Por una vez que maté un gato me llamaron matagatos.
De niño pasaba mis veranos en el pueblo. Como tantos. Más
concretamente, dividía mis días de vacaciones entre un pueblo donde habitaban
mis abuelos paternos junto al resto de paisanos y el cortijo de mis abuelos
maternos, separado por escasos tres quilómetros del anterior.
Un cortijo no es una casa en el campo, así a secas.
No quisiera resultar extravagante. El cortijo al que yo me
refiero está profundamente alejado, como concepto, de lo que un lector que no
haya viajado a Andalucía puede asociar a la palabra. No se trata de un complejo
conjunto de viviendas rodeando un precioso patio al que se le adosan cuadras
para caballos y se ubica en el interior de un latifundio, que viene a ser la
descripción a la que estamos acostumbrados.
Es una casa aislada del mundo, unida al trasiego humano sólo por
un humilde y poco transitado camino de tierra. Rodeada de monte, de campos de
almendros, de olivos y de rastrojos. Donde los días de verano vomitan fuego por
la mañana y sólo al atardecer permiten que un adulto se vea capacitado para
buscar una sombra y ver como acaban esos días, desde el otro lado de los
gruesos y encalados muros.
Los seres vivos que no han alcanzado la pubertad no obedecen a
las leyes térmicas y osan desafiar los estivales días en cualquiera de sus
fases. Así que los exteriores eran nuestros. De los niños en exclusiva.
Uno de esos días, andaba yo explorando algo que me había llamado
la atención. Las indagaciones me llevaron hasta el interior del corral, junto a
la puerta de una zahúrda que habitualmente estaba vacía o guardando grano.
Pero aquel verano mi abuelo había comprado un marrano. Un
cerdito chico al que engordar hasta el invierno para entonces acuchillarlo
cruelmente en una fiesta familiar infame para el bicho y triunfal para los que
nos comíamos su sangre, sus vísceras y su carne.
Puede que una ancestral conciencia me impulsara a liberarlo.
Puede que fuese simple torpeza. Yo me inclino más por lo último, ya que al
abrir la puerta de la porqueriza para ver de cerca al animal, éste aprovechó el
resquicio para salir zumbando.
Atravesó también la puerta exterior, que yo hábilmente había
dejado abierta, y corrió mientras yo, asustado como sólo un crío se puede
asustar, daba la voz de alarma.
A la luz cegadora, a la flama indecente y abrasadora, salieron
mi abuela, mi abuelo, dos tías mías y mi madre en busca del cochino.
Lo perseguimos durante casi media hora. El cerdo esquivaba,
driblaba y se escabullía con una agilidad más propia de Messi que de los
puercos.
Me acude ahora a la cabeza una reflexión: con qué oportuna
ventaja juego tratándose de un marrano. La historia podría versar sobre un
perro (can, chucho), sobre un gato (felino) o sobre un loro (pájaro). Todos
ellos con muchísimos menos sinónimos, con lo que odio yo repetirme.
Al cabo de un buen rato, el jadeante lechón tomó el camino de la
pocilga, él solito, entró en sus oscuros aposentos y allí se quedó, sudando
como un verraco, con la respiración agitada y los ojos y la boca muy abiertos.
El disgusto se cernió sobre el cortijo unas horas más tarde,
cuando mi abuelo entró a suministrar el pienso con el que el tocino debía de
tomar forma y se lo encontró muerto. MUERTO. Ni comía, ni bebía, ni respiraba
ni cantaba fados. Su alma había abandonado aquel cuerpecito tierno, sonrosado y
de suave vello.
Lo peor no fue no poder comérnoslo. Lo peor fue la sensación que
se apoderó de mí. La de ser un asesino despiadado, incapaz de enfrentar y
vencer a mi instinto. Ver la incomprensión en la mirada de mi abuelo. Sentir el
peso de la culpa.
Lo peor fue no poder comérnoslo. Sí. Eso fue.
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