Mi vida como PADRE



Traer al mundo a un infante proporciona muchas satisfacciones, a la par que sinsabores, miedos e inquietudes que duran toda la vida. Yo no he traído ninguno personalmente, pero he colaborado en lo que mi condición de mamífero macho adulto me ha permitido.

La colaboración no se reduce tan solo al coito y a respirar fuerte para dar apoyo y demostrar empatía durante el parto, sino que se compone de otros muchos factores, entre ellos la planificación de su educación.

Para mí, la parte más seductora y excitante de criar a mi hija es la que se refiere a su formación como persona. Es tomar un envase vacío y dejar que se vaya llenando de conocimientos y experiencias. El envase tiene una forma que se va moldeando con todo lo que la vida va aportando. Familia, entorno, escuela, amigos, medios de comunicación, libros… todo contribuye a la formación de la niña y observar cómo ese envase va cambiando de aspecto al mezclar los ingredientes constituye un espectáculo magnífico.

Cuando mi hija nació, yo había reflexionado mucho al respecto y una idea me rondaba la cabeza. Quería comprobar qué parte de su formación correspondía al entorno familiar y qué otra al resto de impactos que recibiría. Para ello, pensé en aplicar en mi hija un pequeño juego, un experimento sociológico completamente inocente e inocuo.

Expliqué en qué consistía a mi mujer y, animada como estaba por el exceso de hormonas, accedió gustosa a participar en el juego.

Entre los dos, escogimos una palabra de uso poco común: orfanato. Decidimos qué significado le atribuiríamos familiarmente: hambre. Y a partir del nacimiento de nuestra hija, siempre que estábamos en su presencia, sustituíamos una palabra por la otra.

Así, le preguntábamos: “¿tienes orfanato?”. O entre nosotros comentábamos: “tengo un orfanato que me comería un caballo por los pies”. O “me muero de orfanato”. Y tal.

Cuando la niña empezó a hablar, con una precocidad destacable, usaba el lenguaje con total normalidad, con las incorrecciones propias de una persona de su edad y las limitaciones en la pronunciación que se le suponen a alguien de un añito.

Curiosamente, entendía todas nuestras conversaciones y a la pregunta “tienes orfanato” contestaba siempre con una negativa. Después comía a desgana, a las horas que le tocaba y las cantidades indicadas. Pero nunca oímos de sus labios un “joder, qué orfanato más grande”.

Empezamos a preocuparnos. Quizá estábamos llevando el experimento demasiado lejos. Podía ser que nuestra hija padeciese de desnutrición por culpa de un asunto puramente léxico.

No teníamos con quién consultarlo. En los libros del Dr. Estivill y semejantes no decía nada de niños perturbados por dislexia conceptual.

No teníamos más remedio que abortar. Era arriesgado y con la salud de un menor no se juega. Decidimos revelarle el secreto:

-    Cariño: orfanato es hambre.

-    Ya.

-    ¿Tienes hambre?

-    No.

-    ¿Y orfanato?

-    ¿Qué es un orfanato? (léase con la aflautada voz de una niña pequeña)

A pesar de que ella se sintió engañada y decepcionada, nosotros nos quitamos un hospicio de encima. No sé qué hubiese pasado si nunca se lo hubiésemos confesado, pero me temo que el estudio de su caso nos habría acercado un poco más al conocimiento de la especie humana.

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