Prometí no llorar más al recordarlo,
pero hacer memoria de mis días en la fábrica me ponen intenso.
Fueron días duros, de trabajo arduo.
Casi tres años en los que demostré una capacidad de sufrimiento físico al
alcance de muy pocos. A lo largo de mi carrera como operario, no más de 150
anuales.
El frío de la mañana en invierno, el
calor intenso de las tardes de verano. Todo al pie del cañón. Sin desfallecer,
sin protestar, sin dar un minuto de productividad por perdido.
Me podría describir como el operario
perfecto en entrega, dedicación, compromiso y habilidad. Pero para ello debería
prescindir de compararme con cualquier otro.
La primera vez que tuve la oportunidad
de ejercer como operario fue un final de verano. Aquel año debía empezar en la
universidad y, al conocer mi padre la fecha exacta del comienzo del curso, me
animó a aprovechar aquellos días con cariñosas palabras:
-
¡Sí,
claro, dos meses te vas a tirar aquí tirado a la bartola! Ahora mismo te coges
la bici y te vas de fábrica en fábrica a pedir trabajo.
A las pocas horas tenía un compromiso
verbal con un negre… con un empresario, un emprendedor. No hizo falta firmar un
contrato, la palabra de un hombre vale más que cualquier papel, como más tarde
tuve la oportunidad de comprobar.
Mi primer día de trabajo tuvo una
recompensa inesperada. A mediodía, saliendo de la fábrica, cogí mi bici y
empecé a subir una cuesta que podía conducirme a mi casa, si no fuese porqué
era yo el que tenía que subirla, no la cuesta a mí. A los pocos metros, una de
mis nuevas compañeras, que estrenaba carnet de conducir ciclomotores y manejaba
por primera vez una Derbi Variant, se distrajo muy poquito, muy poquito, de lo
que vendría siendo la carretera, para embestirme por detrás con la rueda, hacer
que mi bicicleta saltara unos metros por delante de mí y yo cayese de forma
fulminante sobre mi propio coxis. Quien haya conocido el efecto de un golpe
ahí, entenderá que la comicidad de la escena, con mi compañera corriendo detrás
de su flamante amotillo por un terraplén, no me hiciese puta la gracia. Sin
embargo, reía a la vez que lloraba, sentado en el suelo como un chiquillo.
Probablemente, este episodio me
proporcionó un pseudónimo entre mis compañeros que nunca quisieron compartir
conmigo.
Se trataba de un trabajo muy
distraído. Tan pronto flejaba pallets de fascículos de la Larousse, como retractilaba
cuentos infantiles, como encartaba promociones de perfume en el Pronto, como
cargaba un camión de libros o descargaba un camión de leña en casa del dueño de
la empresa, con su mujer gritando dónde no debían de caer los leños.
Una tarde, después de comer en casa,
se puso a diluviar. Como mi bicicleta no era impermeable y yo cobraba por
horas, me creí en el derecho de posponer la reincorporación a la fábrica hasta
que escampara. Mi opinión al respecto vino reforzada por los consejos de mi
madre. MI MADRE.
-
Hijo,
¿te vas a ir ahora con la que está cayendo? Espérate un poco, hombre.
¿Cómo iba yo a contravenir sus deseos?
Según el desarraigado de mi jefe,
debería haberlo hecho. Tal como llegué, una hora más tarde de la habitual, me
llegó un mensaje a través de un emisario llamado Carmen (o María o Lourdes, no
recuerdo bien, pero tenía nombre y aspecto de mujer joven).
-
Estás despedido. Pero
ya que estás aquí, quédate hasta las 6.
-
Vale.
Fue mi airada respuesta.
Durante la primera hora estuve
asimilándolo, haciéndome a la idea y calculando lo que iba a cobrar y en qué me
lo iba a gastar.
La siguiente hora tuve que hacer un
nuevo esfuerzo de adaptación, ya que el emisario hembra volvió a dirigirse a mí
para decirme:
-
El
señor nuestro jefe te ha perdonado. Que no vuelva a suceder. Mañana puedes
volver.
-
Vale.
Fue mi airada respuesta.
El acuerdo verbal entre las dos partes
contratantes consistía en cobrar a tanto la hora. Para entendernos: cada vez
que iba a trabajar, fuese sábado, domingo, de día o de noche, alguien o algo
tenía que contabilizar las horas que pasaba allí. Ese algo era yo, pero mi
capacidad de contar horas no merecía la confianza del pagano, así que cada vez
que tenía que darme lo mío, descontaba unas cuantas.
No fue ese el único motivo, pero no
creo que sea necesario enumerarlos todos, para que el día que yo salía con mi
última paga, al señor emprendedor se le rompiesen todos los faros de su
flamante WV Golf rojo.
O, por lo menos, así exactamente
sucedió en mi imaginación.
