Yo
tengo un hermano pequeño que vive en Corea del Sur.
Y no es
el título de una rumba.
Se fue
a allí hace unos meses, por segunda vez, atendiendo una oferta de trabajo del
afamado (en mi familia) restaurante LA PAELLA de Seúl.
Anteriormente
había pasado un año trabajando en el mismo negocio. Las condiciones que le
ofrecieron en aquella primera etapa fueron un año de contrato, con un sueldo
discreto pero con vivienda incluida.
Dicho y
hecho, pasó allí su año aprendiendo a contar hasta 10 en coreano y a decir
gracias y algún que otro taco. Como chef occidental y midiendo casi 1’90, era
algo más que un empleado. Era una atracción dentro de la cocina abierta al
público. Pero como no es tímido las fotos con los SAMSUNG de última generación
de los clientes tampoco fueron un problema.
No voy
a insistir mucho en el hecho de que se trata de 1 año entero en el otro lado
del mundo, lejos de la familia y los amigos en una ciudad en la que,
aproximadamente, trabajan y viven de forma permanente unos 200 españoles. No voy
a insistir porque se fue porque quiso. Obviaremos aquí la situación laboral de
este país (España), las dificultades para abrirse camino y encontrar un trabajo
digno. Pero es así: un
año entero rodeado de gente con la que culturalmente tienes poco que ver.
El caso
es que ahorró lo suficiente para volver a España y pasar unos meses buscando
trabajo. Tras los cuales, y a la vista de que la situación no había mejorado y
el trabajo no era un bien común ni un derecho ni nada que se le pareciese,
decidió irse a Perú. ¿Porque a Perú? Esa es una pregunta que puedes hacer a un
hermano pequeño pero de la que no tienes porqué obtener respuesta.
Sin
dramas, sin un rasgarse las vestiduras, sin muchos aspavientos y asumiendo que
es una persona joven, sin cargas familiares, con curiosidad por conocer mundo y
la fea costumbre de comer a diario, quiso probar en otro continente (tras haber
trabajado en varios países de Europa y en Asia).
Pero el
destino se cruzó por medio y, al cabo de un par de semanas en Perú, su antiguo
jefe en Seúl se puso en contacto con él para ofrecerle un nuevo contrato de 6
meses, en las mismas condiciones que la anterior etapa.
El
paréntesis de medio año pareció una buena opción en aquel momento. Podía dejar
para más adelante su aventura americana, con algo más de dinero ahorrado. Y se
fue a Seúl. Lo de debajo de Pyong-Yang.
A
partir del segundo mes, a su jefe le pareció conveniente que no cobrase. Al fin
y al cabo, le estaba dando alojamiento y podía comer en el local. ¿Para qué
quería el dinero?
Sí, a
mi hermano también le extrañó. Tanto, que habló con el jefe.
-
Me tienes que pagar, que estoy trabajando.
-
Noo, yaaaa. Sí. Si yo te quiero pagar, pero es que no tengo dinero.
-
Pues cierra el restaurant, si no te da dinero.
-
Noooooo, no hombre nooooo. Si ya. Ya verás como sí. Ya mismo te estoy
pagando, tú no seas impaciente ni vayas a coger una enritación ahora por una
cosa así (es que como no hablo coreano me lo imagino como si fuese del pueblo más
remoto que yo conozco).
Tras
varios meses trabajando por un plato de comida y un techo bajo el que
cobijarse, en pleno siglo XXI, mi hermano se quedó sin argumentos que exponer a
su jefe y quiso dejarse asesorar por la EMBAJADA ESPAÑOLA DE SEUL.
Llamó por
teléfono y cuando llevaba unas pocas palabras pronunciadas, una voz chistó
desde el otro lado:
-
Shiiiiiiiisssst!!! Alto, por aquí no. Este es un tema que debe ser
tratado en persona. No es un trámite que se pueda realizar por teléfono.
Así que
colgó y se dirigió a la embajada. No ese mismo día, sino el siguiente que
libraba del trabajo, que era el único en el que podía hacerlo en toda la puta
semana.
