A la presentación de un detallado dosier en el que indicaba las
cualidades que me convertían en el candidato idóneo, sucedieron varios meses de
insistentes llamadas al alcalde, mensajes de WhattsApp, privados en el Facebook
e ir haciéndome el encontradizo en los numerosos acontecimientos del pueblo.
Todo muy natural. Como consecuencia lógica, por fin llegó la esperada llamada
de teléfono.
Un monitor de la agrupación escolta se iba a buscar trabajo a
Bonn y, casualmente, era el que tenía que hacer de Melchor. El rey rubio. ¡Mi
prefe! ¿O Melchor es el blanco? Es igual, el caso es que el traje y la peluca
eran del rubio.
¿Y quién era el sucesor directo en la línea dinástica? ¿El
elegido? ¿El príncipe del pueblo?
YO.
No, quizá no ha quedado suficientemente entusiasta:
YOYOYOYO!!!!!
Es posible que alguien se sorprenda por
esta vehemencia.
A esos, yo les acuso, desde la monárquica posición que ocupo, de
no tener espíritu navideño.
Tristemente, no saben (ni quieren saber) lo que es montar un
belén. Con su elegante caganer, sus pastorcillos, las ovejas del tamaño de un
caballo a la escala del ángel anunciador, patos con la cabeza mordida en un
arrugado río de papel de plata. Con un niño Jesús que se podría comer de un
solo bocado a la Virgen María. A la auténtica, no al muñequito que no da la
medida ni como supositorio para el bebé.
No saben lo que es decorar la casa con bolas, espumillón y demás
adornos cuya mayor propiedad es que brillan. No saben lo que es nadar
en purpurina durante un mes.
No saben lo que es tener un árbol de plástico en medio del
salón, tapando la tele y con la copa torcida apuntando siempre a mis ojos.
No tienen ni idea de lo que es poner la tele y ver un anuncio de
colonia en b/n seguido de uno de antitusivo seguido de uno de juguetes seguido
de uno de colonia en inglés inventado seguido de uno de un espray nasal
descongestionante seguido de uno de colonia con una rubia con el rímel corrido
seguido de uno de almax. Y así en un bucle sin fin.
Pobres infelices.
Ei! Que no quiero cebarme más con quienes no saben disfrutar de
la blanca Navidad.
Pero vamos.
Dos semanas antes de la cabalgata, todos los participantes nos
reunimos en un local de la administración local. Hacía frío, pero el espíritu
solidario y navideño todo lo puede, de forma que solo se fueron los que no
tenían barba de montañero, los niños y los que ya habían ido participando en
las de años anteriores, arguyendo que “ya me lo sé, lo mismo que todos los
años”.
Yo tenía barba, que me había dejado crecer los últimos dos meses
con la esperanza de resultar más creíble en el papel, era mi primera cabalgata
y contaba con kilos de ánimo envolviendo mi cuerpo en capas de doble
aislamiento térmico.
La primera indicación que me dieron fue que me afeitase. El
disfraz, que normalmente lo llevaba un señor de un volumen tres veces superior
al mío,venía con una barba postiza y una peluca de poliéster rubias. Diferente
del color de mi barba, que tira a castaño cano.
Me probé el traje por primera vez. Me sentí bien. Cómodo en mi papel
de magnánimo repartidor de ilusiones y caramelos. Sin embargo, la diferencia de
talla con mi antecesor trajo un problema de reducción de la movilidad. Me
colgaba el traje de una forma que las mangas, al hacer el gesto de tirar los
caramelos al estilo REYMAGO, de forma elegante, serena y amigable, se me hacían
un nudo con la tela que sobraba en la barriga y los caramelos caían a escasos
quince centímetros de mis pies.
Afortunadamente, aquello era sólo un ensayo y pude hacer las
pruebas suficientes para descubrir que, si tiraba los dulces por encima de mi
cabeza, más al estilo BASEBALL, describían una parábola perfecta y llegaban con
facilidad a distancias razonablemente alejadas. Además, el ademán del brazo
hacia dibujar graciosas formas a los suntuosos tejidos, brillantes y vaporosos.
No hubo más ensayos ni más indicaciones. El día 5 de Enero a las
tres del mediodía estaba en una masía vistiéndome de REY MAGO DE ORIENTE.
Poniéndome una peluca y una barba postiza sobre mi ya ralo mentón.
