis desgarradores susurros (era demasiado tarde para chillar), se abalanzó sobre una incauta muchacha que salía de casa de unos vecinos. Por lo que pude saber después, la chica tenía fobia a los perros.

Aunque no me sorprendió cuando lo supe, ya que su reacción fue la de gritar, sin respetar el descanso de nuestros semejantes. Sus palabras exactas fueron:

-    Hijodeputa, quítame a esta BESTIA INMUNDA de encima.

No es que me ofendiera, pero creí preferible empezar a olvidar aquella historia desde ese mismo instante, así que entré en casa y cerré la puerta tras de mí, dejando que aquella persona venciese su fobia en un tratamiento de choque.

Otto era un espíritu libre, un punk canino con una fuerza descomunal y varias habilidades, entre la que destacaba la atracción que ejercía sobre las garrapatas. Han pasado más de 20 años desde que lo adoptamos y aún huelo a Zotal cuando lo recuerdo.

En plena canícula, después de haberle puesto un collar anti-parásitos y haber ejercido de mandril en diversas ocasiones (desparasitándolo con los dedos, quiero decir, no irritándome el culo hasta dejarlo incandescente), nos levantamos una mañana para descubrir que no solo Otto, sino toda la casa, de dos plantas más garaje, estaba infestada de bichitos. Se contaban por cientos de miles. Uno, dos, tres, cuatro, y así hasta cientos de miles, para que os hagáis una idea de la magnitud del problema. Ahí fue cuando descubrí el zotal y su inolvidable aroma.

Al poco tiempo nos mudamos a otro país y Otto pasó a mejor vida. Mucho mejor, intuyo, ya que se lo quedó otra familia. Teniendo en cuenta que en mi anterior experiencia como dueño de mascota también acabé regalándolo, empezaba a sentirme como un dealer de perretes.

Hace un año, la que había sido mi novia e introductora de Otto, ahora es mi mujer y me introdujo una gata en connivencia con mi hija. No sé si me explico: las que estaban conchabadas eran mi mujer y mi hija, no mi hija y la gata. No tuve intención de oponerme, pero tampoco se me dio la oportunidad. De un día para otro, Copita estaba afilándose las uñas en la colcha de mi cama. Conmigo dentro.

Copita no es un nombre que eligiésemos. La gata se llama así, se lo pusieron sus anteriores dueños porqué creyeron que era blanca. En realidad, la gata responde con la misma asertividad al nombre de Copita que al de Casiopea o Graaaundgerffgg. La llames como la llames, ejerce de felino y responde con altiva indiferencia.

Es mi nuevo gran reto. Si el adiestramiento de Otto o Comotu era una tarea difícil, el de Copita es como el Everest de los educadores de mascotas. Pero por la vertiente chunga, no por la Rambla del Himalaya. Es un trabajo de largo alcance, asumiendo objetivos pequeños y asequibles que permitan observar una evolución.

De momento, he logrado que me arañe los brazos y las manos, pero no la cara. Que a estas alturas, todos los miembros de la familia conservemos ambos ojos, es motivo de eufórica satisfacción. Cada vez que nos guiñamos un ojo nos emocionamos.


Lo próximo será que sonría. Para conseguirlo, he dibujado una sonrisa de gato en un papel y le he hecho una foto para que vea lo guapa que está contenta. 

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi8fTUgRFeoSqoZeKbewl2cl9A-V035EIfiA3Udi9Q_vqCqL61VgrtF68o8xo6w03FpwqarACP5Hk1PYeXcm6Fkaur7Te3x0-YUa7JFGUWRnulkK-8fVxKJjK84KAjKkndEI5A_UG9HQSNo/s1600/705217_4247628672459_1574520258_o.jpg

Le pongo la foto todos los días y ya me ha parecido apreciar que fuerza los músculos faciales para intentar levantar las comisuras, en un claro gesto de querer imitar la mueca.

Una vez que lo consiga, daré el adiestramiento de Copita por finalizado y exigiré el diploma acreditativo del título de profesional experimentado en CCC.

Comentarios

Publicar un comentario