Mi vida como agente de la propiedad



Mientras repartía piruletas y globos amarillos y negros a la entrada de la agencia inmobiliaria, invitando a los transeúntes con niños, mediante ese burdo chantaje emocional, a pasar al interior para asistir a la presentación de un libro, he decidido que no vuelvo a pisar ni esa, ni ninguna otra oficina de compra-venta de inmuebles. Ni como empleado, ni como cliente, ni como limpiador de los cristales.

Dentro del edificio les esperaba una sala de reuniones acondicionada con algunas sillas dispuestas alrededor de una mesa que permite a un amigo del dueño del negocio perorar sobre una novela que ha escrito en sus ratos libres. Como todo el mundo que escribe, en la práctica, aunque muchos no se atrevan a reconocerlo. Hace calor, el novelista habla despacio y dándose mucha importancia, los niños se impacientan, los adultos miran nerviosos hacia los lados, empezando a cerciorarse de que han caído en una encerrona.

Los agentes estamos en la puerta, bloqueándola e impidiendo la salida desordenada de los espectadores menos considerados, con la aviesa intención de capturar su atención, sus datos de contacto y puede que, incluso, si hay suerte, su voluntad de comprar o alquilar vivienda.

He devuelto la puta chaqueta cámel, de la que no me han reintegrado el total por los imprescindibles gastos de lavandería, y me he tenido que quedar con los tres polos negros con el logo de la empresa, que no aceptan de vuelta, pero a los que ya les encontraré utilidad el día que decida ahorcarme. Si los anudo entre ellos, procurando que los anagramas queden bien a la vista, me da para llegar a la biga de encima del mostrador en la ferretería. Puede que nunca llegue ese día pero, si sucediese, esos serían las herramientas y el escenario de mi elección.

Las primeras semanas todo eran esperanzas e ilusiones. Los compañeros explicaban sus hazañas. Animaba el dueño a seguir el ejemplo de los comerciales más intrépidos, a epatar su audacia y a ser agresivos tanto con la captación de inmuebles como con la estrategia de venta. Sin más emolumentos a la vista que los resultantes de la comisión merecida por el cierre de algún trato, y con el ejemplo de los triunfantes colegas, el inicial propósito de dedicarle horas sueltas para complementar el escaso sueldo de la ferretería fue quedando abandonado en sustitución de una realidad más tendente a la total ocupación de todo el tiempo, absolutamente todo el tiempo del día, estuviese donde estuviese, despierto o dormido, cagando o lavándome los dientes.

A ello también contribuía la dinámica de la empresa. A pesar de no retribuir por periodo trabajado, sino por resultados, se convocaban reuniones y sesiones de formación, de asistencia obligatoria. En horario único. Se organizaban batidas conjuntas por barrios, eventos para la promoción de la imagen de marca, ferias en las que los comerciales debíamos cubrir por turnos el horario completo y un sinfín de actividades libres de cargas para la empresa.

Todo estaba siempre justificado por el bien común. Cuanto mejor funcione la agencia, mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo beneficio económico.

Otro factor que incrementaba minuto a minuto el lapso invertido en intentar vender era la ansiedad. Que pasasen los meses sin conseguir cerrar nada, viendo como una por una, todas tus oportunidades se iban esfumando por motivos diversos, mientras veías construirse un castillo de prosperidad a tu alrededor, con constantes celebraciones donde corría el cava para festejar el recibo de opulentas comisiones repartidas entre compañeros a los que, a todas luces y desde el punto de vista más objetivo posible, les faltaba un hervor.

Pero no lo dejo por el tiempo, ni por la falta de éxito ni por la vergüenza de llevar cuatro meses sin haber cerrado ni un puto contrato de alquiler. Lo dejo porqué es un negocio sucio, rastrero, incapaz de atenerse al cumplimiento de los más básicos principios éticos.

En la ferretería es todo muy diferente. Si hoy viene un cliente y me dice:

            - Hola, quiero un tornillo de cabeza plana de ocho milímetros, con la hendidura en forma de estrella, de punta roma y de una longitud de 34 mm.
-          -  Muy bien, ahora no tengo, pero te lo puedo traer para esta tarde.
-          - Vale, ¿cuánto será?
-          - 12 céntimos.
-          -  Pues esta tarde vuelvo.
El tipo vuelve al cabo de unas horas, yo le doy el tornillo, que me paga sin rechistar ni regatear y se larga.

Sin embargo, la cosa sería muy diferente si mi tienda funcionase como una agencia inmobiliaria.

