Mi vida como PAULO COELHO




Don Gumersindo Hirsuto era un hidalgo ya mayor, cercano a la cincuentena, que había visto transcurrir una vida plena en su finca campestre cercana a la villa de Zaragoza. Entre sus tesoros, contaba como el más preciado con un esbozo hecho a carboncillo por el mismísimo maestro Goya, al que Don Gumersindo había contratado para un retrato que, por su falta de paciencia, se quedó en dibujo.

Don Gumersindo era un maño a la antigua usanza. De corta estatura, anchos hombros, brazos robustos y manos fuertes. A pesar de no haber trabajado nunca en el campo, salvo para pesar la cosecha y pagar a los campesinos, tenía él mismo la constitución propia de los trabajadores de la tierra. La única diferencia, a simple vista, eran sus ricas vestimentas.

Adornaba su figura, además, una cabeza prominente y majestuosa, de las que dan la impresión de ser capaces de decantar, por su peso, una estatua de mármol.

Don Gumersindo recibió, un día, la visita de un viajante que pidió alojo en su casa. El extraño vendía pócimas y brebajes por los que el hidalgo, de naturaleza curiosa, se interesó.

Tras ofrecer y vender varias de sus pociones, el recién llegado llamó su atención sobre un secreto. En su carruaje escondía un objeto extraño que quería enseñarle. Gumersindo, intrigado, le ayudó a descargar una pesada caja de madera con un lado de cristal.

Le indicó una pequeña palanca que, al cambiar de posición, puso en marcha un dispositivo mecánico, haciendo un ruido metálico que provenía del interior de la caja. El lado de vidrio empezó a emitir una luz, tenue al principio, que fue cobrando intensidad a medida que se extendía desde el centro hacia los extremos.

En la luz empezaron a observarse sombras que dibujaban siluetas de colores. En seguida, lo que podía verse en esa lámina acristalada se distinguió con nitidez: un partido de la NBA.

Michael Jordan se enfrentaba a Larry Bird en la final de liga.

Don Gumersindo atendía atónito a lo que veía. Lejos de asustarse, se interesó por las reglas y la dinámica del juego, la plástica de los tiros a canasta, la estética de los mates y las aguerridas defensas. Preguntó porque no defendían en zona, a lo que el viajante no supo qué responder.

Al acabar el partido, con canasta de la victoria de Jordan, sobre la bocina, el hidalgo, con la cara y los ojos iluminados por la ilusión, dijo a la pantalla:

Yo quiero jugar en la NBA, a lo que añadió “AILOFDISGUEIM”.

El  vendedor de pócimas replicó que, “no se si se habrá percatado su señoría, pero el partido sucede en el siglo XX y nosotros aún no hemos acabado el XVIII”.

-    ¡Me la suda! Hazme viajar en el tiempo o lo que sea, pero yo quiero vestir el calzón corto de los Chicago Bulls y ser el escudero fiel de Jordan, no como el capullo ese del Pippen que no sabe a lo que juega.

-    Quién algo quiere, algo le cuesta.

-    ¿Cuál es tu precio, malandrín?

El extranjero pidió una exorbitante cantidad de dinares, moneda de otra época y otra zona, para ponerlo aún más difícil, pero casualmente el Don llevaba los bolsillos cargados y pudo hacerse su voluntad.
-    Con esta pasta os puedo llevar a 1.998 en la ciudad de Chicago. Pero hay otra pequeña pega que debéis superar para poder cumplir vuestro sueño.

-    ¿Cuál es? Estoy determinado, me siento capaz de vencer cualquier dificultad.

-    ¿Se ha dado cuenta su señoría de que los mendrugos del partido miden entre el doble y el triple que usté?

-    ¿Insinúas que soy chiquitico?

-    ¡Coño, mírate! Eres un puto tapón de cerveza.

-    Pseee, vale. ¿Y qué hago?

-    Mmmm… bueno, yo tengo un brebaje…

-    ¡Habla!

-    En fin, es que es una cosa que no se yo. Vamos que lo mismo ni funciona ni nada, pero por probar…

-    ¡Dámelo, mamonazo!

-    No es gratis…

-    ¿Cuál es tu precio, malandrín?

-    Sí, tú dime otra vez malandrín o mamonazo, y va a jugar en la NBA el Fidalgo Fernando Martín.

-    Perdóneme usted, tiene razón. Me he dejado llevar por la fiebre del basket. Dígame por favor qué pretende a cambio de meterme en el Draft de 1.998.

-    El dibujo.

-    ¿Cómo?

-    El dibujo de Goya.

-    Pero… Pero, ese es mi bien más preciado. Mi tesoro, la herencia de mis nietos, la salvaguarda de mi descendencia, que podrá venderlo a la Baronesa Tissen y pasar por la crisis del 2.007 al 2.022 sin apenas notarla.

-    No deseáis realmente el 33.

-    El 33…

Don Gume se quedó pensativo unos instantes.

Se arrodilló (posición en la que medía casi un palmo menos), levanto la vista y los brazos al cielo y bramó:

-    ¡A Dios pongo por testigo que le voy a dar la asistencia del sexto anillo a Air Jordan!

Y corrió, raudo, a descolgar el dibujo de la pared, entregándolo al viajante apresuradamente, mientras sudaba copiosamente y esperaba la transformación.

El extraño dio de beber al Don una extraña y humeante pócima que obró el milagro. El hidalgo triplicó su tamaño y, cogiendo una sandía, se puso a hacerla girar sobre su dedo con inusitada destreza.

Que cada uno extraiga sus conclusiones, pero por si alguien está tentado de que las suyas sean diferentes a las que yo pretendo explicar, ahí van las mías:

Quien desea algo con toda su alma, con toda la intensidad posible. Quien no se rinde, quien se expone, quien no regatea esfuerzos. Quien se entrega a sus sueños, quien los persigue inexorablemente. Quien no desfallece llega a su meta. Obtiene aquello que anhela.

Sea lo que sea, os lo digo yo. Flipa con las cosas que puedes conseguir si de verdad las quieres.

Pero que no sean materiales, ¿eh? Nada de pasta y eso. Cosas así, raras pero al alcance de casi nadie. Que luego puedas decir: ¿Quién me lo iba a decir a mí? Y que a tu cuñado se le caigan los huevos al suelo.

Nada, ya si eso me pagáis por esto que os estoy diciendo, que soy Paulo Coelho y os puedo enseñar a vivir desde la experiencia. Soy el ejemplo perfecto de superación personal, un referente. Tu referente.

Si veis que no funciona, hacéis como que soy Jorge Bucay y le echáis a él la culpa de vuestro fracaso.

Un abrazo.

Paulo Coelho.

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