Mi vida como PRESIDENTE




Pronto hará un año que mi predecesor me hizo entrega solemne de las llaves de contadores, ascensor y otras que, mezcladas en un manojo, aún no sé para qué sirven.

Mis funciones, como PRESIDENTE, consisten básicamente en controlar el nivel de agua que se acumula en el foso del ascensor. Es muy importante. Es una labor, de hecho, imprescindible y valorada sumamente por todos los vecinos.

La primera vez que activé la bomba de succión para vaciar el foso fue junto a mi antecesor, que me dio las instrucciones precisas que yo debía olvidar de cara a la siguiente vez.

La siguiente vez yo había hecho los deberes y no recordaba prácticamente nada. Ni dónde estaba la llave que abría la puerta del ascensor, ni cuál era el interruptor que activaba la bomba, ni cómo se atrancaba aquella puerta para ir viendo como bajaba el nivel de agua. Y eso es lo más entretenido, de modo que tiré de improvisación para ir descubriendo por mí mismo cada uno de los mecanismos. El éxito fue absoluto. No oí aplausos pero intuí que los vecinos sonreían satisfechos, agradecidos  y confortables en el calor de sus hogares.

Hubo una siguiente vez. Sin embargo,  el éxito de la anterior cavó la tumba de esta tentativa. La memoria seguía sin funcionar pero la confianza en la intuición había mejorado de tal manera que mis pasos fueron, esta vez, decididos y precisos.

Todo iba bien hasta que, una vez la fosa estuvo seca, quise cerrar de nuevo la puerta del ascensor. El pánico se apoderó de mí cuando descubrí que no. No se cerraba. Ni haciendo fuerza, ni haciendo palanca, ni susurrándole cariñosamente. Puta puerta desleal, se negaba a cerrarse. Me decepcionó aquel profundo desprecio al PRESIDENTE, pero sobre todo me preocupó que la puerta abierta fuese un flautista de Hammelin para que todos los niños de la comunidad cayesen en el profundo, húmedo y lúgubre pozo.

Era domingo. Por la tarde. Los técnicos descansan y apagan sus teléfonos. Bueno, los dejan en modo silencio para poder seguir los resultados de los partidos.

Decidí acudir a los vecinos más hábiles y con mayor experiencia en este tipo de incidentes. No estaban, así que piqué a todas las puertas que quedaban, hasta que un par se ofrecieron a mirárselo. Hicieron fuerza, hicieron palanca y, sospecho, le susurraron a la puerta furtivamente para, en público, hacerse los machotes e insultarla.

Sólo quedaba una opción: tapar el desafiante hueco con un tablón de madera que, cuando la comunidad era una piña alegre y unida, utilizábamos para celebrar verbenas y fiestas varias. Por supuesto, el tablero estaba bastante podrido y perjudicado por el paso del tiempo y el inexorable efecto de la humedad, pero cumplió su cometido y tapó la mitad inferior del hueco. Suficiente para tranquilizar a los que temíamos que un inocente infante tuviese la tentación de asomarse y decantarse por el descomunal peso de la cabeza.

No ha habido una tercera tentativa. No ha hecho falta. Alguien, vecino o extraño, ha considerado que entre mis aptitudes no se puede contar la de evacuador de líquidos y, cordial a la vez que veladamente, ha usurpado mi principal y, hasta ese momento, única función como PRESIDENTE.

No sé de quién se trata y la indignación me ha llevado a tratar de averiguarlo de la forma más sibilina y astuta posible: un día que el foso estaba lleno, me pasé más de medio minuto agazapado detrás de la puerta para atraparlo “in fraganti”.

Pude imaginar cómo el incauto vecino se aproximaba hasta el hueco del ascensor, asomaba la cabeza para comprobar el nivel de agua y entonces yo me abalanzaba sobre él, sorprendiendo pero sujetándolo firmemente para evitar que cayera y se hiriese de gravedad. Se giraba con el terror esculpido en la cara, implorando clemencia y yo, duro e inflexible, le compelía a cesar en sus tropelías vaciadoras bajo la terrible amenaza de solicitar a la comunidad que le saltase turno en la rueda de PRESIDENTES.
Transcurridos 30 interminables segundos, se me empezaban a dormir las piernas y echaba de menos a mi familia, así que desistí y adopté la postura autoritaria de un PRESIDENTE de verdad, que sabe delegar. Me fui a casa con la serenidad de quien deja su trabajo en manos expertas y desconocidas.

