HART’S THE GROCER era, con toda probabilidad, el ultramarinos
más cool, caro y posh de Londres.
Para los clientes, en su mayoría turistas de cualquier parte del
mundo, la breve visita era una fiesta, una bacanal para sus juveniles sentidos.
La música de los Gipsy Kings a todo trapo en honor a cualquier grupo de
visitantes de un país que pareciese latino daba como resultado escenas tan
notorias como una conga de polacas a ritmo del olmailovin (la del
nainonainonaaaa). Fruta de los invernaderos de El Ejido que aquí ni olemos
lucía en sus estanterías con una lozanía insultante. Las pastas más apetitosas,
los licores más exóticos, la mayor variedad de tabacos.
Y un deli counter.
Un deli counter es, ¿cómo describirlo? Es… Mejor os cuento y os
hacéis una descripción al gusto.
Tras un mostrador que mi compañera y yo manteníamos siempre
impoluto, había una cocina no menos limpia en la que nos escalfaban la
espalda diversos hornos. Uno de pan, uno de patatas y un par de pollos.
¡Ah! Contábamos también con la inestimable presencia de un
calentador de pizzas giratorio y un palo de metal candente con el que perforábamos
el panecillo de los hot-dogs.
La estrella de la cocina, modestia aparte, era el pollo asado.
Pero quien realmente daba trabajo y hacía que el negocio funcionase era la
jacked potato.
Al lado mismo del impoluto mostrador, que en las sucesivas menciones
y en atención a la salvaguarda de la integridad de mis dedos llamaremos
simplemente “mostrador”, se hallaba una mesa de metal con un montón de huecos
perfectamente alineados y unas resistencias en la base que mantenían templado
el interior de los contenedores. Ese contenido eran los fillings. Los rellenos
de las patatas. El QUÉ. El CÓMO.
Me vienen arcadas al recordar algunos de esos rellenos que los
guiris no solo eran capaces de comerse, sino incluso de mezclar entre sí.
Así, más de una vez hube de recoger mis ojos del impo… del
mostrador y volver a colocarlos en sus cuencas después de oír a un cliente
pedir una patata con chiliconcanni (en chiquitistaní en el original) y
baked beans con tomate, a la que por supuesto añadían mantequilla y queso cheddar.
Por separado daba asquito, pero junto era algo demencial. Un
motivo para llamar a Scotland Yard y hacer perseguir al sospechoso hasta las
vías del tren, donde indefectiblemente tenía previsto esconder un artefacto con
el que hacer volar la ciudad por los aires. En un deli counter era muy fácil
reconocer a los secuaces del Dr. Moriarty.
Mis compañías en la cocina fueron variando con el tiempo y los
cambios de turno. Compartí puesto de trabajo con una sudafricana, con una
leonesa, con una asturiana, con un sudafricano, con una navarra, con un
paquistaní, con un srilankés, con otro srilankés, con un gallego, con un indio.
En efecto, me aguantaban poco.
Lo que al principio de trabajar allí era un pequeño respiro,
atender a clientes españoles, en tu idioma, que te hablaban de lo que pasaba en
el continente, acabó siendo un fastidio. Por lo frecuente.
Llegó el momento en el que, no solo a mí, sino al resto de
compañeros de cualquier sitio del país que llevasen el tiempo suficiente en la
ciudad, se les hacía bola atender al turista español que vacilaba de defenderse
en Londres sin tener ni pajolera idea de inglés. Y no eran pocos.
Eran muchos, para ser más precisos.
Así, llegó el momento en el que un señor que ya hacía unos años
que se afeitaba se acercó al mostrador y le dijo a mi compañero, natural de
Pakistán:
-
QUI-E-RO-MEDIO-POOOOOO-LLOOOO.
Mientras hacía el gesto de cortar algo por la mitad con las 2
manos.
Mi compañero, que sospechó de su procedencia, me miró
inquisitivamente. A su mirada yo respondí encogiendo los hombros y poniendo los
ojos en blanco, para que entendiese que aquel idioma debía ser calabrés o
kosovar.
El cliente, a su vez, me miró a mí como si el kosovar fuese yo y
de inmediato prosiguió su intento de conseguir comida. Para hacerse entender
mejor, usó el método “SPANIARD”, consistente en gritar más fuerte y hablar más
despacio.
