Mi vida como EASTENDER


4 de la madrugada de un viernes de Diciembre. 1.995. Parada del autobús de Trafalgar Sq. Llueve ligeramente.

5 de la madrugada del mismo viernes. Que ya es sábado. Parada del autobús de Trafalgar Sq. Sigue lloviendo ligeramente pero cala y maldices el puto clima.

A las 6 estoy en casa, el bus nocturno me escupe a doscientos metros de mi apartamento y entro sigilosamente, sonriendo y hablándole a las llaves, que no quieren acertar en el agujero de la cerradura. Las acaricio, les susurro y les doy besitos, ajeno aún al GRAN ERROR.

A las 7 me despierta un cariñoso y desgarrador grito de mi compañero de cuarto. Me visto y cojo la gran maleta que tenía preparada desde el día anterior, el viernes antes de ser sábado.

Nos mudamos. Hoy es el día en el que nos entregan las llaves de una casa en el East End londinense. Abandonamos el apacible downtown, nuestra esquina poblada de amables camellos e indiferentes prostitutas, para exiliarnos a la fría y dura Siberia de la ciudad.

Somos tres los que nos embarcamos en el metro rumbo al nuevo barrio. Que para ser honestos, está un poco más allá de lo que sería propiamente el East End. Como unos 10 kilómetros.

Desde la estación, caminamos los diez minutos que nos separan hasta la nueva casa, cargados, callados y encogidos por el inesperado viruji.

En la puerta de la casa nos espera nuestro recién estrenado landlord. Un paquistaní bajito y simpático que nos informa de casi todo lo que hay que saber. Quiénes son nuestros vecinos, cómo son y qué tenemos que hacer para agradar. Las instrucciones, básicamente, consisten en pasar desapercibidos. De la vecina de la derecha, sin embargo, nos advierte entre sonrisas que es “oversensitive”. Jaja, nos congratulamos nosotros mientras anotamos la nueva palabra en nuestro exiguo vocabulario.

Mis compañeros tienen que volver al centro. Trabajan.

Yo no empiezo hasta mediodía, así que tengo tiempo de inaugurar el nuevo domicilio durmiendo lo que me falta.

Me acomodo en una de las habitaciones y me abandono completamente.

No sé si es la alarma del reloj o la terrible duda lo que me despierta al cabo de un par de horas. El caso es que me pongo en pie de un salto y rebusco en los bolsillos del pantalón con esperanza. En los bolsillos de la chaqueta con un poco menos y en los de la camisa sin ninguna. No llevo la cartera.

Estoy en Siberia. A resguardo, sí, pero pelado. Ni un pound en los bolsillos.

Al principio no me parece un problema muy grave. Tengo la tarjeta del metro de zona 1 y, aunque estemos en zona 3, me parece que será fácil convencer al personal de la estación de mi buena voluntad.

Recorro los diez minutos que me separan de la estación con optimismo contenido.

Antes de intentar nada, observo la disposición de las barreras y valoro la posibilidad de saltar cual felino por encima de ellas, pero la resaca me resta posibilidades. Y sin resaca no tenía muchas. La posición del jefe de estación, controlando en todo momento los accesos, tampoco invita a la heroicidad.

De modo que, con parsimonia y aparente serenidad, me dirijo al tío de la gorra. Le explico mi situación con todo lujo de detalles, con total transparencia y me ofrezco a dejar algo en prenda para, al día siguiente, pagar la diferencia entre lo que mi pase cubre y lo que no.

Muy metido en su papel, el hombre me escucha con atención y asiente con empatía a mis explicaciones, dejándome acabar mi perorata con la paciencia que se le supone a un abnegado trabajador del London Tube.

Una vez que me callo, sentencia. Con cara de sentirlo de verdad. Con gesto de dolor, la mueca del desconsuelo. La mirada húmeda y las cejas curvadas. La voz temblorosa:

I can do nothing.

I CAN DO NOTHING.

Siento lástima por él y por mí. Una historia que podía acabar bien se rompe, se despedaza por culpa de las rígidas normas que nos atenazan.

Tengo que reprimirme para no darle una palmada en su caído hombro. Parece tan apesadumbrado... Ánimo, le digo en voz muy baja para no aturdirlo más y me separo lentamente de él, queriendo darle aliento pero sabedor de que por su cultura se avergonzaría de recibir efusiones de un extraño en público. Aunque ya no somos extraños. Ya compartimos una historia triste.

A pesar de la juerga del día anterior, tengo recursos.