Unos meses después de mi nombramiento, tuve que afrontar el primero de los retos que toda persona que detenta un puesto de responsabilidad debe de superar.

El PRESIDENTE, o sea yo, ocupaba sus días en un viaje a Rumanía por motivos que no vienen al caso, pero que eran de trabajo aunque no tanto y en el que visitó el castillo del conde Drácula y tuvo un dolor de muelas digno, por su magnitud, del PRESIDENTE de una comunidad un poco más grande. Un vecino llamó al timbre de mi piso. Mi mujer, en adelante PRESIDENTA CONSORTE, solícita, abrió la puerta y escuchó lo que aquél vecino tenía que contarle.

-Alguien está dibujando con un objeto punzante esteladas en la puerta del ascensor. Por favor, poned un cartel conminando al vándalo a cesar en sus actividades delictivas y politizantes.

Resumo en extremo el discurso del vecino para no agotar a los lectores, pero por lo que la PRESIDENTA CONSORTE (en adelante PC, que es muy largo) me relató, se extendió por lo menos un par de frases más y utilizó una terminología que denotaba energía y determinación.

PC contestó que era yo, el PRESIDENTE, quién me encargaba de esos trámites y que en esos momentos no me hallaba en mis aposentos, por lo que la redacción, composición, impresión y colocación del cartel deberían esperar un par de días.

-Pues que sea rapidito, que si no me voy a ver en la obligación insobornable de hacer y colocar yo mismo el cartel.

PC se opuso de pleno.

-¡No será necesario! En cuanto el honorable regrese de su atribulado periplo le trasladaré tu inquietud para que, presto como siempre se ha mostrado, se ponga manos a la obra y un asunto de tamaño calado no se dilate más que lo administrativamente imprescindible.

Mi vuelta a casa no fue tan feliz como esperaba y, de camino desde el aeropuerto tuve que hacer escala en las urgencias del hospital, ya que literalmente el dolor de muelas no me dejaba vivir ni como PRESIDENTE ni como ser humano. Cuando por fin conseguí que un doctor compasivo me pinchase mi dosis de mezcla de calmantes, antiinflamatorios y algún placebo, llegué triunfal a mi hogar y me acosté sin cenar.

Al cabo de un par de días, mi estado de salud permitió al fin a la PC insinuarme que debía de hacer un cartel que evitase definitivamente el continuo y brutal ataque que mi estimada puerta de ascensor venía sufriendo desde tiempos inmemoriales. O inmemoriables. No me acuerdo.

La cara hinchada, los ojos inyectados en sangre y llorosos y la mueca de dolor debieron parecerle argumento suficiente para posponer el trámite unos días más.

Puede que, desde la visita del indignado vecino hasta que la PC me comunicara los detalles del suceso, hubiesen pasado 4 días. 6 a lo sumo. Quizá 8.

Pero la reacción fue instantánea. En cuanto acabé de cenar me incorporé y, de camino a la cama, mire de soslayo al despacho donde reposa el ordenador y detuve un poco la marcha para reemprenderla de nuevo y meterme en la cama.

De nuevo, los datos son imprecisos, pero estimo que lo recordé otros dos días más tarde. Puede que 3. Aprovechando un súbito estado de inspiración y predisposición a permitir que el arte abandonara mi cuerpo, me senté frente al ordenador. Redacté, compuse, imprimí y colgué:
Se ruega no utilizar las superficies comunes del edificio para manifestar ningún tipo de inquietud, ya sea literaria, artística o política.

Gracias.

ELPRESIDENTE


Todo en COURIER NEW, a 16 y en negrita. Clarito, clarito.
Media hora más tarde llegaba la PC, a quién esperaba impaciente para mostrarle mi obra. Ella no utiliza el ascensor y solo si yo mismo le advertía al respecto ocurriría el encuentro.

Con la ilusión de un PRESIDENTE primerizo pulsé el botón del ascensor, tapando sus ojos con la mano. Inquieta, me apartó la mano para descubrir, antes que yo mismo (que estaba más atento al asombro en su cara) que la pared de espejo mate estaba desnuda, salvo por un mosquito tigre aplastado.

