La desesperación es un plato que se
sirve frío, pero que se come caliente, con cubiertos tibios de aluminio y un
mantel afelpadito por debajo para no rallar la mesa y resinado por la
superficie para que tenga aspecto de hule, si puede ser floreado y con alguna
quemadura de cigarro plastificada.
Todo esto y otras mierdas iba yo
pensando mientras deambulaba distraído por las calles más sucias y degeneradas
del Soho londinense. En el mejor de los sentidos, entiéndaseme. Un paseo casi
bucólico entre sex-shops, librerías eróticas, sex-shows y cines con
clasificación S (que no X, prohibido completamente). En su momento, igual me
acuerdo de explicar en qué consiste la diferencia entre S y X, además de los
obvios cinco puestos en el orden del abecedario.
Ahora me centro en el momento clave
que cambió mi vida para siempre. Un momento que abrió un camino, que me convirtió
en otra persona. Una persona con innumerables anécdotas que explicar.
Innumerables no es la palabra. La palabra es tres. TRES anécdotas a añadir a mi
extensa colección anterior, de aproximadamente DOS.
En la puerta de un cine S un cartel
rezaba:
-
STAFF
WANTED
La gran oportunidad de entrar en la
industria cinematográfica británica. Deslumbrado por mi propia aura de
triunfador, me dirigí al diligente señor director del cine, que a su vez
ejercía de taquillero y barría la entrada.
Los dos meses de desempleo que
precedían a aquel paso me habían curtido y preparado para afrontar con arrojo
el cara a cara. Durante ese lapso una espiral de decadencia y depresión me
había llevado a consumir más alcohol del que mi cuerpo era capaz de tolerar, a
leer a autores malditos y a sentirme como un paria, un desecho de la sociedad,
el detritus de un sistema cruel, áspero e impasible ante la caída de sus
mejores ciudadanos.
Un día, llegué a beberme tres cervezas
en una sola tarde. Influido por el éter
y la lectura de Bukowski, me lancé a escribir los poemas más tristes, más
acongojantes y dramáticos. Pura rabia contenida, me reventó el pecho.
Lamentablemente, a la luz cegadora
propia de Londres en invierno que trajo el nuevo día, lo escrito la noche
anterior se había convertido en un jeroglífico indescifrable, salvo por algún
PUTA y algún MIERDA escrito con mayor claridad, en letra de palo y en
mayúsculas.
Todo ese bagaje me otorgaba aplomo y
serenidad, combinados con un ansia de conocimientos y una necesidad imperiosa de
ingresos.
Rellené el formulario que me facilitó
el director con frenesí, sabiendo que si me mostraba rápido y expeditivo
tendría mucho ganado. Efectivamente, aquel hombre de piel oscura y larga
cabellera negra, enjuto y huesudo, leyó mi nombre en el papel y acto seguido lo
guardó en una carpeta de cartulina marrón, que luego metió en un cajón. Se
dirigió a mí:
-
¿Puedes
empezar mañana?
-
Ofcors!
-
Pues
empiezas a las cuatro, pero ven unos diez minutos antes para que te explique lo
que tienes que hacer. A las 10 acabas.
Intenté disimular la inflamación
pulmonar previa a la euforia hasta haberme alejado unos metros de allí, pero me
temo que no sólo él, sino también el público que poblaba las salas
insonorizadas del cine oyeron mi suspiro de satisfacción, próximo en capacidad
de desplazar aire a la de un huracán de fuerza 5. Si no recuerdo mal, un
instituto de estudios meteorológicos norteamericano le puso un nombre de mujer.
La mañana más larga del mundo precedió
a un breve trayecto en metro, de una media hora mal calculada que me permitió
llegar, por primera vez, cinco minutos tarde a mi nuevo empleo.
En la taquilla no había nadie. La
persiana metálica bajada hasta un palmo del suelo. Intenté levantarla pero
pesaba y no estaba muy ducho en mecanismos, de modo que desistí inmediatamente.
De las sombrías profundidades del local emergió la no menos sombría figura del
director. Me habló en hindi. O en punjabi, no supe diferenciarlo ni entenderlo.
Puse cara de póquer, no moví ni un músculo del cuerpo y mantuve la intensa
mirada inexpresiva que tanto había ensayado.
Resulta que hablaba en un inglés al
que debía acostumbrarme. Me decía que hiciese fuerza, que levantase la persiana
y entrase. O algo así. El hecho es que lo hizo él, me cogió del brazo y me
metió dentro, lo cual fue de gran ayuda para traducir e interpretar.