El siguiente verano lo pasé en una fábrica que después se convertiría en mía. En efecto, yo la llamé y la sigo llamando “mi fábrica”. No soy el propietario por falta de ambición, pero los lazos que me unen a ella son tan estrechos que si no fuese por la hipoteca le iban a dar mucho por sentado.
Los primeros días supusieron mi
introducción al mundo de la noche. Quién no haya probado un nocturno no sabe lo
que se pierde. Es música para tu cerebro. Es como una droga, un estimulante
natural y un truño monumental que te agota y te deshace los nervios. Una ñorda.
Mis recuerdos son parcos y se resisten
a aflorar. Pero hay una noche, entre todas, que no permito que se borre.
Ya había oído hablar del tema, pero
creía que se trataba de una leyenda, algo que se relataba a los novatos para
impresionarlos y tenerlos acobardados. No le daba más importancia. Se decía
que, durante la madrugada, se habían dado casos (multitud según algunos,
algunos según la multitud) en los que un cubo de agua fría había caído sobre un
distraído operario que tomaba el fresco, fumaba o sorbía café. Quién hacía que
cayese el agua era un misterio.
Yo no creía en fantasmas, de forma que
aquella noche estaba tomando lo que sea en una de las puertas de la fábrica,
ajeno completamente al jarro de agua que se me vino encima. Yo calculo que unos
diez litros, que ni siquiera tocaron el suelo, todos se me pegaron a la ropa y
al pelo, dejándome completamente empapado. Qué susto, musité titiritando,
mientras me levantaba de un salto e intentaba averiguar no de dónde venía el
agua, sino lo más importante: ¡¡cuánta gente lo había visto!!
Mucha. Toda. Toda, toda, toda…
Tocaba quitarle importancia y reír.
Qué risa, simulé. JAJAJAJA. ¡Ay!
Los compañeros, comprensivos y
cómplices, lloraban de risa, se partían literalmente, revolcándose por el
suelo. Bueno, hoy por mí, mañana por tu puta madre, resolví.
Mi pequeña compensación estaba por
llegar.
Un compañero, finalmente, se apiadó de
mí y, después de cambiarme de ropa, me ofreció café de su termo. Yo diría que
en el termo había algo más que café pero, entre el frío y la vergüenza, me lo
tomé sin rechistar y sin respirar.
Mientras notaba como el brebaje me iba
devolviendo la temperatura de ser humano al cuerpo, empecé a arrastrar una
enorme saca de fibras que debía volcar en el interior de una máquina. Al borde
de aquella máquina me sentí débil. Necesitaba descansar. Un poquito. Me dejé
caer suavemente sobre el saco.
Debieron de pasar un par de horas.
De hecho, me despertó el sonido de la
sirena de la máquina, que se había quedado vacía y necesitaba su fibra. DAME
FIBRAAAA, DAME FIBRAAAAA.
Cuando me di cuenta me alegré mucho.
¡JAJA, que se jodan!, pensé. ¡2 horas de escaqueo! Después resultó que no me
habían echado de menos. Cada uno había dormitado en sitios diferentes y no me
habían buscado. También a ellos les despertó la sirena.
Mi siguiente experiencia fue una
sustitución de una semana en el turno de noche de una fábrica de extrusión de
plásticos. En este caso, mi labor era de total especialización.
Debía permanecer delante de una
máquina que escupía cientos de varillas de polímero negro, meterlas ordenadas
en una caja que, a su vez, reposaba sobre una báscula y, cada vez que indicaba
un peso concreto, cerrar la caja, apilarla y empezar con la siguiente.
Lo sé, parece harto complicado. Aún
así, y a pesar del sueño, conseguía mantener el grado de concentración y sólo
pitaba de vez en cuando, cuando se me acumulaban las varillas en el fondo de la
máquina mientras precintaba la caja con la maldita pistola que se encallaba, se
me enganchaba la cinta adhesiva a los brazos o me cortaba con el filo dentado.
Eso ocurría cada diez minutos.
Cuando la alarma alarmaba al
encargado, éste se personaba junto a mí y me ayudaba. El encargado era un
hombre de edad avanzada, pequeño, delgado y con las manos muy grandes, que
sabía tantas cosas sobre los indios americanos como el que más. Mucho más que
el que más, en realidad. Era capaz de recitar la sucesión dinástica de cada una
de las tribus por orden cronológico y alfabético, desde Toro Sentado, por poner
un ejemplo asequible a todos, hasta otro que no me acuerdo y que es mucho más
inasequible. Y no sólo era capaz, sino que lo demostraba. Las veces que hiciese
falta.
De las ocho horas que pasaba allí cada
noche, por lo menos seis las dedicaba al estudio de la tradición oral
indoamericana. Ello incluía territorios, fechas, batallas, citas, ritos y
costumbres.
