Mi vida como ESPECULADOR


Yo no quería ser menos. Todo el mundo se mudaba. Cambiaba el piso por el que había pagado una miseria pocos años atrás por una casa enorme, un piso más grande en el centro o un complejo de apartamentos en la costa. Era la fiebre del ladrillo la que me volvió ambicioso. Quise apoderarme, yo también, de mi porción del gran pastel. Me picó el bicho de la construcción, me insertaron el virus de la gula inmobiliaria, la bacteria del hormigón, el bacilo de los andamios… 

O lo que es lo mismo, mi pareja y yo decidimos que un piso de 60 m2 con dos habitaciones era poco para nosotros, casi nada para el espléndido futuro que nos esperaba. 

Encontramos una casa antigua, de más de 100 años y entrañables paredes de piedra de un metro de grosor, en el casco antiguo del pueblo, que ofrecía innumerables posibilidades. Posibilidades a porrillo, a cascoporro. Un sueño de los que en las revistas de interiorismo convertían en realidad, mezclando materiales nuevos, fríos y elegantes, con las cálidas partes más vetustas de la construcción original.

Hicimos rápido las cuentas. Nos pedían poco más de lo que podíamos reunir nosotros con la venta de nuestro ridículamente minúsculo piso, insostenible ya a aquellas alturas para nuestras aspiraciones. Nos podíamos hipotecar por un poquito más de lo que nos pedían para las pequeñas pero necesarias reformas y el cambio era, sencillamente, un regalo. 

¿Nos embarcamos? 

¡No, nos encasamos!

¡¡¡Jajaja!!! Reímos, felices en nuestra inocencia.

Al cabo de un año pudimos vender nuestro piso. In extremis (se agotaba el plazo que nos había dado el dueño de la casa para formalizar la compra) y regateando a la baja.

En fin, el margen para las reformas no iba a ser tanto como creíamos pero algo se nos ocurriría.

Algo se nos ocurrió: una movida muy guapa.

La casa tenía dos plantas. En la planta baja, un despacho desangelado, frío e incómodo y detrás una especie de corral, con el suelo de tierra, muy pintoresco. Un patio pequeño y sombrío al fondo.

La primera planta era la vivienda. Un tubo de unos cinco metros de ancho por 15 de largo, donde se distribuían varias habitaciones ciegas, una cocina y un salón con chimenea.

Lo vimos desde el primer momento. Lo que correspondía a esa casa era un espacio único. Una sala amplia, ambivalente, oblicua, ubicua, diagonal, transparente, fértil, sosegada, lúdica, lúbrica, DIÁFANA. UN LOFT.

UN LOFT, amigos.

Era tan fácil que llorábamos de alegría. ¿Qué cuesta un martillo grande? Nos preguntamos. UN MALLO, querrás decir, nos contestó el de la tienda. ¿Qué más dará el mes? Dame ese martillo grande, el que pesa como la cabeza de un redbull de esos, sí, los perros con la cabeza gorda, esos que son negros y muerden fuerte.

Presos de un delirio destructor, nos turnábamos el martillaco gritándonos ¡MÁS FUERTE!, en medio de una polvareda blanca y roja, de yeso y arcilla.

Nuestras carcajadas resonaban por encima de los golpes que, poco a poco, fueron convirtiendo nuestra recién estrenada casa en escombros. Sin embargo, en medio de la nube aún brillaban nuestras miradas y nuestros dientes. Además de por la locura transitoria, porqué teníamos la boca tan seca que era imposible cerrarla.

Cuando acabamos con los tabiques entendimos que el techo se sostenía sobre ellos. El peligro de ser aplastados por placas de yeso suspendidas en frágil equilibrio nos movió a deshacernos también de esa parte de la casa. 

Al caer el falso techo, descubrimos que el tejado tenía tantos años como la casa. Y que el estado de mantenimiento no era el idóneo. Había goteras, algunos agujeros y el espacio que quedó no retenía el calor de una forma que pudiese considerarse confortable.

Para Santiago Calatrava hubiese sido algo imprevisible. Pero nosotros habíamos tomado nuestras precauciones. Cuando comprobamos que la casa se había tornado inhabitable y teniendo en cuenta que debíamos afrontar el duro invierno, pedimos una furgoneta e hicimos una mudanza de urgencias a casa de mis suegros, donde amablemente nos fue cedida una habitación.

Pedimos varios presupuestos orientativos y, con el del medio en mente (ni muy barato por poco fiable, ni muy caro porqué qué coño se habrán creído), visitamos a una arquitecta que enseguida captó nuestras ideas, entusiasmándose tanto como nosotros con el proyecto y poniéndose manos a la obra de inmediato. 

Escasos 12 meses más tarde, teníamos unos planos, un proyecto de reforma y malas caras en casa de mi familia política. 

Con ese proyecto, pudimos por fin solicitar los presupuestos reales. Los que nos iban a permitir disfrutar de nuestra casa antigua pero nueva, con luz proveniente de luminosas claraboyas, en un ingenioso juego de espacios que permitía recibir los rayos del sol fuese cual fuese su posición o la estación del año. Con una ligera escalera de metal que enlazaría la planta primera con la recientemente diseñada segunda planta, que albergaría la zona de noche, con habitación de matrimonio, sala de lectura y un espacio para los chiquillos. No teníamos, pero nunca se sabe.

Con un garaje para tres coches (no iban a dejar nuestros futuros churumbeles sus futuros bólidos en la puta calle), fachada nueva, cocina integrada en el espacio del salón, un balcón y un pequeño jardín en la parte trasera.

¿TREINTAYCINCO MILLONES DE PESETAS?
El presupuesto más barato.

El muy más barato. El del medio ni mirarlo y al caro le lanzamos cuchillos. Qué coño se habrá creído.

Urgía vender la casa.

Urgía mucho, pero estaba destrozada. No había ni un tabique, ni un falso techo que disimulara el hecho de que el tejado estaba hecho una mierda. Después de un año, una fina capa de polvo volvía a cubrir el suelo a los diez minutos de pasar la fregona. 

Acongojados, agarrándonos las manos en gesto de desesperación, arañándonos los brazos de nervios, crujiendo los dedos, los ojos vidriosos, el rostro tenso, las venas del cuello hinchadas y rojas, nos preguntábamos el uno al otro:

- ¿Fue idea tuya, verdad?

A lo que el otro respondía mirando al techo. Bueno, a las carcomidas vigas de madera, de las cuales una estaba quemada, por cierto.

Al ritmo que subía el precio de la vivienda en aquel tiempo, el hecho de vender la casa un año y medio más tarde por el mismo precio que la habíamos comprado era un éxito y un fracaso a la vez.

Si teníamos en cuenta el estado en el que la habíamos comprado y en el que la entregábamos, ÉXITO sin precedentes.

Si teníamos en cuenta que con lo que nos daban no podíamos comprar ni la mitad de un piso como el que habíamos vendido para comprarla, fracasillo…

El balance era tan bueno, que nos animamos y compramos…

Nooooo. Y alquilamos un piso.

Pero eso es mi vida como INQUILINO, otra historia.




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