A continuación, me acompañó por el
interior del cine, encendiendo las luces mientras me presentaba el vestíbulo,
el acceso a la sala straight, el acceso a la sala gay. ¿Cómo? ¿Sala GAY? Sí, sala
gay, en tu turno sois dos personas trabajando, cada día cambiáis de sala. Un
día la straight, y otro día la gay. En ese momento me di cuenta de que no sabía
lo que era una sala straight, pero por antonimia deduje que era para lesbianas
y que me iba a molar.
Tú trabajo consiste en mantener el
orden en la sala de exhibición. Digamos que debes de evitar que alguien se
ponga demasiado cómodo. En el caso de advertir un comportamiento inapropiado,
debes aproximarte al sujeto en cuestión y, cortesmente, advertirle:
- Excuse me, sir, but this is not allowed.
Sea lo que
sea lo que está haciendo.
Todo esto
en perfecto urdu.
Perplejo
pero entusiasmado ante la idea de ejercer el poder de atajar una tijereta o un
cunnilingus, le pregunté si ocurría muy a menudo.
-
Alguna vez en la sala gay, casi nunca en la straight.
Qué
recatadas, las lesbianas. O qué discretas, tendré que estar atento.
En cuanto
superé una breve etapa de ensimismamiento, mi jefe me condujo del brazo hasta
la sala gay. Me dejó en la puerta, me indicó la puerta del lavabo y la salida,
como referencias básicas para desempeñar el trabajo de forma impecable.
Me quedé en
la entrada. Echaba de menos una linterna para acompañar a los clientes que
fuesen pasando, pero al parecer en ese cine no se consideraba una herramienta
imprescindible y tuve que contentarme con fruncir un poco el ceño para otear
con atención las filas de butacas, tan ordenaditas y, a primera hora, tan
vacías.
No tardaron
en aparecer los primeros. Uno por uno, fueron ocupando sus lugares favoritos
frente a la pantalla, en la que un señor vestido de policía detenía a otro que
circulaba a más velocidad de la permitida en una calle que parecía americana.
El conductor vestía traje y corbata. Estaba pendiente del hilo argumental y la
empalagosa cortesía de los clientes que entraban y se empeñaban en saludar me
desconcentraba. Contestaba con enojo creciente a sus gurafernuns. Cuando por
fin el policía sacó su porra y el conductor se inclinó para probarla, desvié la
vista de la pantalla para descubrir que la sala estaba casi llena.
Decenas de
cabezas coronaban las butacas.
Igual
alguno se está tocando, imaginé. Igual se están tocando todos. A lo peor se
están tocando entre ellos, unos a los otros. Esos actos son, seguramente, a los
que se refería el director como indecorosos o inapropiados. Pero no veía nada.
Cada uno de los clientes podía estar resolviendo un cubo de Rubik, se podía
estar afeitando los genitales o leyendo un libro en Braille. No había otra
forma de averiguarlo que avanzando por la sala.
Para ello
necesitaba una excusa y una inusual pericia, una inteligencia fuera de lo
normal, una intuición innata. Se me ocurrió de inmediato. Crucé la sala entera,
sin mirar a los lados por un pudor católico inculcado desde la más tierna
infancia. Pasé por debajo de la pantalla intentando no resultar salpicado por
las imágenes y llegué hasta la puerta de salida. Abrí, encendí un cigarrillo y
me lo fumé.
La salida
daba a un callejón estrecho y silencioso, por el que pasaba poca gente a
aquella hora, pero que a medida que avanzara la tarde y el número de cigarros
se iría animando.
Cuando
quise volver a entrar descubrí que la puerta solamente se podía abrir desde
dentro.
Un cine S,
ahora que me acuerdo de comentarlo, se distingue de uno X por un aspecto
siniestro. En UK está prohibido, perseguido y denostado, PROSECUTED, mostrar
imágenes explícitas de la penetración, ya sea genital, oral, anal o sobaquil.
Es decir, puedes ver todos los miembros desnudos de un ser humano, sin
problemas. Pero no juntos unos con otros, unos contra otros, unos dentro de
otros. Un cine que exhibiera pelis porno de las de toda la vida, (comunes, por
lo que me han contado unos conocidos a los que ni siquiera profeso una gran
amistad, en casi toda Europa), en
Londres, se cerraría inmediatamente. Sin embargo, puede que algún sociólogo
avispado haya estudiado el extensísimo número de seguidores que por aquellas
tierras tiene el SPANKING. Cuando el relato de mis vicisitudes me lo permita,
explicaré lo que entiendo yo por SPANKING.
Rodeé
jadeando el edificio y pasé por delante de la taquilla sin mirar. Visto
retrospectivamente, lo de quedarme encerrado fuera del cine debía de ser algo
previsible, ya que mi jefe ni siquiera levantó la vista del periódico.