Si no fuese porqué de diez de la noche
a seis de la mañana tengo por hábito dormir o, en su defecto, hacer cosas que
soy incapaz de retener en la memoria (mayormente por la presencia del alcohol
en las actividades asociadas a ese horario), en una semana habría recibido la
formación suficiente para dar conferencias sobre el tema en Oklahoma.
Me dio mucha pena despedirme, el sábado
por la mañana, de los Arapahoes, Apaches, Sioux y Navajos con los que había
compartido casi cuarenta largas y nocturnas horas.
Al cabo de unos días, la oportunidad
real, la auténtica y definitiva, de despuntar como operario, surgió de la nada.
Me incorporé a una fábrica donde en
seguida supieron valorar mis aptitudes y, de la noche a la mañana, era el
responsable de mover pallets y carretillas desde una máquina hasta las mesas de
embalaje. No sólo eso, en una exhibición de frenética habilidad, retiraba los
rollos de entretela recién embalados y los acercaba hasta las inmediaciones del
almacén, donde los dejaba en las mejores manos. Tenía tiempo, entre toda esta
actividad, de retirar el material sobrante en volúmenes y pesos ingentes,
monstruosos y depositarlos en un contenedor situado estratégicamente.
Para llegar a dominar el oficio se
puso a mi disposición a un mentor, que a su vez adiestraba a otro compañero
novato con la misma predisposición e interés que los míos.
Nuestro tutor no sólo nos amaestraba
en las artes propias del traslado de bultos y organización de la planta, sino
en todos los aspectos de la vida. Nos habló de la mujer lambreta, que según él
es la mejor de las amantes. De los prostíbulos a los que se podía llegar con
una moto de 49cc. De las posturas que requerían más habilidad y a la vez
proporcionaban un mayor placer, explicadas con útiles referencias geográficas
(una pierna mirando a Montornés y la otra a Terrassa). De lo inservibles que
resultaban conocimientos como el saber leer o escribir, con demostraciones
prácticas frente a la máquina de café. De la necesidad de tener un buen tono
muscular para subirse a una viga y dormir cuando las tareas no requerían de
nuestra presencia inmediata.
Nos descubrió las zonas del altillo
más recogidas y retiradas, donde dejar pasar las horas en las que el trabajo
bajaba y era mejor no ser visto. Pero también cómo reaccionar cuando (sic) “empieza la guerra” y había que
multiplicarse y sudar mucho para demostrar la implicación con la causa.
Era un hombre bravo aunque irascible,
que contaba con innumerables adhesiones entre los compañeros, según él, y con
algunos enemigos acérrimos a los que algún día les rebanaría el pescuezo.
Siempre según sus predicciones.
Pronto superé la fase de
adiestramiento y conseguí el cinturón negro de movimiento de bultos en área de
trabajo, segundo DAN. Durante meses me desenvolví con agilidad y destreza entre
cajas, piezas, máquinas y pallets, en un tetris tridimensional para el que
demostré estar especialmente dotado.
Tanta dotación demostré, que el
encargado me dio una oportunidad de medrar en mi carrera. Me puso a embalar.
EMBALAR. No todo el mundo vale, pero yo había trabajado una temporada
envolviendo paquetes de Navidad en unos grandes almacenes y eso me daba una
ventaja que supe aprovechar.
Tampoco tardé mucho en descubrir que
embalar no era la panacea. Tenía como referente al embalador por excelencia. El
Rafa Nadal del embalaje. Un tipo que no atendía a razones cuando de embalar se
trataba. Era capaz de superar, día a día, las mil piezas. Para ello, se
preparaba física y mentalmente. Como parte de la parafernalia que le ayudaba a
concentrarse y batir récord tras récord, se anudaba un pañuelo en la frente que
evitaba perder tiempo en secarse el sudor, un cinturón que le apretaba los
riñones para ahuyentar el dolor y, sospecho, una bolsa de plástico en el
interior de los pantalones para esquivar las molestas visitas al lavabo. Al
igual que el tenista, se rodeaba de forma casi paranoica de sus inefables
tótems, que le permitían mantener un ritmo constante y no perder el foco. El
agua siempre en el mismo sitio, el pedal de la cinta a la altura justa, la mesa
a la distancia medida, el pallet en su marca de tiza.
No era un ejemplo a seguir, el nivel
de exigencia desmotivaba por inalcanzable.
Aún y así, traté de epatarle durante
algunos días. Pero el efecto contrario me sumió en una apatía difícil de
simular, y mis récords de piezas diarias fueron decreciendo hasta niveles
peligrosamente cercanos al negativo.
Tristemente, esa trayectoria significó
el final de mis días como operario. El encargado supo atajar a tiempo la caída
a los infiernos, la depresión crónica y las posibles tendencias suicidas y me
propuso a otro departamento para hacer tareas administrativas, arguyendo
astutamente que “se le dan bien los ordenadores”.
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