Maquillándome y, finalmente, dejando que un paje me coronase. Una hora más
tarde, era un monarca en cuerpo y alma. Me veía tan superior a la
plebe que me senté y empecé a dar órdenes a diestra y siniestra (hacia la
derecha y la izquierda para los lectores de futuras generaciones,
lamentablemente afectados por la ley Wert). De forma sencilla, con
espontaneidad. Resultando campechano.
Minutos más tarde empecé a lucir mi gancho de derecha, a lo
Kareem Abdul-Jabbar, acertando con facilidad en los paraguas abiertos de las señoras
en bata.
Antes de pasar dos manzanas, ya había venido el coordinador de
la cabalgata a darme ciertas indicaciones.
-
No tires tantos caramelos, que se nos va a acabar el saco y
tenemos que llegar hasta la plaza del ayuntamiento.
¿Acaso eres tú el rey? Pensé para mí. Tú no eres más que un
simple coordinador. Aquí el que sostiene la corona sobre su cabeza soy yo,
Melchor. O como se llame el rubio. Y tiro los caramelos que me salen de los
huevos. No literalmente, entendedme, distinguidos y puntillosos lectores.
Empecé a repartir puñados más pequeños porque yo quise. Porque
nosotros quisimos, en el plural mayestático en el que ya empezaba a pensar con
cierta displicencia.
Los niños se arremolinaban alrededor de la carroza, corriendo y
agachándose, tirándose algunos al suelo, para acumular dulces, presos de una
fiebre del oro (pero de azúcar) contagiosa.
Entre todos los niños, pude distinguir a uno que chillaba más
que los demás, se movía con más rapidez y aparecía ahora a un lado de la
carroza, ahora al otro. Era más alto que los otros, con el pelo cano, gafas de
pasta negras, jersey granate, pantalón de lana gris y mocasines negros. Tenía
unos setenta años y yo calculo que se apoderó de, por lo menos, la mitad de los
caramelos que repartí. Era imposible esquivarlo, tenía la experiencia y la
estrategia de muchas cabalgatas a sus encorvadas espaldas.
Llegamos a la plaza con pocos caramelos. Pero con caramelos, al
fin y al cabo. Circunstancia que no
olvidé señalar al coordinador.
Tras los discursos del alcalde y los otros reyes, llegó mi
turno.
Debo reconocer que al principio estuve un poco titubeante.
Saludé a los niños y padres, les deseé felicidad, paz y eso y poco a poco fui
serenándome, abstrayéndome de los cientos de pares de ojos llenos de ilusión
que me taladraban el cerebro para ir viniéndome arriba.
Estaba en el clímax de mi speech, advirtiendo a mis vasallos de
la crudeza de la crisis, tenemos que apretarnos el cinturón, la justicia es
igual para todos, debemos remar juntos en una única dirección, cuando noté que
me tiraban de la manga conminándome a finalizar.
Un poco molesto, grité un Força Barça y me di la vuelta para
dirigirme a mi trono, el de Melchor.
Cuando estaba a punto de sentarme en la adornada butaca dorada
con terciopelo rojo, noté que de nuevo alguien me tiraba de la manga.
-
Ya está bien con los tironcitos, ¿no? ¿Te tiro yo? ¿Eh?? ¿Te
tiro? ¿Te tiro yo?
El autor del tirón era un paje de unos catorce años que,
inclinando la cabeza en señal de respetuosa reverencia, me contestó:
-
Que tú eres Gaspar, gilipollas.
A partir de aquel momento llegó la parte más dura de la tarde:
atender a los niños. La mayoría de los que me tocaban a mí estaban muy gordos y
no podía mantenerlos mucho rato sobre las rodillas porqué se me dormía la pierna.
Además, no entendía lo que me decían con aquellas lenguas de trapo.
Me iba fijando y los otros reyes recogían las cartas de pequeñas
plumas ilustradas con una pronunciación perfecta y una conversación
interesante.
Por vez primera experimenté el racismo en mis propias carnes y
debo admitir que es muy duro. Los niños flacos no quieren a los rubios. Quieren
a los negros y a los blancos, pero no a los rubios.
En una
espiral de xenofobia, violencia y desafección, como rey rubio odié a los niños
flacos por discriminarme y a los gordos por dormirme la pierna.
No sé porque os cuento esto, cuando sé que es algo que no puede entender el
común de los mortales...
Comentarios
Publicar un comentario