Pasó por
debajo de un arco detector de metales y la mochila por un scanner para, tras
esperar 45 minutos, hablar ¡con una secretaria en persona! Una auténtica
funcionaria de lo ajeno.
Tras
escuchar la historia, breve pero intensa, del impago y los engaños de los que
estaba siendo objeto por parte del empresario local, la secretaria miró
fijamente a los ojos de mi hermano, hizo el ademán de tomarle la mano por
encima de la mesa de despacho, sin acabar de atreverse, se rascó la nariz, miró
una mancha en el techo, hizo punta a un lápiz, tecleó algo rápido en el móvil
sonriendo y acabó asesorándole:
-
Yo de ti me buscaría un abogado.
-
Menos mal, no se me hubiese ocurrido en la vida. Me voy de aquí
completa y totalmente aliviado, por fin entiendo en que se ha gastado mi
gobierno los impuestos que tanto yo como mis familiares llevamos toda la vida
pagando.
-
De nada.
Ya en
el quicio de la puerta, mi hermano se atrevió a solicitar un último favor,
animado como estaba por la positiva respuesta anterior.
-
Oye, y ¿un traductor, para poder yo saber de qué habla el abogado, me
podríais conseguir?
-
¿Eh?
-
Un traductor. De coreano a español y viceversa.
-
¡Ah! No, ni hablar. Perdona, no es que no te entendiera, es que me la
suda un montón.
200
españoles en Seúl, la carga de trabajo de la embajada en ese país debe de ser
ingente, inabarcable, insondable. Probablemente, todos y cada uno de esos
españoles acude a diario a la embajada para solucionar problemas de calado
internacional. Temas de terrorismo, negocios petroleros, grandes contratos con
firmas de alta tecnología. Un sinvivir.
Por
culpa de la tele, tenemos en la cabeza la imagen del embajador español como un
animal de granja al que se le engorda con pienso de la marca Ferrero-Rocher.
Alguien que se dedica a dar y recibir. Recepciones de lujo, digo. Cenas,
reuniones con empresarios...
Los funcionarios
que le rodean, según esta imagen, podrían ser indolentes burócratas que, aunque
estén en un país nórdico, sudan y se abanican continuamente, con un puro en los
labios, finas camisas de lino y sombrero de ala ancha.
Según
la experiencia de mi hermano en Corea del Sur, nada más lejos de la realidad.
Son auténticos profesionales que se ganan un merecido sueldo sirviendo a su
país en recónditos y, a menudo, peligrosos parajes.
Se me
podrá tachar de muchas cosas, pero no de americanófilo. Aún y así, me cuesta
imaginar una situación similar de un ciudadano estadounidense. Me da a mí en la
nariz que, en esas circunstancias, el aparato diplomático de su país tomaría
las riendas y se haría valer para salvaguardar los derechos del extranjero.
Se me
podrá tachar de muchas cosas, pero no de francófilo. Aún y así, me cuesta creer
que, si un súbdito francés se encontrase en un caso similar, el mismo Sarkozy
no fuese a dialogar con el jefe de mi hermano (que en este supuesto sería mi germain). Tan sólo podría impedírselo el
miedo a dejar sola a la Bruni, con Hollande cerca para zumbársela.
Tampoco se me puede tachar de italófilo, germanófilo o anglófilo, y tengo la certeza de que ningún cuerpo diplomático de un país occidental deje a sus ciudadanos en la situación de indefensión en la que está mi hermano.
¿Qué? Ya no se me puede tachar de casi nada, ¿eh? Os he dejado sin opciones…
Mi
hermano no es francés ni americano. Está trabajando sin cobrar y, a efectos
prácticos, no es de ningún país. Por lo menos, civilizado. A efectos prácticos
es el esclavo de un empresario coreano, sin patria ni derechos.
Por
cierto, una cosita. Que la dirección de correo electrónico de la embajada de
Seúl, por si necesitáis algo, es esta:
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