De vuelta
en la sala, ocupé de nuevo mi lugar junto a la entrada, el cogote iluminado por
la luz que se filtraba entre las cortinas de terciopelo rojo por fuera. Por
dentro, la oscuridad reinante permitía dudar de que el color rojo hubiese
resistido el tiempo y el uso. A primera vista, las cortinas eran rojas por
fuera y negras por dentro, como la capa de Drácula.
A partir de
ese momento empecé a observar un fenómeno insólito. Primero uno, después dos y
más tarde decenas de espectadores cambiaron de sitio. Con el pionero pensé que,
simplemente, no estaba conforme con el lugar que le había tocado y probaba uno
diferente. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que de lo que cambiaban, con
una frecuencia casi exacta de 10 minutos, era de compañía.
No obstante
es una expresión que me gusta utilizar, pero para la que nunca encuentro el
lugar ni el momento adecuado. Sin embargo, aquí me viene bien. Sin embargo es
un mojón, me gusta no obstante, no sin embargo.
Una vez
hecho este inciso, reflexión que me vino a la cabeza mientras trataba de dar
una explicación razonable a lo que estaba pasando en el cine, volví a
concentrarme para agrupar los indicios, las pruebas y señales que recibía en
subconjuntos, disgregarlos de nuevo, deconstruir la situación y llegar, por
fin, a conclusiones diáfanas.
Los
espectadores del cine tenían menos interés que yo en el hilo argumental. De
hecho, puede que yo mismo prestase más atención que ellos a las escenas de
sexo. Un único objetivo les movía, literalmente: ¡confraternizar entre ellos!
Era una revelación
importante. A partir de entonces, pude jugar a hacer parejas, tríos y escaleras
de color. Hacía mis apuestas y me felicitaba mentalmente cada vez que acertaba
y, por la puerta del fondo, desaparecía un grupo que yo había previsto.
El primer
día, en la sala gay, no tuve ocasión de usar la frase que me había enseñado el
director. Pero me fui satisfecho a casa. Había hecho dos parejas y una escalera
de color. No obstante.
Quizá fue
mi primer día, o quizá el segundo. En todo caso, fue al principio de todo. Una
sola frase de un cliente me dio la medida real de la magnitud de la tarea que
me había sido encomendada.
Me
encontraba en el lavabo de la sala gay. Por aquel entonces, aún no había
inventado el conocido deporte de riesgo que lleva el nombre de STIRRING,
consistente, como todo el mundo sabe, en cambiar de un lado a otro de la boca,
con la única ayuda de la lengua, una cucharilla desechable de café mientras se
orina en un mingitorio de pared. De modo que meaba aburrido, en posición
estándar mirando al techo.
Cuando me
di la vuelta descubrí a un señor mirándome. Era un señor. Un señor mayor,
quiero decir. Unos 80, para entendernos. Años. Vestía elegantemente, con traje,
chaleco y corbata oscuros y llevaba un bastón en su mano. Sonriendo, me dijo:
-
Así que tú eres nuestra nueva niñera.
Un
habitual, concluí con mi perenne poder de deducción.
Este
episodio me trae a la memoria el tema del SPANKING. Si no lo he entendido mal,
es una perversión que consiste en disfrutar de los azotes. Lo que no tengo claro
es si quien disfruta es quien los da, quien los recibe, quien los filma o quien
los mira. En cualquier caso, dos de cada tres establecimientos relacionados con
el sexo legal en Londres están dedicados íntegramente a esta práctica. Como
suena. Y son datos extraídos de fuentes fiables que no puedo revelar porque me
los he inventado.
En los días
sucesivos pude comprobar que la sala straight era mucho más aburrida. Nada de
lesbianas. Ni una. Normalmente había dos o tres turistas macho post-púber que
aguantaban desilusionados el visionado de media película y algún jubilado
jubiloso que se entretenía más mirando al resto del público que a la pantalla.
Probablemente la tarjeta dorada les permitía echar la tarde por un precio
módico en un lugar caliente y seco. Nunca pregunté por los descuentos para
pensionistas, porque no tenía a ningún conocido en edad de aprovecharlos.
Un día, sin
embargo. ¡Mierda! No obstante, quería decir, la sala straight me ofreció la
oportunidad de practicar la frase para el uso de la cual había sido contratado.
Dormitaba
en la última fila, ajeno al poli que detenía a un ejecutivo… No, espera, en la
straight detenía a una ejecutiva, cuando me llamó la atención un brillo inusual
en una fila de butacas de la zona media. Justo donde estaban los tres únicos
espectadores de aquella sesión.