Sorprendentemente, salió de la tienda con su medio pollo en un
estuchito de porexpan amarillo, gracias al interés del Sr. Patel que le hizo
señalar lo que quería (cogiendo su mano, doblando todos los dedos de ella salvo
el índice y moviéndolo de forma que el cliente comprendió lo que le pedía).
Tras varios meses detrás del mostrador, la curiosidad venció al
asco y acabé probando las patatas asadas con judías en salsa de tomate, chile
con carne, mantequilla, queso cheddar, sal y pimienta.
Y me gustó, pero a la vez me sentí un abyecto proyecto de
terrorista sin ideales. Un sicario barato.
Tuve la oportunidad de redimirme un buen día. En la tienda entró
un homeless de cerca de dos metros en estado de embriaguez. Me pidió con
británica amabilidad una patata asada que yo le serví con la profesionalidad
que se esperaba de un veterano.
Al pasar por delante de la caja hizo un gesto amable para
saludar a la cajera y se dispuso a salir del local, olvidando inocentemente
pagar la libra con veinte que valía el manjar.
El descuido no pasó desapercibido al encargado de la tienda que,
en un rápido movimiento, interceptó al gigante y, acompañado de la
intimidatoria presencia de Rash, un srilankés de medidas similares al vil
delincuente y mirada amenazante, condujeron al borracho hasta la trastienda.
Yo cometí el estúpido error de asomarme por la puerta interior
de la cocina para presenciar el resto de la escena.
Digamos que no hacía gracia.
Después de chillar, tirar la patata asada al suelo y empujar varias veces al
vagabundo, que no reaccionó de ninguna manera, el encargado cogió un tarro de
zumo de tomate y se lo rompió en la cabeza. Así. Tal cual.
Después le puso un papel de cocina en la herida abierta y le
hizo abandonar la tienda por la puerta trasera, que daba a un callejón.
Ese no fue el día en el que me redimí (ni sifasol).
Ese día fue el que lloré de rabia y de pena. Pero a solas para
que no me viese Rash.
La redención llegó de la mano del homeless, eso sí. El tipo
debió de olvidar el episodio gracias a la cidar o la beer o el wine y repitió
modus operandi, al cabo de unos días, paso por paso. Volvió a pedir la patata,
intentó salir sin pagar, el encargado lo interceptó, Rash lo miró malamente y
entonces ocurrió algo diferente. El bote de zumo de tomate no debía de estar a
mano y al encargado, unos 40 cm. más pequeño que el borracho, se le ocurrió que
podía golpearle con la cabeza. Al proyectar su frente contra la cabeza del
gigante, se dio con los dientes y, esta vez, la brecha de manar sangre se
abrió en su testa.
Dónde coño está la redención, os preguntaréis.
No seáis impacientes, hostia, que yo estaba flipando igual que
vosotros.
Cuando fui capaz de reaccionar, recordé que debajo del tablero
del mostrador había un botón de alarma que me habían pedido no pulsar nunca, a
no se que estuviese siendo objeto de un atraco salvaje y peligroso, porqué
avisaba inmediatamente a la policía de que algo pasaba y activaría algo así
como un protocolo de emergencia en el que intervendría un cuerpo de élite y las
fuerzas de asalto.
Y como según la actuación del manager, estábamos siendo objeto
de un robo de dimensiones cósmicas, pulsé.
Inmediatamente no pasó nada.
De hecho, hasta al cabo de unas dos horas, no vino nadie. Pero
cuando llegó la pareja de bobies y preguntó por el encargado y el encargado me
miró a mí preguntándome con los ojos si había pulsado el botón y yo sonreí
mirándole la herida de la frente, me sentí en paz conmigo mismo.
Pocos días más tarde, otro encargado se presentó en la
staff-room para anunciarme, con la compañía de mi amigo Rash, que estaba
despedido. La excusa fue otra, pero el motivo quedó claro y yo me fui contento.
Con una mano delante y otra detrás, pero orgulloso de quedarme la
pajarita que estábamos obligados a devolver. Siempre me recordarán como el
rebelde que no devolvió la pajarita.
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