Mi vida como TÉCNICO


El barrio de l’Eixample de Barcelona es un ejemplo de simetría y orden. Las calles están diseñadas de forma que se repite, manzana tras manzana, un dibujo en planta casi idéntico. Una manzana, otra manzana, otra… Coges una calle en línea recta y vas atravesando sus perpendiculares siempre tras la misma distancia.

Esto tiene una ventaja en la que pensó el señor Cerdà. El arquitecto imaginó la situación de un joven vendedor de publicidad en una página de clasificados de un diario de mucha tirada. Pongamos por ejemplo, se dijo a sí mismo Ildefons, que el diario es La Vanguardia y a este joven le dicen que se recorra todo el lado derecho de la ciudad, mirando a montaña, para intentar vender espacios en esa página.

“Pues voy a hacer un plan urbanístico de puta madre para que el muchacho lo tenga fácil.”

Y esa, queridos lectores, fue la premisa básica desde la que comenzó a fraguarse el diseño de la ciudad como ahora la conocemos.

Y funciona, oiga.

Lo pude comprobar durante tres meses. No me perdí ni una sola vez. Cada día, al acabar la jornada, apuntaba en un mapa por dónde iba y, al día siguiente, seguía exactamente desde ese punto. Ni una sola vez repetí visita en ningún sitio.

El éxito consistía en eso. Lo de vender era secundario. De hecho, si hubiese tenido que volver a visitar alguna de las empresas, para dar más detalles o firmar un contrato publicitario, me hubiesen desbaratado el itinerario un montón.

Sí, la conclusión es correcta. En tres meses no vendí nada.

Pero, ¡Eh! Eso no significó que no pusiese todo mi empeño en ello. Ni siquiera supuso que cobrase algo. Nada de nada. Sin embargo, aprendí mucho. MUCHO.

En la oficina de la Agencia podíamos hacer fotocopias gratis, consultar un ordenador por turnos y hacer llamadas telefónicas. Mayormente a la familia, porqué las visitas eran a puerta fría.

La agencia se llamaba EUROAGENCY o alguna mierda similar y estaba dirigida por un director de formación ecléctica y actitud inclasificable e indescriptible. Bueno, quizá se podría describir como “un patán sin escrúpulos”, dicho esto sin ningún tipo de acritud hacia aquel bastardo inmoral y sucio.

Además del resto de comerciales de nuevo cuño, alistados en las filas de la agencia para la promoción de una página que nunca vería la luz, pululaba por la oficina, en horario infantil (ni muy temprano ni hasta muy tarde) una señora con permanente rubia, vaporosas camisas floreadas y rodillas de gomaespuma que se empeñaba en imitar a la omaíta de los morancos a pesar de que aún faltaban años para que el personaje se hiciese popular.

Tenía esta señora varias peculiaridades que la definían, si no ya como persona, al menos como profesional de la publicidad.

Una de ellas era confiar ciegamente en las burbujitas del agua. Tenía un vaso de agua en su mesa y, si llegaba a media mañana y lo encontraba lleno de pequeñas burbujitas, gritaba agitada:

-    ¡Uuuh! ¡Malas vibraciones, hoy no voy a vender nada!

Y se iba.

Otra era decir, cada día, que cobraba un millón de pesetas al mes en comisiones. Y que por menos ella no salía de casa.

Tenía dos clientes, uno era una tienda para animales que se anunciaba en la 2 a la 1 de la mañana, en la desconexión territorial. El dueño de la tienda había venido alguna vez a la agencia y estaba locamente enamorado de las pantorrillas de la comercial. Para ahorrarnos llamarle la comercial de las camisas vaporosas, las piernas de corcho-pan, las mechas y los rulos, la llamaremos Carmen. No recuerdo su nombre auténtico, así que bien podría ser éste mismo.

Su otro cliente era una fábrica de mamparas situada en Montcada.

Un buen día se dirigió a mí desde encima de su papada. Respirando con dificultad, me pidió que le recordara mi nombre:

-    Chico, tú eraaaaaaas….

-    Raúl, Carmen. Me llamo Raúl

-    Sí, eso. Raúl. Oye, ¿te gustaría acompañarme a ver a mi cliente, el de las mamparas? Es que he pensado que te puede ir bien verme trabajando. Para que aprendas como se trata al cliente y eso. Además, así tienes un buen contacto, que nunca se sabe.

-    Claro, cuando quieras.

-    Pues ahora mismo. Le vamos a enseñar un vídeo comercial que le hemos hecho. Le va a encantar, ya verás.

Bajamos a la calle y llegamos hasta el parking donde guardaba el coche. Durante el camino hasta Montcada me estuvo recordando que ella cobraba un millón de pesetas cada mes en comisiones. “Limpio, ¿eh?”. Conducía un Mercedes.

El director de la fábrica de mamparas nos recibió en una especie de aula donde había una tele gorda y un reproductor de vídeo.

Carmen me presentó como “Roberto, el chico que nos va a ayudar con lo del video”.

Me entusiasmé. No sabía de dónde había sacado la información, pero sabía de mi interés por la realización y la creatividad. Y no sólo eso, además confiaba en mi criterio tanto como para dejar en mis manos a su mejor cliente.

Amo esas rodillas, Carmen, pensaba mientras sonreía al director y encajaba su mano con euforia.

A continuación, se sentaron en primera fila, en frente de la tele. Yo seguía de pie, delante de ellos, sin saber si debía sentarme también o querían algún tipo de presentación, una breve explicación de las intenciones del comercial (que no había visto) o una simple ponencia acerca de las ventajas de la imagen en movimiento.

Carmen despejó mis dudas inmediatamente.

-    Vamos, conecta los cables o lo que tengas que enchufar, que no tenemos todo el día.

-    ¿Cómo?

-    Joder, Ricardo, pon el aparato que veamos el anuncio.

-    Pero yo no sé…

-    Sí, hombre, sí. Si los jóvenes sabéis de esto. Tú míratelo que seguro que enseguida le ves el funcionamiento.

La humillación se pasó rápido, ayudado por el hecho de que en los diez minutos que tardé en saber dónde estaba la ranura para insertar la cinta, encontrar el botón del play y sintonizar el canal del vídeo en la tele me mantuve de espaldas a ellos.

Lo peor fue darme la vuelta tal cual, desprevenido y en cuclillas, para enfrentarme a las entrañas de Carmen, expuestas impúdicamente frente a mí bajo su falda.

Eso sí.

Eso significó el principio del fin de mi incipiente carrera como técnico.

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