La vida da
muchas vueltas, como una peonza como un tiovivo como una rueda como una cabeza
de rey guillotinado.
Y en una de esas vueltas, un compañero y amigo, llamado Héctor y hermano de
otros 24 habitantes de Costa de Marfil, me comentó que había encontrado un
trabajo que era un chollo. Trate de obviar la redundancia el lector gallego.
El curro consistía en algo tan fácil como traducir textos técnicos,
publicitarios e informativos, del inglés a tu lengua materna. En su caso era al
francés, ya que según él no existía demanda suficiente de lectores en el
dialecto de su tribu. Los emolumentos que la empresa de traducciones prometía
no eran nada despreciables y yo, que soy de despreciar muy poco, me animé y,
previa llamada telefónica para concertar cita, me presenté en la dirección
correcta a la hora convenida. ¡Albricias! Me felicité, satisfecho.
Ser puntual era una buena señal. De las que te da el cielo. Pero además la
ubicación de la oficina donde se debía celebrar la entrevista era otro signo de
que las cosas no podían ir mal. En el mismo centro de negocios de Londres.
Oxford St., esquina con Charing Cross Rd. No pueden ser unos mindundis, deduje.
A la vez que gratamente impresionado, subí las escaleras un poco intimidado. No
sabía qué me esperaba en la tercera planta de aquel edificio acristalado, pero
estaba dispuesto a enfrentarme a cualquier cosa. Toqué el timbre de la puerta
indicada y una señorita vestida con un elegante traje de falda y chaqueta, camisa
blanca con generoso escote y larga y rizada melena negra me abrió entre
abundantes sonrisas y copiosos saludos, invitándome a entrar.
Interrumpo momentáneamente la crónica para reflexionar, en este momento, sobre
cómo funciona la memoria. No recuerdo el nombre de la empresa, dato que pensaba
pasar por alto para no soliviantar al lector, pero recuerdo hasta el color de
los botones de la blusa de la señorita que me hizo pasar a aquella sala.
Superado este pequeño pero incisivo inciso, paso a relatar lo que me encontré
detrás de la señorita de los botones verdes.
Recientemente he visitado una web llamada www.abandonedny.com, no preguntéis a
qué lógica responde que haya llegado hasta ella, pero el hecho es que algunas
de las fotos de edificios abandonados me han recordado aquella estancia situada
en un edificio acristalado en la esquina entre Oxford St. y Charing Cross Rd.
La muchacha me acompañó hasta una silla de madera vieja. Vieja la madera y
vieja y solitaria, la silla. Muy vintage. Me senté, obediente, y me dejó solo
en una oficina de unos doscientos metros cuadrados. Completamente diáfana y
desnuda. Un solo mueble la poblaba y era precisamente en ese en el que yo
reposaba mis posaderas. Al fondo, una especie de urna de cristales translúcidos
con una puerta.
Los guiños de luz verdosa de las lámparas fluorescentes, así como el hecho de
que aún no se había atribuido esa acepción a la palabra LOFT en mi pueblo, me
impidieron disfrutar de la amplitud o apreciar las ventajas de ese tipo de
espacio. Aproximadamente unos diez minutos más tarde de que me sentase y
empezase a valorar la posibilidad de huir, la señorita salió de la urna y me
llamó. Con extrema amabilidad y cierta sensualidad.
Atravesé los 40 metros que me separaban de la urna, oyendo primero el crujir de
la silla y después el de mis zapatos en cada uno de los pasos que di y entré,
taciturno, en el cubículo. El porcentaje de palabras que conseguía entender, de
las que oía, no contribuía a animarme. Pero el oído se hace callo y al final,
mal que bien, iba comprendiendo el sentido general de sus explicaciones. En
resumidas cuentas, lo que se me ofrecía era un prometedor futuro como traductor
e intérprete de un diverso abanico de textos, de temáticas dispares y extensión
heterogénea. Se trataba de una empresa con clientes del mercado hispanoparlante
en número suficiente como para que no me faltase trabajo ni a mí, ni a mis
posibles descendientes.
Debo de reconocer que la profundidad del escote era un poderoso elemento de
distracción. Pero ni siquiera eso justificaba mi falta de capacidad para
asimilar lo que proseguía.
-Ai beg lluo pahdon?
Así de educado la interrumpí en tres ocasiones. Consecutivas, siempre tras el
mismo párrafo. A la cuarta, me pareció que podía dar por hecho que lo había comprendido.
Pero seguía sin querer hacerlo. Con la impasibilidad que caracteriza a los
británicos, la famosa flema que aquí llamamos morro (cuando no nos referimos a
su otra acepción, la de los mocos), aquella persona de botones verdes y larga
cabellera negra me estaba diciendo que, para trabajar en su empresa, tenía que
completar un curso que, por supuesto, impartía su empresa y que tenía un coste
de nosecuantos pounds. El número exacto de nosecuantos coincidía con lo que yo
cobraría en el primer mes de trabajo, con lo cual, a pesar de tener que
adelantar toda aquella cantidad de pounds, era una ganga, una gran oportunidad,
oiga.
Balbucir, cuando no es en tu propio idioma, es una ventaja. Porqué te da tiempo
sin aumentar la imagen de gilipollas, la magnitud de cuyas dimensiones es ya
suficiente para que un punto más resulte imperceptible. Yo balbucí tanto que
hasta un británico, en este caso hembra, podía llegar a perder someramente la
compostura. A la señorita se le congeló el rictus y me pareció ver un ligero
tic en su labio, curvado en los extremos hacia arriba.
No tuvo problemas para entenderme, de todas formas, ya que probablemente había
hecho el curso de interpretación. En pocas palabras, aunque repetidas y
entrecortadas durante un largo lapso, le vine a decir que muchas gracias, pero
que no tenía tiempo ni, sobre todo, dinero para amueblarle el loft.
Fue en la despedida donde aprendí una auténtica lección. Donde me hice más
sabio. El momento que otorgó un valor real a la entrevista. Le di las gracias
de la forma más efusiva y recargada que yo conocía:
- Thank you thank you very much.
Doble cenquiu. Seguidos y sin coma. Y después un verimach. Parece imbatible,
¿verdad?
Pues no.
Ella, impertérrita y sin perder la sonrisa profesional, contestó:
- You’re very much welcome indeed.
INDEED!!! Me ganó. No hubo competición, en realidad. Estúpido pringado de mí,
quise ser más amable y educado que un guiri. ¿En qué estaría yo pensando? Me
vapuleó.
Esa fue mi enseñanza. No se puede ser más educado que un inglés. Ni que una
inglesa. Están entrenados para batir a cualquiera en ese terreno. Es mucho
mejor proponer una pugna de a ver quién come más o bebe más cerveza.
No. Lo de la cerveza tampoco. Me fui de allí pateando mentalmente la silla,
vencido y humillado, dándole vueltas al puñetero indeed.
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