No, estofado no. Estafado.
Ya, a mí también me sorprendió, con lo avispado que soy.
Como bien sabéis vosotros dos, mis leales lectores, yo soy
bastante de deambular. Me gusta deambular por aquí, por allá, por acullí y por
acullá. Más específicamente, deambular por los barrios bajos de las ciudades
más depravadas y sórdidas. En concreto me gusta deambular por el Soho
londinense. Sí, soy consciente de que cuanto más acotas el área, menos sentido
tiene llamarle deambular.
Pero como soy yo el que lo está escribiendo, voy a prescindir de
si tiene o no sentido. Una tarde de finales de verano deambulaba por el Soho
(¿qué?) cuando una voz susurrante, cálida y sensual llegó hasta mi deambulante
tímpano (vale, ya paro).
- Sex, real good sex, sir.
-
¿Eh?
Respondí en un alarde de reflejos. Me giré justo a tiempo de ver
a una chica joven y muy guapa desvanecerse entre la multitud (que deambulaba
como una manada de zombies en una escena post-apocalíptica).
Una muy buena publicidad sin producto en los lineales, fracaso
de campaña.
Pero la predisposición y la sugestión ahí se quedaron para
acompañarme en mi deambular (¡toma!).
Al rato, desde un portal otra voz femenina, susurrante y sexy
volvió a llamar mi atención:
-
Sex
show, sir. Sex show. Only 3 pounds. Sex show, sir.
Ni corto ni perezoso, ni largo ni hiperactivo, le di los tres
pounds a una atractiva negra en minifalda que me acompañó por unas escaleras
hasta un sótano.
Me encontré en un pub. Pero no en
un PUB de los que nos imaginamos en Londres. Un PUB de los que en los pueblos,
en los ochenta, se pronunciaban PAH, servían sieteupé con cocacola y lo
acompañaban de garbanzos tostados.
Reservados aterciopelados con sus correspondientes cercos de
quemaduras de cigarro, suelo enmoquetado, pelota de espejos colgando del techo,
música disco suave y luz tenue y envolvente.
Y vacío. Completamente.
La muchacha me hizo sentarme en uno de los reservados y me
preguntó que qué quería tomar.
- Nada, gracias.
-
No, ya. Pero es que tienes que tomar algo.
-
Pseeeeee… no sé. Una coca-cola.
Desapareció tras una barra y al cabo de escasos minutos volvió
con un vaso de refresco, con sus cubitos, su pajita y su rodajita de limón.
Yo empecé a sorber de la pajita mientras miraba a los lados. No
sabía si el show lo iba a hacer la propia señorita que atendía en la entrada y
así cerraba el círculo de los oficios, si había otra señorita, si esperaban a
que hubiese más público o, por el contrario, si mis tres libras daban para un
show en exclusiva. Este extremo me ponía especialmente nervioso. Un show
erótico se debe de disfrutar desde el anonimato que te proporciona la multitud.
De lo contrario es violento.
En estas reflexiones estaba yo cuando la negra puso su mano
frente a mis ojos y dijo.
- 40 pounds for the drink, please.
- Eh?
-
40
pounds.
GUAAAAT?
Yo no tenía 40 libras. Ni en mi vida me había tomado una
coca-cola tan cara. Empecé a sentirme mareado, seguro de que habían puesto
alguna droga que hacía que el precio se disparase. Negué con la cabeza y con el
dedo índice de la mano derecha mientras decía nononono, I jaf nou mani!!!
La chica puso los ojos en blanco (temí algún tipo de conjuro,
pero no), se dio la vuelta y mientras me decía “guait jiar” desapareció en la
oscuridad para ser sustituida, casi inmediatamente, por una silueta masculina
que apareció de la nada.
Era el malo de cualquier serie ochentera. El chungo cachas con
coleta y camiseta sin mangas, perilla recortada y arete en la oreja que reparte
estopa en los Vigilantes de la Playa.
Me pidió de nuevo, amablemente, los 40 pounds.
Yo le enseñe la coca-cola: Its onli a cocacola, hostia, tío. Jau
llu guan mi to pay forti pauns for una cocacola de mierda, una faking cocacola!
Se enfadó por mi vocabulario. Me dijo, muy serio, que no dijese
palabrotas. Lo juro. El malo del Equipo A no aceptaba palabras soeces en su
establecimiento.
Me pidió que le enseñase la cartera, donde llevaba escondidas 10
libras de las que el de la coleta se apoderó. Me hizo vaciar mi mochila sobre
la mesa, donde ni él ni yo encontramos nada de valor.
Me preguntó que dónde vivía. Como no podía decir palabrotas, no
supe inventarme ninguna y le di mi dirección auténtica. Entera, con el número
de la calle, el rellano y la puerta.
- Ok. You have 1 hour to go home and come
back with the 30 pounds you still owe me.
-
And
my show?
La concentración de odio en su mirada me disuadió de insistir
por el sex show guan mor taim.
Como no podía decir tacos, el único desahogo que encontré a mi
alcance fue despreciar su coca-cola. Me la dejé allí, a medio beber sobre la
mesa, en señal de desaire. Con toda la intención de ofender, ya me entendéis.
La luz del día me devolvió el aplomo suficiente para buscar a un
boby e intentar explicarle la historia. Por supuesto, no me entendía. Pero me
acompañó hasta una comisaría donde había un agente que hablaba un castellano
aprendido en la misma escuela en la que atendía Johan Cruyff. Suficiente para
entendernos.
Me dijo que era un fraude muy frecuente (uff) entre los
turistas, que no podían hacer nada porque el precio del refresco estaba
anunciado en la carta (que yo no había pedido) y que no hacía falta que
volviese con los 30 pauns.
Por si acaso, estuve varios meses sin acercarme al Soho.
Más o menos, los que tardé en sincerarme con compañeros de apartamento
para descubrir que, ellos también, habían sido víctimas de la misma estafa.
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