-¿Qué?

-¡El cartel! ¡Lo han sustraído!

-¡Querrás decir SUBSTRAÍDO!

-Eso, substraído, perdón.

Poder de deducción. Poder de deducción es lo que un avezado investigador debe de aplicar en un caso como este. Y yo he leído más de una novela negra. Si no recuerdo mal, dos. Si recuerdo mal, una y el resumen de otra. Deduje rápidamente:

“¡Hemos tenido suerte! Sin lugar a dudas, el vándalo ha visto el cartel, se ha dado por aludido, se ha arrepentido de sus inconscientes actos y ha retirado el papel para evitar un mayor bochorno y demostrar que ha cambiado.”

Un nuevo éxito de la institución, vamos.

No pasó mucho tiempo hasta que, de nuevo, un reto se me puso delante, insolente y burlón.

Una tarde cualquiera, de nubes bajas y cielo plomizo y amenazante, sonó el temido timbre. En esta ocasión, fui yo quien abrió para recibir con amabilidad a un amable vecino que, amablemente, me exigió que recordase a su homónima del piso superior la prohibición de dejar que el agua de las macetas resbalase sobre su toldo al efectuar el necesario acto de regar. Sobre hablarle o cantarle a las plantas, afortunadamente, no existe prohibición explícita. Salvo en los casos en los que el horario lo convierte en una falta de respeto al descanso de los demás.

Yo sonreí con la misma amabilidad con la que el amable vecino se había expresado. En realidad, la sonrisa pretendía ser cómplice de lo que yo creía una de las habituales bromas de aquel vecino. Pero al no ser correspondida, congelé el rictus y simulé una leve parálisis para contestar:

-Por supuesto, no te preocupes. Tu solicitud será atendida a la mayor brevedad. Buenas tardes.

En los días sucesivos, estuve muchas veces tentado de subir los 16 escalones que me separaban de la planta superior para llevar a cabo mi nueva misión como PRESIDENTE. Pero siempre había algún imprevisto que me lo impedía. Una vez me entraron ganas de ir al baño. Otra se me olvidó qué iba a hacer en el momento de abrir la puerta, quedándome en blanco con la mirada perdida en el hueco de la escalera. Una vez, incluso, se me cruzó otra vecina a la que le comenté someramente mi cometido. Ésta, más experta y conocedora de las intrigas de mi escalera, me confesó algo que yo prefería no saber:

-¡Buah, eso te lo ha dicho por que la última vez que subió él mismo a decírselo le lio un pollo que pa qué!

Así que existía, por lo menos, un precedente.

Había otra historia que me rondaba la cabeza acerca de la muerte del gato de la vecina del piso de arriba, en circunstancias por esclarecer. Una denuncia, muchos rumores. Gritos en la noche, llantos y lamentos.

A pesar del clima adverso que el asunto estaba tomando, el prurito y la responsabilidad que el cargo que ocupo me otorgaba fue más fuerte. El PRESIDENTE subió los peldaños, tocó el timbre con determinación y, en los segundos que transcurrieron desde que las vibraciones del timbre llegaron a mi oído, hasta que por fin se abrió la puerta, pasaron algunas cosas.

La primera fue una rotación de cuello próxima a los 360º buscando un lugar donde esconderme. Tenía que ser rápido y silencioso. El yermo rellano no ofrecía alternativa alguna. Subir las escaleras oponía el riesgo de quedarme atrapado arriba y el añadido de que el maldito ojo de pez de la mirilla de la vecina le permitiese ver mis pies.

Una vez descartada toda posibilidad de desvanecerme, oí cómo se abría la puerta de la escalera, acompañada de los pasitos de un perro pequeño y el tintineo de la cadena. Inconfundible, el chucho malhumorado y ridículamente pequeño de la vecina. Otra vez tuve que deducir, en centésimas de segundo: el chucho no viene solo. ¡Le acompaña la vecina!

En esta ocasión mi deducción se comprobó equivocada. Mientras aparecía en frente la hermana de la regadora empedernida, por la escalera asomaba el perrito gruñendo al PRESIDENTE y su amo (amO) detrás de la correa metálica, interrogándome con la mirada.

