Mi vida como ACTOR

De musical (primer subtítulo).

Frustrado (segundo subtítulo).


Pero por lo menos lo intenté (tercer subtítulo).






Con la ilusión de un piño con zapatos nuevos acudí al fotógrafo del pueblo. Necesitaba una foto tamaño bloc de notas para presentar junto a mi candidatura en el cásting. En el multitudinario cásting.
La obra sería una adaptación musical del Drácula de Bram Stoker.  Como hay que ser ambicioso, le dije al fotógrafo que quería una instantánea de mi circunspecto jeto, en blanco y negro y con mucho contraste, rollo Murnau, muy vampiro.

En el encuadre se veía la gorra del pato Donald de mi camiseta negra, detalle que se me pasó por alto en la sesión. Pero, por un lado le daba un toque naïf muy inspirador, que me gustaba. Y por el otro lado no tenía ni dinero ni tiempo para repetirla.

El día D llegó. A la hora H, para ser precisos. El día D era para mí y para otras 300 personas, entre ellas un amigo que era ACTOR. De verdad, de los que cuando les preguntas ¿a qué te dedicas? contestan sin dudar: a actuar.

Mientras tomábamos un café en el bar próximo al pabellón donde se celebraría la selección, sufrí por él. Por lo que yo tenía entendido, sólo había un papel protagonista: Drácula. Y mi foto era muy buena, estaba enormemente serio. Me sentí condescendiente, pero supe reprimir a tiempo un “bueno, tampoco está mal hacer de esclavo del Señor del Mal”.

Una vez dentro, nos repartieron en grupos menos numerosos, de unas 50 personas. Mis rivales vestían ropa deportiva del estilo Flash-dance y calentaban, estiraban, daban saltitos, hacían ruidos guturales. Yo les imité haciendo movimientos de cuello rápidos a lado y lado. Derecha-Izquierda-Derecha-Izquierda. Mi amigo volaba solo, tirado en el suelo en difícil escorzo.

Mientras el director de la obra, de gran éxito en Buenos Aires y el compositor de la música se presentaban y explicaban en qué consistía la primera prueba, los que estábamos en los grupos que la pasarían a continuación nos acomodamos en el parqué para asistir como público enfervorizado a la vez que extremadamente crítico. Callados.

Llegó mi momento. Todos los que formábamos mi grupo nos colocamos en el centro de la pista de baloncesto y, con la instrucción explícita de que no bailáramos, nos pusieron una pegadiza música y nos pidieron que interpretásemos. Que interpretásemos lo que el director nos iba indicando. Teníamos que ser una seta, un bosque, una bocanada de humo, hierba agitándose mecida por el viento, Luis XIV, Luis XV, Luis XVI, un bastón, un cuñado en Noche Buena, un monstruo baboso y amenazante.

Todo muy estresante.

Mientras intentaba cojear como lo haría Luis XIV con el bastón de un monstruo, veía a mi alrededor una vorágine de cuerpos sinuosos y expresivos, muecas de dolor, de rabia, de miedo. Si no fuese porque mi amigo daba vueltas corriendo y gritando alrededor de la pista, hubiese jurado que se trataba de una representación del Guernica. Como un pesebre viviente pero de Picasso.

Cuando decidí que debía abandonar los prejuicios, dejar que mi cuerpo se liberase de pudores y ataduras, volverme loco, ser viento, ser lluvia, sentirme vivo y mostrar mi potencial, el director me pidió que me apartase. “Por favor, siéntate allí junto a la pared. Gracias”.

Fue una intervención premonitoria. En poco más de diez minutos dio por acabada la sesión y puso fin a la primera prueba.

Anunció a continuación que el compositor haría pasar a todos los candidatos por el piano para hacer una prueba de voz. Fácil: cantar una escala. Doremifasolasi.

Ahí sí. Ahí lo di todo. Canté la escala con violenta intensidad, las manos crispadas, la voz temblorosa, los ojos perdidos en el horizonte. Noté como la envidia y la admiración se me clavaban, en la espalda en forma de miradas a mi paso, de regreso al sitio que me guardaba mi amigo junto a la pared.

El director nombró elegantemente a los que pasaban a la siguiente fase. Entonces lo achaqué a una falta de sensibilidad artística. Hoy estoy convencido de que no supieron enfrentar el talento desbocado, no distinguieron el arte desbordándose, no apreciaron los matices de mis diversas interpretaciones.

A mi lado, una chica que me sonaba de la tele, se lamentaba de que ella era una actriz más de gestos pequeños, de miradas, de actuación minimalista. Me sentí completamente identificado con ella, me solidaricé asintiendo brevemente y mirándola con leve intensidad.

A pesar del palo, me volví a animar muy pronto. Mi amigo pasaba y nadie se acordó de echarme. Es cierto que el director pidió que los que no habían sido nombrados abandonaran la sala. Pero no me señaló con el dedo ni animó a los demás a delatarme, así que allí me quedé, protestando en silencio por aquella injusticia.

Dediqué las siguientes horas a aprenderme la canción. La prueba que seguía era de canto y, uno por uno, debían desfilar todos los supervivientes cantando una estrofa al micro, con el único acompañamiento del piano. Estaba nerviosísimo. Nunca había cantado en público y, aunque iban llamando por el nombre a cada uno de los candidatos y yo estaba formalmente descartado, estaba allí. ALLÍ. Y eso me dejaba un resquicio de esperanza. Quizá en una equivocación me nombraban o el pianista recordaba mi intervención con la escala y me pedía que interpretara una pieza.

No ocurrió. Me relegaron de nuevo al ostracismo. Sin embargo, mi amigo cantó muy bien y pasó una fase más.

La siguiente prueba era de baile. Llevábamos allí unas ocho horas sin comer pero, como no me echaba nadie, apuraba mis opciones.

Se trataba de una compleja coreografía con saltos, giros, quiebros y movimientos rápidos y armónicos imposibles de asimilar para alguien que no hiciese danza desde los 3 años. Lo intenté con ahínco.

Allí ya sí, el director se me acercó y me pidió que me retirase y que, por favor, no me menease más de aquella manera. Al parecer distraía al resto. No sólo por la falta de coordinación; ellos estaban ordenados en filas en la pista y yo estaba en frente, bajo la canasta, intentando imitarles.

Rebelde como siempre, hice como que me iba pero me escondí tras la puerta y seguí viendo el resto de la prueba a hurtadillas, oculto tras unas cortinas negras.

Me gusta la gente que dice gilipichis.

Al final, muy entrada la noche, a mi amigo también lo descartaron y nos fuimos de allí con sensación de vacío. Especialmente en el estómago.

Semanas más tarde, acudimos a ver el estreno y, sorprendentemente, estuvimos de acuerdo en que la obra era un mojón indigno.

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