-        -  Hola, quiero un tornillo de cabeza plana de ocho milímetros, con la hendidura en forma de estrella, de punta roma y de una longitud de 34 mm.
-    - Por supuesto, pero para poder vendértelo necesito que firmes este contrato.
-         - Desde luego, déjame que me lo lea y vuelvo mañana.

En el mejor de los casos, el señor volverá al cabo de una semana con el documento firmado.

-         -  ¿Qué precio tiene el tornillo?
-        -   Son 12 céntimos negociables.
-        -  Uff… ¡12 céntimos! ¿Y no se puede apretar al fabricante?
-   - Algo se puede hacer. Yo creo que, tal como tiene la fábrica y estando a final de trimestre, se le puede hacer una oferta por 10 céntimos y esperar a ver qué dice.
-         -  Hombre, 10 céntimos ya es otra cosa.
-    - Si quieres que le hagamos la oferta, tendrás que firmar un nuevo contrato en el que te comprometes a que, si la acepta, te lo quedarás. Además, me tienes que pagar 1 céntimo a modo de paga y señal.
-         -  Entonces, le hacemos la oferta por 8, ¿no?
-        -   Como veas, pero si la oferta es muy baja, corremos el riesgo de que se sienta ofendido.
-      -  Ocho céntimos es un precio muy digno, si lo puede vender por diez, ¿cómo no va a poder llegar a ocho?
-         -  Vale, no te lo aconsejo, pero si quieres…
-         -  Lo hablo con mi familia y me lo pienso.
-     -  Como quieras, pero no lo dilates mucho, porque es un tornillo muy goloso y tengo a varios clientes detrás de él. En cualquier momento se lo lleva alguien.
-        -   Vale, pues lo tengo en cuenta.

Es posible que no vuelva a verlo, pero cabe la posibilidad de que un buen día, pasadas unas vacaciones de Semana Santa, se persone de nuevo en la oficina. Perdón, en la ferretería. Los astros se alinean de una manera que permiten que se haga la oferta al fabricante, éste no la acepta pero contra-ataca con un precio final, inamovible, de diez céntimos, que a su vez el señor acepta y quedamos:

-         - Vale, pues mañana tienes aquí el tornillo. Quedamos a las diez de la mañana para firmar el contrato de compra-venta en la notaría de delante.
-             - Perfecto, mañana nos vemos, entonces.

Esa tarde, lo comentas con tus compañeros de ferretería, que te miran con una mezcla de escepticismo, asco y envidia, mientras te felicitan con golpecitos en la espalda y comentarios sarcásticamente hirientes como “hombre, por fin”.

Uno de ellos se pone en contacto con su cuñado, que trabaja de dependiente en el Leroy Merlín, y le cuenta la operación, a la vez que le propone un trato. Irán a medias.

El cuñado obtiene la dirección de correo electrónico y el teléfono de mi cliente de la base de datos de la ferretería, a la que todos los empleados tenemos acceso, por medio de mi colega, el que más golpes me ha sacudido en el lomo, dejándome la mano señalada del ímpetu y el énfasis aplicado.

-       - Hola, te llamo del departamento de tornillería de Leroy Merlín. Por lo visto estás interesado en un tornillo de cabeza plana de ocho milímetros, con la hendidura en forma de estrella, de punta roma y de una longitud de 34 mm.
-         - ¿Y tú cómo sabes eso?
-    - Esto es Leroy Merlín. Lo sabemos todo sobre tornillería. También sabemos que, si no lo impedimos a tiempo, vas a pagar la exorbitante cantidad de 10 céntimos por él.
-         -  ¿Exorbitante? ¡Si he conseguido una rebaja de 2 céntimos!
-     - Verás: lo que tú no sabes es que el productor de ese tornillo lo vende por siete al comerciante. Así que estás pagando tres céntimos más de lo que en realidad vale. Yo estoy dispuesto a vendértelo por ocho céntimos. Como ya has pagado un céntimo de reserva, te sale por un total de nueve.
-        - Lo que haces me parece repugnante, ruin y vil. Pero un céntimo es un céntimo, ¡qué cojones!
-          -  Entonces, mañana tienes tu tornillo.
-          - ¿Y qué le digo al ferretero?
-      - ¿Qué vas a decirle? ¿A un tipo que ha intentado estafarte? Con no presentarte a la cita con el notario tienes más que suficiente. Ya se dará por aludido.
-          - Pero me va a llamar.
-          - Te aconsejo que bloquees su número.


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