Mi vida como VIGILANTE



Me ha nacido una bici en el parking.
La primera vez que la vi, tan roja, tan elegante en su hierática inmobilidad, tan bien engrasada, con la relucientemente oscura cadena y las ruedas tan redondas, me acerqué a ella como un simio al monolito de piedra en “2.001 Odisea en el espacio”, tocándola con un palo, sin elevar el tronco por encima del sillín y apoyando los nudillos de una mano en el suelo. Con curiosidad primitiva pero también con precaución y hasta con cierto miedo a lo desconocido.
Una vez descartado que haya brotado de forma espontánea (de haber raíces, no hubiesen pasado inadvertidas a mi escrutinio), trato de reconstruir los hechos partiendo de diferentes hipótesis.
La primera es la más evidente y la que abrazo de manera más ferviente: se trata de un donativo anónimo por parte de una opulenta vecina desconocida. Una suerte de admiradora secreta cuyo pasatiempo ideal es admirar el brillo del sudor en mis músculos pedaleando frente a su casa, presenciar en vivo la vibrante escena de mi silueta recortada contra el anaranjado ocaso estival.
Prácticamente doy por imposible identificar a la sospechosa en esta línea de investigación, ya que en mi comunidad las personas con dinero de sobras para invertir en entretenimiento de este tipo no abundan. Es más, si hay alguna, es lo suficientemente astuta como para ocultarlo. A la prosperidad del candidato hay que unir, como característica indispensable, un optimismo capaz de adivinar en la flaccidez actual la futura tensión y tersura de unas piernas trabajadas por el uso intensivo de los pedales.

Otra posibilidad que valoro es la que he dado en llamar “la del enemigo encubierto”. A simple vista, todos los vecinos parecen seres inofensivos, sin maldad en absoluto. Aunque debo reconocer que hay alguno que muestra cierta tendencia a la perversión, son casos aislados que, además, no disponen de la cantidad de masa encefálica suficiente para convertir ese instinto en amenazas.

Sin embargo, a la luz de los hechos, cabe la posibilidad de que mis cálculos no sean del todo certeros y haya un auténtico Moriarty entre nosotros. El candidato a tan dudoso título es alguien que conoce mi trayectoria reciente en actividades sobre dos ruedas, que sabe que en el plazo de un año sendas caídas en moto primero y en bicicleta más tarde, han convertido mi rodilla derecha en un asunto feo y me han obligado a dejarme una espesa barba que tape la cicatriz que el último impacto contra el inhóspito suelo dibujó en mi mentón.
Si esta conjetura es la correcta y la inquina de mi enemigo llega a esos extremos, es muy probable que el ingenio mecánico que ha dejado en mi plaza de parking tenga algún defecto  que combine bien con mi falta de habilidad y me lleve a morder de nuevo el polvo.
El aparcamiento donde ha aparecido la bicicleta de montaña es subterráneo y comunitario. Cada plaza se distingue y separa de las demás por unas líneas amarillas pintadas en el piso que, de forma imaginaria, levantan muros invisibles en perfecta vertical hasta el techo. Al ser imaginarios e invisibles, no son infranqueables y son frecuentes las violaciones de espacio. Esta accesibilidad fue la que me llevó a pensar, en un primer momento, en un simple despiste del propietario de la plaza contigua. No obstante, al sucederse los días sin que nadie repare en ello y sin que el vecino deje de aparcar su vehículo con total normalidad y sin percatarse, aparentemente, de la presencia del ciclo, se descarta la opción descuido.

Existen otras interpretaciones que podrían dar respuesta al misterio, como la del ladrón que ha encontrado en la absurdidad de la situación el escenario perfecto para esconder su botín, o una primera evidencia de la posibilidad del teletransporte, o que me hayan alquilado la plaza sin yo saberlo, o que la bici sea un holograma creado a través de un efecto casual de refracción de la luz, reproduciendo el original a través de un haz de color en el sombrío sótano.

Al final, he llegado a la conclusión de que cualquier explicación es válida. No me importa, de hecho, cómo ha llegado hasta ahí. Lo que de verdad tiene relevancia es que, por lo inesperado e insólito de su aparición y por esa actitud desafiante e impasible, tan propia de una estrella de la gran pantalla, el velocípedo se ha convertido en mi bien más preciado.

Desde que llegué a esa conclusión, he dedicado todas las horas del día a vigilarla. He bajado un colchón, una silla de camping y una mesa plegable que, junto con algunas lecturas, una linterna frontal y espray contra mosquitos, me permiten mantenerme alerta ante cualquier amenaza.


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