Atrapado entre la hermana y el marido, balbucí con el aplomo propio de la responsabilidad de mi cargo:

- ¿Eeeestaaaa X? (X alude al nombre real de la vecina, que no voy a citar por si alguien no sabe quién es. Que lo adivine)

Al unísono, contestaron la hermana y el marido. Bueno, al unísono, al unísono, tampoco. A la vez, pero cada uno palabras diferentes:

                Hermana:   Está mala, en la cama.

                Marido:                  ¿Para qué?

Mientras movía la cabeza con la rapidez y gracilidad de una lechuza, intentaba responder también al unísono, yo solo pero a los dos.

-Para queee. No la levantes, no. No, bueno. No pasa nada, ¿eh? Es solo que. No, pero no la despiertes, si está mala pues. Nada, nada, una cosilla sin importancia. Déjala, déjala, de verdad. Es que el vecino de abajo. El vecino de abajo con mucha amabilidad. Ni enfadado ni nada, ¿eh? Muy tranquilo, me lo ha dicho. Que dice que a ver si es posible, dentro de lo posible, si hay alguna posibilidad por remota que sea de que cuando la señora X riegue las plantas de su balcón, o sea, vamos, que si puede idear algún tipo de mecanismo receptor, bloqueador o de secado rápido para que el agua, que seguro que está limpia, pero claro, que no caiga en el toldo de abajo. Vamos, si es posible, que no pasa nada, de verdad. No, no le digas nada ahora, sobre todo. Cuando esté más recuperada, claro.

Me miraron con asombro. Probablemente admirados de mi mano izquierda, mi capacidad de síntesis y mi serenidad. Asintieron justo antes de cerrar la puerta. Tan impactados debieron de quedar que ni siquiera recordaron el preceptivo saludo.

Bajé de nuevo los 16 escalones, controlando un molesto e inoportuno temblor de piernas, con la solemnidad de un ministro francés en funciones.

El gran reto, el definitivo. El que debía ponerme en el lugar que me corresponde en la historia de los PRESIDENTES de mi escalera, llegó de la mano de (atención), el PRESIDENTE DE LA COMUNIDAD.

Se presenta en mi casa. Marcial, expedito, muy profesional. Directo a los detalles, me informa de que hay 2 vecinos del 3º que, regularmente, depositan sendas bolsas de basura en el rellano, donde pasan toda la noche. Existen pruebas en forma de documento gráfico que, si es necesario, podemos utilizar. Mi misión es clara y concisa:

-Tienes que conseguir que ambos vecinos depongan su actitud. Hacerles ver que tal actividad es contraproducente, ilegal y que daña la marca de la comunidad. Si la respuesta no es inmediatamente positiva, utilizaremos las fotografías para demostrar la infracción y recurriremos al administrador de fincas.

-¡No! Al administrador no, no será necesario. Confía en mí.

Tragué saliva, afloraron lágrimas de emoción contenida y me arrogué inmediatamente la facultad de corregir la actitud de los insensibles vecinos, cuyo irresponsable comportamiento podía devenir en una epidemia en la escalera, extenderse al barrio y convertirse, al multiplicarse los casos de forma exponencial, en una pandemia. Me sentía seguro y capaz de evitar toda posibilidad de que niños y personas mayores, con frecuencia los más frágiles, fuesen pasto de una devastadora ola de muerte y enfermedad.

Tras el pertinente periodo de reflexión y preparación, no más tarde de una semana y después de alguna pregunta capciosa por parte del PRESIDENTE DE LA COMUNIDAD y algún comentario del fotógrafo, pulsé el botón del ascensor y subí sin presión alguna.

Previsor como habitualmente, había planeado ultimar la estrategia de comunicación durante el viaje de tres pisos en elevador. Debí distraerme con algo, ya que al salir al rellano no recordaba para qué estaba allí, así que estuve unos instantes concentrado en recopilar los datos olvidados. Uno, muy importante, era a qué puertas tenía que llamar.

