Mi vida como SNOWBOARDER


8 de la mañana de un martes de finales de diciembre. Granada.

Aún no ha asomado nadie la nariz a la calle, pero por la ventana se ve el frío. Amenazante, silbante y de color pardo. Es perfecto, queremos ir a esquiar a la sierra y parece que lo de las bajas temperaturas debería ser una ventaja.

A pesar de lo muy felices que nos las prometíamos, entramos en la página web de la estación para ver cuál es el estado de las pistas y los remontes y los teleparriba y todo lo que tiene que funcionar en una estación. La web confirma nuestra predicción: todo está perfecto.

Mi hermano, mi cuñada, mi mujer y yo nos subimos en el coche y en poco más de media hora estamos en la cola de las taquillas. Mientras ellas esperan turno para comprar los forfaits, mi hermano y yo nos acercamos a una tienda a alquilar equipo de SNOWBOARD.

Yo esquío en V, rápido cuando me despisto y la pendiente me lleva y más lento cuando choco contra algo o contra alguien. Mi hermano no, mi hermano ha ido a la escuela de esquiantes y “pilota”. Así que para no aburrirlo, teniendo que esperarme, yendo a recoger cachos de la equipación o de mi cuerpo desparramados por la nieve a propósito de algún accidente, decidimos igualar fuerzas y habilidades haciendo algo que ninguno de los dos ha hecho antes: surfear en la nieve.

Así, en 10 minutos salimos de la tienda convertidos en dos nuevos SNOWBOARDERS, con ganas de rappear y de ponernos gorras con la visera ladeada y cara de malote y juntar las rodillas, flexionar las piernas y señalar a la gente con los morros arrugados (con los morros arrugados nosotros, no la gente a la que señalamos).

Entonces ocurrió. La hecatombe, la frustración absoluta. En taquilla nos dicen que sólo hay 1 remonte abierto y 1 pista abierta. Miramos hacia el remonte y la cola es kilométrica.

-    Pero en la web pone…

-    Ni pero, ni pera.

(responde el taquillero haciendo de madre)

Con el viento y las temperaturas de esta noche, se han congelado los cables de la mayor parte de los remontes y no se dan las condiciones necesarias para garantizar la seguridad de los usuarios.

(el cabrón lo ha repetido por lo menos quinientas veces durante la última hora)

¿Qué hacemos? Nos preguntamos angustiados.

La respuesta acude sola, rápida, audaz y rodada. Pasamos de comprar el forfait. Nos vamos a la oficina de la estación a poner una queja formal por la información engañosa de la página web y después sólo tenemos que solicitar la devolución del material alquilado.

La primera parte es muy fácil. No comprar el forfait está chupado. Nos damos la vuelta delante de la taquilla y no pagamos. Ergo no nos dan el ticket. Misión cumplida.

La segunda parte del plan cuesta un poco más. Parece ser que no somos los únicos en advertir el error de comunicación y tenemos que pedir número para poder rellenar la “sugerencia”, que redactamos al unísono mi hermano y yo. Entregamos dos copias al cabo de casi una hora.

Satisfechos, abandonamos el departamento de atención al cliente y procedemos a completar la tercera parte.

Nos dirigimos al muchacho que nos ha atendido y empezamos a explicarle en qué consiste el problema:

-    Mira, que hemos alquilado sendos equipos para practicar el noble deporte del SNOWBOARD, pero posteriormente hemos sido objeto de lo que nosotros consideramos un fraude, que como tal hemos denunciado, y ahora gustaríamos de devolver estos equipos ante la imposibilidad de utilizarlos por causas que, desde luego, no son achacables a nuestra voluntad.

Sin mirarnos, el dependiente gritó:

-    Vanessa, vení!

Y Vanessa vino.

Vanessa era una chica de no más de 25 años. Pelo rojo y liso, ojos verdes almendrados, sonrisa deslumbrante y cuerpo de proporciones griegas dibujado bajo una camiseta compresora de color blanco y unos pantalones negros ajustados que le entallaban la silueta. La Reina de las Nieves. Una aparición. Un arma letal que en la tienda ocultaban a la vista de los clientes para producir el impacto necesario en situaciones como aquella.

Vanessa era consciente del efecto que producía en los demás. En todos los demás. Y lo aprovechaba para su beneficio:

-    ¿Qué pasa, chicos?

-    No, que no se puede esquiar porqué hay un remonte abierto. Es decir, que hay.

-    No, que no se puede esquiar, dice mi hermano, porque sólo hay uno. Uno de eso de las pistas.

-    Que las pistas nada, que inservibles, es lo que quiere decir mi hermano. Y que no.

-    Que vamos, que a ver si puede ser lo de que te devolvamos el dinero.

-    No, el dinero no, lo que dice aquí mi hermano es que nosotros devolvemos las tablas, claro.

Vanessa nos cogió del brazo sin perder la sonrisa. A cada uno de un brazo. Nos llevó hasta la puerta de la tienda. Salimos tras de ella que, señalando al cielo, dijo:

-    ¡Mirad qué día tan estupendo nos han regalado! ¡Salid ahí y disfrutad del sol y de la nieve y pasáoslo de puta madre!

En ese momento, mi hermano y yo nos sorprendimos mutuamente sonriendo entusiasmados ante la propuesta de Vanessa.

Arrastramos los pies y las tablas por la nieve hasta donde nos esperaban nuestras parejas para anunciarles la buena nueva:

-    Mirad qué día tan de puta madre para disfrutar del sol y de la nieve.

Sorprendentemente, su reacción fue de incredulidad y cabreo.

Pero no había marcha atrás. Nos pasamos el día entero subiendo a pie un tramo de pista de unos 400 metros para después bajarlo arrastrando el culo por la nieve, con los pies enganchados a una tabla infernal que resbalaba en todas direcciones, imposible de dominar.


Como Vanessa auspició, nos lo pasamos PIRATA.


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