Decido desplazarme a pie hasta la siguiente estación. Creo recordar que en aquella aún no se han instalado las barreras automáticas, así que me puedo colar fácilmente. Sólo tengo que esperar mi oportunidad.

Camino los treinta minutos que me separan de la estación. Sudo cerveza en la gélida Siberia para descubrir que, en el plazo de una semana, han instalado las malditas barreras.

Ni intento explicar nada al jefe de estación, ni se me pasa por la cabeza saltar. Me duelen los pies.

Camino los treinta y cinco minutos que me separan de la estación anterior. Ahora un poco menos optimista. Sigo teniendo un plan, pero no me parece tan convincente.

Me planto en la entrada, dispuesto a abordar y dar las necesarias explicaciones al primer transeúnte que pase por delante para conseguir las ridículas 2 libras que necesito para pasar la barrera.

La primera es una chica joven que mira de reojo y apresura el paso cuando advierte mi presencia. Yo miro mi reloj como si estuviese muy nervioso y luego levanto la vista hacia la lejanía, maldiciendo en voz baja pero en inglés para que pueda leer mis labios (“mi espectacular novia inglesa y de familia con posibles se retrasa en una nueva muestra de ese carácter caprichoso que en realidad me tiene arrebatado”, es el subtexto que la muchacha al pasar debe leer en mi interpretación).

Cambio de postura cada vez que pasa un nuevo pasajero. Pero no le hablo a ninguno.

¿Seré tímido? Me pregunto.

No, decido que el problema es geográfico, así que entro en la estación para volver a salir por el otro lado del paso subterráneo. El otro lado parece más amable, la gente más accesible.

Sin embargo, casualidad tras casualidad, todos van apartando su vista cuando yo les dirijo mi mirada inquisidora. Casualmente necesitan saber la hora, si va a llover, el horario de los trenes…

Antes de comenzar a plantearme si mi aspecto es intimidatorio, me cambio de nuevo de lado de la estación. El primer sitio era más bueno, me podía agazapar tras una esquina y captar el escrutinio del vecino que, distraído, no tendría más remedio que aguantarme la mirada. Y un cruce de miradas, a estas alturas, es lo que yo necesito.

En efecto, funciona. Pasa un señor con su traje de pingüino y su paraguas colgado del brazo. Le abordo de sopetón. No se lo espera, ¡ya le tengo! Tras un medido salto hacia atrás y un levantamiento casi imperceptible del paraguas, el caballero se pone a cubierto y mi primera frase se pierde en el vacío.

Pero oír mi propia voz me infunde valor.

Al siguiente le hablo. LE HABLO. Y me esquiva sin mirarme. Resulta conmovedor ver cómo pretende que no hay nadie hablándole, cuando yo sé que sí lo hay porqué soy yo quien lo está haciendo. A menos de un palmo de su oreja. No obstante, casi me convence de que está solo.

Los BEYOND-EAST ENDERS están bien entrenados en el arte de la simulación, concluyo al cabo de una hora hablando a la oreja de personas que siguen andando como el que NO oye llover. “Llevaré a mis hijos a un colegio de este barrio”, es mi siguiente reflexión.

Ha pasado el rato suficiente como para que alguien con mi determinación, mi espíritu de superación y mi grado de orgullo se dé por vencido.

Recorro los veinte minutos que separan la estación de mi nueva casa y entro en ella. Me siento en el sofá y me sujeto la cabeza con las manos, impidiendo en el último instante que se desprenda del cuello y caiga al suelo.

Comienzo a creer que moriré de inanición, abandonado a mi suerte en Siberia y sin haber matado, aún, a ninguna acaudalada vieja.

Pero, ¿he comentado ya que soy una persona de recursos inagotables? Probablemente no:

Soy una fuente infinita de recursos.

Una idea acude a mi cabeza. Sin pensármelo dos veces, salgo de casa, camino diez metros y me planto ante la puerta de mi new vecino contiguo. Pico a la puerta con los nudillos por considerarlo menos invasivo y, ante mí, tras unos escasos cinco segundos, se personifica la beatitud, la bondad y generosidad absolutas.

A la paciente y hermosa señora vecina le expongo mi triste historia con exuberancia de pormenores y grandilocuentes gestos y muecas. Es posible que los vecinos de enfrente, apostados en las ventanas y ocultos tras los visillos, interpreten mi muda danza como una aproximación al break-dance.

Pero la que ya es mi vecina favorita se compadece del pobre extranjero y saca de su monedero un billete de 10 pounds que me devuelve al mundo de los afortunados, de los ciudadanos que pueden hacer uso de su condición de ser humano para desplazarse libremente por la ciudad.


Vuelvo a ser un pasajero.

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