Había 4 posibilidades. Hice un esquema mental. No era fácil, así que busqué alguna referencia externa que me permitiese situarme. En seguida encontré un sistema: el que tenía el loro que chillaba como un marrano en una matanza en mitad de la noche (no me juzguéis por no impedirlo, no es mi jurisdicción) daba a la derecha de la fachada del edificio. En el interior me tenía que poner de espaldas a la contra de esa fachada para saber cuál era mi derecha. Con la que como. La del tenedor, vamos.

Una vez identificado, descarté la puerta del loro y la inmediatamente contigua como lado luminoso del rellano en aquel asunto.

Me coloqué en dirección a los dos pisos declarados en rebeldía. Todavía debía decidir el orden. De izquierda a derecha, por aquello del rollo de las agujas del reloj. El motivo para elegir de esta manera es que llevaba un pantalón sin bolsillos y, consecuentemente, sin monedas.

Aquello me hizo reflexionar sobre un tema importante. ¿Cuál es la cara y cuál la cruz en las monedas actuales? Ante la imposibilidad de llegar a una conclusión determinante, acerqué mi dedo al timbre y lo apoyé con aplomo.

Al ring siguió un sonido de pasos dentro del piso, acto seguido el ruido de una llave, el clic de la maneta de la puerta, el chirrido de las bisagras y una risa fuerte y desagradable, como de ogro que… Bueno, asomó la vecina con dos chiquillos detrás de sus piernas.

La sonrisa a los niños era algo que había ensayado con anterioridad, así que no pareció falsa en absoluto. Había calculado, incluso, el tiempo de exposición de dientes para deslumbrar a la familia.

-Hola. Queeeee me han pedidooooo que te diga, como PRESIDENTE, ¿eh? Queeeee las bolsas de basura. Las bolsas de basura no se pueden dejar por la noche en el rellano. Bueno, si están vacías sí. JEJE. Bueno, claro. Que vacías para qué las vas a poner en el rellano, ¿verdad? Ehem. Eso.

Asintió, seria y meditabunda, sacudió la cabeza hacia su izquierda (mi derecha, lo que vendría a ser la siguiente hora de las agujas del reloj):

-¿Y a esta no le vas a decir nada?

-JAJA. Ehm. Sí, claro. Sí, ahora mismo.

De nuevo ante las dos puertas cerradas, pero con el 50 por ciento del trabajo llevado a cabo satisfactoriamente, me tomé unos segundos para soltar los músculos del cuello. Atenazados, sin duda alguna, por la falta de costumbre a permanecer en altitud. Hice algunos ejercicios de dicción, intenté recuperar algo de humedad en los labios (me los froté con energía) y me encaré a la otra mitad del problema.

En esta ocasión fue el hombre de la casa quien me atendió. Un perro de unos dos metros de alto detrás de sus piernas, pero por debajo de su cadera.

Intenté sonreír al perro, pero no me miraba, desdeñando insultante la autoridad del PRESIDENTE. Así que tuve que repetir el discurso exacto que tan bien me había funcionado con la vecina de la izquierda. A la derecha del vecino alto de perro alto.

Arqueó las cejas como Groucho Marx. Sonreí agradecido por la cómica expresión. No entendió dónde estaba la puta gracia.

Mientras relajaba los músculos de la lejana frente para devolver las cejas a su estado natural y accionaba su brazo para cerrar la puerta, contestó un elocuente:

-Vale.

Que me otorgaba, una vez más, éxito y seguramente fama en el entorno de quienes, alguna vez, han tenido el privilegio de ocupar un cargo de la responsabilidad de PRESIDENTE, que yo he desempeñado con humildad y orgullo.

Es por este motivo por el que me he decidido a plasmar en estas líneas mi experiencia.

Ahora que mi relevo se acerca puedo echar la vista atrás y recordar con melancolía y cariño todas las batallas libradas. No quiero que queden en el olvido. El honor de haber servido a la comunidad con generosidad y entrega debe de ser un ejemplo para que, en años venideros, quienes ocupen mi lugar lo hagan sintiéndose como lo que son:

PRESIDENTES

Conmovido por las múltiples muestras de agradecimiento que espero en el acto de entrega de llaves, me despido hasta dentro de 9 años.

Comentarios

  1. jajajajaja... espero ansioso el volúmen II de esta serie. No me lo perdería por nada en el mundo.

    :-D

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