Reunión de final de curso, con el
C.O.U. completamente finiquitado, la selectividad aprobada y los compañeros
despedidos hasta futuras citas.
El instituto nos regaló a todos, a
modo de conmemoración, una moneda de barro con la fecha, el curso y no sé
cuantas más cosas grabadas. Si no lo sé no es porque la haya perdido, sino
porque no llegó viva a casa.
Con la edad justa para que el carnet
de conducir estuviese al alcance de la mano pero no tanto, junto con uno de mis
compañeros, que también era vecino, fui a una plaza a esperar a su madre, que
nos recogería en coche a una hora aproximada y sin embargo exacta.
Mientras la esperábamos, se acercaron
otros tres jóvenes de edades parecidas a las nuestras y medidas similares.
Salvo por uno de ellos, que en una piscina desplazaría más o menos el doble de
volumen de agua que mi compañero y yo juntos.
Los tres debían de venir de practicar
deporte, ya que vestían chándales de táctel de época.
En primera instancia no se aproximaron
a una distancia amenazadora. Se quedaron a unos metros y abordaron a otro
muchacho que debía esperar algo en aquella plaza.
Definitivamente, se trataba de la
plaza de esperar.
Oímos como uno de ellos, el que más
pendientes lucía y se le aguantaba más tieso el flequillo, pidió amablemente:
-
Dame
dinero para el tren.
El esperante se levantó de un salto y
murmuró que tenía que irse mientras ponía en práctica, de inmediato, la frase
que se le acababa de ocurrir.
Para evitar lo que hoy en día
llamaríamos una movida y que entonces eran simplemente problemas, nos
desplazamos unos metros del lugar de los hechos. Mucho no, porqué la madre de
mi compañero nos buscaría allí, no en otro pueblo (recordemos que existió un
tiempo en el que no sabíamos lo que era un teléfono móvil. Ese tiempo, por
ejemplo).
Los hechos tardaron poco en seguir
nuestros pasos y el tipo del chándal brillante se dirigió a mi compañero para
musitarle con dulzura:
-
Dame dinero para el tren.
-
No, uy, no. Es
que soy estudiante. No tengo. De verdad. Mira, no tengo. Pero nada, ¿eh?
Por aquel entonces, yo tenía vocación
de Pérez Reverte en el plano menos intelectual y me sentía capacitado para
cruzarle la cara a cualquiera. Las ganas de escribir me llegaron más tarde. En
aquel preciso instante, de escribir tenía pocas ganas (afortunadamente, porque
tampoco tuve oportunidad de hacerlo).
Yo era (y soy) un defensor a ultranza
de la resistencia pacífica, a ser posible alejada de cualquier atisbo de
violencia. Es más, si algo defiendo realmente, es la no violencia, aunque ello
suponga no oponer resistencia.
Para entender mi posterior reacción,
que yo llevaba ya unos minutos rumiando, hay que poner al lector en
antecedentes.
Durante años, había sido instruido en
técnicas de defensa personal por monjes tibetanos. Había llegado a tal grado de
preparación que podía levitar, esquivar flechas con los ojos vendados (las
flechas las esquivaba meneando el cuerpo, no con los ojos en sí), reconocer un
cervatillo por su olor a más de dos quilómetros de distancia y matar con un
simple movimiento del pulgar a un ser humano. Del pulgar de ese ser humano, ni
siquiera tenía que mover el mío.
O lo que es lo mismo: iba al gimnasio.
Que si enlazas tres días seguidos, convalida primero de ninja y algunos
créditos del CCC de samurái.
Unas semanas antes del momento que nos
ocupa, unos alegres jóvenes me interceptaron camino del gimnasio y me pidieron
dinero. Mientras formulaban su deseo, se palpaban el bolsillo del chándal (sí,
en eso también coincidían), como buscando suelto para darme cambio.
Pequé de desconfiado y creí que sus
movimientos sugerían que estaban en posesión de algún tipo de arma blanca, así
que salí por peteneras y contesté:
-
No, uy, no. Es
que soy estudiante. No tengo. De verdad. Mira, no tengo. Pero nada, ¿eh?
Tanto insistieron, que no pude seguir
negándome: saqué del bolsillo las monedas que tenía e hice entrega solemne.
Al llegar a casa conté el incidente
como la divertida anécdota que era y mi padre (MI PADRE, sangre de mi sangre)
me miró muy serio, entre triste y enfadado, y me contestó:
-
Hijo
mío, ¿para esto llevo yo pagándote el taekwondo ocho años?
Esa, precisamente, era la frase que
resonaba en mi cabeza cuando la avanzadilla del trío táctel se acercó de nuevo
y repitió la misma frase que a mi compañero:
-
Dame
dinero para el tren.
Con la voz de mi padre ocupando tres
cuartas partes de mi cráneo, mi respuesta fue escueta, simple y directa:
-
No.
A pesar de ser consciente de la
provocación que mi respuesta suponía, no había previsto las consecuencias en
absoluto. Pero nada, ni un poquito.
De modo que, cuando empezaron a llover
guantazos, me tomé mi tiempo para depositar el sobre con la foto y la medalla
de barro de recuerdo sobre el capó del coche en el que estaba apoyado.
Desde fuera debió de resultar curioso.
Yo me daba la vuelta para ordenar mis cosas mientras un señor jovencito en
chándal no paraba de pegarme. Si lo vio alguien ajeno a la escena, debió de
pensar que eran dos planos diferentes unidos en un croma.
El caso es que, mientras empezaba el
ejercicio de devolver uno de cada siete golpes que recibía, pude ver como se
acercaban los otros dos. Primero el de mi tamaño, que se unió a los esfuerzos
golpeadores con bastante maña. El más grande se demoró un poco porque se
entretuvo un instante con mi compañero, al que le pidió que no interviniera,
que entre los tres ya podían conmigo.
Noté que el grandote llegaba cuando intentaba
levantarme del suelo (al cual no recuerdo cómo llegué) y mi ojo, con el ímpetu,
impactó violentamente contra su puño, lastimándolo severamente. Yo creo que fue
entonces, a causa del dolor que le causé con tamaño ojazo, cuando decidieron
huir.
Aún recuerdo los lagrimones de orgullo
resbalando por la cara de mi progenitor cuando me vio llegar a casa con la
camisa hecha jirones, los pantalones rotos y la cara hinchada, hecho un
auténtico ecce homo.
A pesar del derroche de facultades
demostrado, no continué mi carrera de púgil por un solo motivo.
El día después paseaba ufano por mi
barrio con unas aparatosas gafas de sol que tapaban el morado (a la vez que
llamaban la atención), pidiendo ser interrogado, cuando casualmente conocí a la
que más tarde se convertiría en mi mujer.
Me vi obligado entonces, obviamente, a abandonar el pugilato en
previsión de una futura y apacible vida de casado.
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