No deja de
seguirme.
Llevo más de
dos horas andando, sin rumbo fijo y a buen ritmo bajo el sol del mediodía de
este verano mediterráneo. Me he parado más de cuatro veces, me he enfrentado
con ella y no consigo convencerle de que me deje tranquilo. No puedo creerle y
no confío en ella. Me dan miedo los desconocidos.
Estoy
cansado, me siento en una terraza bajo la sombra de un parasol. Se me acerca y,
con mucha amabilidad y dulzura, me pide que comparta con ella la mesa. No puedo
negarme, estoy cansado e intrigado.
Pedimos un
refresco, me mira inquisitiva, me llama por mi nombre y me habla del sitio en
el que estamos. Es atractiva. La frente amplia, los ojos oscuros enmarcados por
pestañas largas. Los labios voluptuosos y una nariz algo grande, con carácter,
pero que no rompe la armonía de un rostro que transmite serenidad.
Bajo sus
hombros morenos, de los que cuelga un ligero vestido de tirantes, se perfila un
escote en el que se acumulan pequeñas gotas de sudor que, lentamente, van
dibujando líneas brillantes que se pierden bajo la tela.
Descubre sus
aficiones y, cuanto más desvela, más me identifico con ella, más coincidencias hallo
entre sus quieros y mis puedos. La miro en silencio mientras desgrana con
intención y parsimonia los paseos por la playa, los pies descalzos sobre la
arena caliente, el viento en la cara. Habla de cine, de libros, de pintura y
todo son encuentros.
El interés
que va despertando me permite relajarme, casi contra mi voluntad, y comienzo a
asentir con la cabeza, primero, para emitir los primeros monosílabos después y
acabar conversando con naturalidad, liberado de gran parte de mis miedos.
Prescindo de
la desconfianza inicial y me dejo llevar por su atractivo. Empieza a caer la
tarde y le propongo poner en práctica el paseo por la playa, los pies descalzos
sobre la arena caliente y el viento en la cara.
Cuando
asiente, sonriendo, me parece advertir una temblorosa lágrima bañando sus
pestañas. Decido no dejarme vencer de nuevo por el temor, a pesar de que de
nuevo siento que un puño me atrapa las tripas, y cojo su mano para cruzar la
calle que nos separa del arenal.
Ella, sin
desasirse de mi mano, acerca su cuerpo al mío y me estrecha por la cintura,
mirando al frente, sonriendo. Aprecio orgullo en sus pasos, una satisfacción
que de nuevo me hace sospechar. Pero sus cálidas palabras, susurradas al oído,
acallan mi desasosiego. Tanto me tranquilizan, que busco sus labios para
unirlos a los míos.
A esa
distancia, con sus oscuros ojos clavados en los míos, me convenzo de lo que vi.
Llora. Y es un llanto que me conmueve pero no entiendo.
Apoyo su
cabeza en mi pecho para calmarla. Sin embargo, su lloro no es convulso, no
necesita consuelo. Se aferra a mi torso y se mantiene así, quieta, hasta que,
separándose tan poco que apenas veo sus labios moverse, me pide que la acompañe
a su hotel.
Ya no puedo
rehusarle nada. Ya no quiero negarle nada. Quiero estar con ella.
Ahora soy yo
quién le sigue muy de cerca, ella se gira para regalarme el brillo de su mirada
y asegurarse de que no me paro, no vacilo, no cambio de dirección.
En la
recepción de su hotel, el personal me saluda con familiaridad. Vuelvo a
sentirme desconcertado, tengo la seguridad de no haber estado antes en él.
Ya en el
ascensor, me ruborizo al pensar que ni siquiera le he preguntado su nombre.
Venzo mi timidez y lo hago. Pregunto.
Antes de
contestarme, coge el colgante que llevo en el cuello y lee: María.
Su nombre es
María y yo lo llevo al cuello. Empiezo a entender y soy yo ahora quien ve
abrirse las puertas del ascensor a través de una breve cortina de saladas
lágrimas…
No deja de
seguirme.
Llevo más de
dos horas andando, sin rumbo fijo y a buen ritmo bajo el sol del mediodía de
este verano mediterráneo. Me he parado más de cuatro veces, me he enfrentado
con ella y no consigo convencerle de que me deje tranquilo. No puedo creerle y
no confío en ella. Me dan miedo los desconocidos.
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