Al contrario de lo habitual, cuando trato temas universales que
a cualquiera puede (o debería) sucederle, en este caso debo de poner al lector
en antecedentes. Para ello deje su huella dactilar y dos fotos, una de frente y
otra de perfil, con una placa numérica identificativa claramente visible. Evite
el lector peinarse o maquillarse y ponga cara de haber dormido poco y mal.
Tras este inevitable prolegómeno, paso a relatar mi relación con
la vorágine de conciertos, giras, actuaciones y fiestas que supone acompañar,
de forma tan permanente como los recursos lo permiten, a una banda de música.
En mi caso, les acompañé en más de dos conciertos. Durante tres
años. Agotador.
Se trataba de Kiko Veneno y su banda, que incluía en aquel
momento a Raúl Rodríguez (el niño de La Martirio, que no es su nombre artístico
sino una forma de describirlo de forma literal) y José Caraoscura. Ambos habían
sido integrantes de un grupo de éxito limitado que grabó un solo disco y se
llamó CARAOSCURA. La exigüidad de su éxito fue injusta. Vale que el disco no
innovaba en el aspecto musical, pero contenía un montón de canciones que
podrían haber sonado mucho y muy bien en la radio.
En efecto, no tengo ni puñetera idea de música. Y lo de que no
innovaba es algo que me estoy sacando de la manga ante vuestros ojos, a lo Juan
Tamariz. ¡¡¡CHAN!!! A mí el disco me gustó un montón, para qué vamos a
engañarnos.
La historia venía de lejos. Poco después de conocer al grupo en
vivo y de comprarme la CINTA MAGNETOFÓNICA (¿Qué? ¿Que no os creíais que venía
de lejos?) abandoné el país para trasladarme al Reino Unido. Allí pasé miserias
de esas de las de Oliver Twist. Pero con grandes esperanzas, claro. Por
aquellas casualidades de mi vidamía, acabé compartiendo habitación con otro
admirador de Kiko al que, además, le gustó CARAOSCURA. ¿Mucha casualidad? Yo
que sé, me lo estaré inventando también. En adelante, para evitar
calificaciones peyorativas, llamaremos a mi compañero de habitación “el
coreano”, por motivos que prefiero no revelar.
Tan limitadas eran las pertenencias que nos repartíamos, que
teníamos que racionar las pilas del único reproductor de música con el que
contábamos: una pequeña grabadora. Para ello, debíamos consensuar, cada noche,
cuántas y qué canciones escuchar antes de irnos a dormir. Casi siempre
escogíamos alguna de Kiko o de Caraoscura, con honrosas pero escasas
excepciones.
Con el tiempo mejoró nuestro status y pudimos hasta ver la tele,
pero para entonces la historia de la grabadora con tiempo limitado ya formaba
parte de un anecdotario común con el que el coreano y yo aún seguimos
castigando a nuestros conocidos.
En el segundo concierto al que tuvimos la oportunidad de
asistir, ya de vuelta en Barcelona, de Kiko Veneno, actuaban como colaboradores
Raúl Rodríguez, el niño de la Martirio, y José Caraoscura.
Lo dimos todo. ¡Todo! Cantamos cada una de las canciones hasta
desgarrarnos la voz. Hasta decir basta. De hecho, gran parte del público
asistente nos conminó a que nos calláramos en repetidas ocasiones. Indiferentes
a las reacciones de nuestros semejantes y a la explosión de varios tímpanos,
acabamos el concierto con el mismo ímpetu con el que lo comenzamos. Pero
habiendo meado unos cuantos litros de cerveza.
Cuando acabó la actuación, la fiesta continuó y, en un momento
en el que andábamos cerca de la barra, no me acuerdo muy bien para qué, vimos
que algunos de los músicos salieron de los camerinos para beber, bailar y
relacionarse con el respetable.
Probablemente, el abuso del alcohol fue la causa determinante
que, en última instancia, me permitió vencer la oposición del coreano. El abuso
por su parte, quiero decir. La cuestión es que pude arrastrarlo del brazo, a
través del atestado local, para llegar a la altura del gitano Caraoscura, el
gran jefe Arapajoe, agarrarlo fuerte del cuello y chillarle la anécdota, enterita,
al oído. Mientras, el coreano sonreía detrás de mí, intentando leer mis labios
en medio del ensordecedor ruido.
Con el paso del tiempo, he llegado a entender que lo que para mí
era una historia tierna y entrañable, para él sonó algo así:
-
Keesteee y yooo, eeeeeeeeh! Abamos eeeeeen Londreees. En
Loooooondresss, síiiiii. ¡Eeeeh! Y no. No, no teníamos pilaaaaaaaaaa. Y ya. Ya
veeeeee. Todas las noches. Máaaquinaaaaaa, que eres mi idoloooooooooooo. Todas
las nocheeeeee. Flipaaaaaa.
A lo que, lógicamente, José contestó:
-
¡Qué
guay!
Se dio la vuelta y se puso a bailar, con su cubata en la mano.
Mi querido amigo, que no había oído nada, comprendió
perfectamente todo lo que había sucedido. También se dio la vuelta y me pareció
ver brillar sus ojos, así como de soslayo.
No me lo ha perdonado.
Ahí acabó mi carrera de GRUPPIE. Los conciertos a los que he ido
después ya no han sido lo mismo.
Me he comportado como público enfervorecido. Nada más.
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