La
curiosidad me escupió del asiento y anduve unos metros por el pasillo central,
hasta situarme a la altura del entusiasta público, formado por dos señores de
mediana edad. Bien, de edad avanzada. Y un muchacho joven, de unos dieciocho
años como mucho (y como poco, en atención a la escrupulosidad de mi jefe para
la admisión de menores). En ese momento aprecié a la claridad de la luz de una
playa tropical, iluminada en la pantalla y reflejada en todo el patio de
butacas, una brillante, espectacular e inmaculada calva subiendo y bajando
sobre la falda del muchacho. El vaivén me hizo atar cabos en cuestión de
segundos y, tras permanecer con los ojos y la boca abiertos durante el tiempo
necesario para interpretar la imagen, avancé los cuatro o cinco pasos que me
separaban de aquella escena para golpear levemente con mi índice en la desnuda
y reluciente cabeza e indicarle amablemente, con una voz susurrante a la vez
que autoritaria:
- Excuse me, but this is not allowed.
A la vez
que me protegía la cara para evitar ser golpeado, insultado o bautizado.
El señor a
quién iba dirigido el ruego levantó la mirada y, limpiándose los morros con el
dorso de la mano, replicó un verybritish:
- I’m sorry.
Se
incorporó y dirigió su vista a la pantalla, mientras el joven se abrochaba la
bragueta, educadamente, y miraba la película con súbita atención. Todo muy
flemático.
Como buen
latino, estaba preparado para insultos y empujones. Para encajarlos con mala
cara, quiero decir. De modo que, entre decepcionado, sorprendido y aliviado,
volví a mi última fila y retomé el reconfortante sueño en el que estaba a punto
de sumirme previamente.
El callejón
al que daba la puerta de atrás de la sala gay, vacío a primera hora de la
tarde, era un hervidero de señoritas de vida alegre, casquivanas, pelandruscas
y otros no menos señoritos que las abordaban durante la noche. Una vez que supe
de lo animado del callejón, aumenté la dosis de tabaco diaria en un porcentaje
perjudicial para la salud de un mamut fumador.
La
familiaridad con la que se dirigían a mí, al cabo de unos días, para pedirme
fuego, la hora o preguntar si el cine estaba muy lleno alimentó mi ego
barriobajero. Era uno más. Uno de ellos. Una pieza más en la compleja
estructura del hampa que tejía sus redes por todo Londres. Me sentía a pique de
gobernar un grupúsculo de atracadores o extorsionadores. A punto de que las
reinas del callejón me eligiesen democráticamente como su proxeneta. Eran
cigarros furtivos, ilegales, los que me fumaba en la puerta. Marlboro light de
los bajos fondos.
Cuando ya
había dado aviso de mi renuncia, dos semanas después de haber tomado posesión
del cargo, tuve una nueva oportunidad para usar la frase. La culpa de tomar la
decisión de abandonar no fue otra que la codicia. Me habían ofrecido otro
trabajo con horarios más extensos, madrugando mucho más y completamente
anodino. En el que cobraba, por lo menos, 10 pounds más a la semana. Una
tentación en la que era imposible no caer y que me sustrajo la posibilidad de
formar parte de alguna organización ilegal.
Esta vez
ocurrió todo en la sala gay. Yo ya tenía la suficiente experiencia como para no
dar mayor importancia a los actos impuros cometidos por mis niños si estos
tenían la prudencia de hacerlo disimuladamente. Tapándose con alguna prenda,
sin hacer ruido ni molestar a nadie, en el caso improbable de que hubiese
alguien en la sala dispuesto a sentirse molesto por algo así.
Ocupaba mi
lugar preferido en la última fila, respetado por los habituales y los
ocasionales, los ojos entrecerrados simulando una continua sospecha, pero
entregado en realidad a deliciosos pulsos con Morfeo en los que yo me dejaba
ganar.
Un
monstruoso bostezo me obligó a abrir los llorosos ojos para descubrir, a pocos
metros de mí, a un hombre de bigotito ridículo, gafas de cristal grueso tras
los que se ocultaba una mirada inquieta y una boca abierta que, en conjunto, no
ofrecían una imagen que se pudiese considerar la personificación de la
inteligencia. Salvo porqué el conjunto recordaba un poco a Stephen Hawking y
eso me hacía dudar. Vestía uniforme de ejecutivo con su corbata y toda la
parafernalia y, sorprendentemente, me estaba mirando a mí fijamente. De
espaldas completamente a la pantalla. Le mantuve la mirada, desafiante, unos
segundos, pero un movimiento de su brazo me distrajo. El abrigo, que tenía
extendido estratégicamente sobre las piernas, se movía sólo dando saltitos.
Antes de
poder razonar los motivos y a la vez que un escalofrío me recorría el espinazo,
un atávico impulso me hizo saltar de la butaca, acercarme hasta él y espetarle
en plena cara:
- Excuse me, but this is not allowed.
Se
disculpó, como yo esperaba ya a esas alturas, no obstante.
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