Mi vida como TURISTA EN BERLÍN



Si Berlín no es la ciudad más extensa que he visitado, debe de ser la segunda, la tercera o alguna otra posición que podría determinarse con una simple ojeada a la Wikipedia. Total, tampoco he visitado tantas y la extensión es, seguramente, uno de los datos principales en cualquier entrada relacionada con ciudades.


Pero yo no estoy aquí para dar datos fehacientes ni contrastados. Ni para hacer rankings de ciudades del mundo según alguna característica aburrida. Yo estoy aquí para hastiar a los lectores con experiencias personales, batallitas y apreciaciones completamente subjetivas y, a ser posible, difíciles de verificar.


En todo caso, si finalmente se verifican, luego las guardo en una caja de cartón y me las llevo de vuelta (chiste de actualidad relativa, que conforme van pasando los días va perdiendo la gracia).


A lo que íbamos. Berlín es una ciudad la hostia de extensa. Un ciudadón. Una ciudadaca. Un ciudadonaco. Y así.


Pues bien, en dos días me la recorrí entera. Llegué, con mi mujer, un viernes por la noche y el domingo al mediodía cogía el vuelo de vuelta habiendo pisado todas las calles por lo menos una vez.


El secreto es madrugar mucho, caminar sin parar, no desfallecer nunca y no levantar la vista del suelo para no distraerse. 


De este modo, puedo relatar cosas tan interesantes de aquella ciudad como que las calles tienen nombre, que el nombre de las calles es impronunciable e imposible de recordar y que la gente es amable pero alemana (en su mayoría, sería injusto no reconocer que hay gente que ni es amable, ni es alemana).


Recomiendo con vehemencia que la visitéis. Y que al volver lo expliquéis y traigáis muchas fotos. Y que me las enseñéis (las fotos) y me expliquéis cómo es el muro, a dónde da la Puerta de Brandeburgo, quién es el señor ese que se pasea cerca de la Ópera y se parece a Plácido Domingo, qué coño ilumina el techo de colores de la plaza de un tal Alejandro.

Yo, de todo lo que vi, de todo lo que visité, me quedo con dos cositas pequeñas dentro de la inmensidad de la ciudadaca.


El Tacheles es un antiguo hospital abandonado, ocupado por artistas y reconvertido en centro cultural, galería de arte, salón de exposiciones. La visita no sólo es obligada, sino obligatoria. No te dejan salir de la ciudad si no presentas alguna prueba de haberlo visitado en la aduana. A veces, una foto no basta y te exigen estar tatuado por alguno de los grafiteros que lo habitan.


En una de nuestras visitas al centro vimos algo asombroso.


Por las escaleras subía un joven y alegre alemán con unas vestimentas llamativas que consistían, básicamente, en medias de color fucsia debajo de unos shorts de básquet, zapatillas deportivas y camiseta a juego (a juego con las abigarradas paredes del Tacheles). En la mano, el final de un cable que, en el otro extremo, sujetaba un joystick.


Ya, que no lo entendéis.


Lo resumo:


Subía por las escaleras un tío vestido de colorines y paseando, como si fuese su yorkshire, a un joystick (que, indiferente a la voluntad de su amo, iba pegándose calamochazos contra todos los escalones).


Si sigues sin entenderlo ya eres de los míos. Bienvenido.


El segundo gran impacto con que recibí en Berlín fue de mayor envergadura, aunque de calado similar al anterior.


En el museo de Arte Moderno había cosas raras a porrillo. Pero muchas. Nos pasamos horas flipando y sin comprender nada.


Pero flipando, al fin y al cabo. Un museo de arte moderno es el sitio donde menos estorba la boina.


El caso es que un sonido nos fue llamando la atención casi desde el principio de la visita. Conforme íbamos avanzando por las diferentes salas, el sonido se iba haciendo más perceptible, más cercano y más reconocible. 


Cuando por fin llegamos a la zona de la que provenía, pudimos reconocer un grito humano. Alguien gritaba sin cesar, de forma gutural, desgarrada, sin fe, sin futuro pero sin miedo, sin razón pero sin motivo.


Entramos en una gran caja de madera que, por dentro, estaba forrada íntegramente de moqueta negra. En un extremo, una máquina que reproducía una cinta de cine. En el otro, una pantalla sobre la que se proyectaba la película.


La caja tenía unas dimensiones gigantescas. Puede que midiese diez metros de ancho por veinte de largo y cuatro de alto.


La película era un plano fijo de la cara del artista, director, protagonista y productor, que chillaba sin cesar durante los 10 minutos que duraba el film, reproducido en bucle durante todo el horario de apertura del museo. Sólo la cara del tipo, que gritaba hasta quedarse ronco. Y luego vuelta a empezar. 


Ver aquello no sólo te conmovía por la compasión que inspiraba, sino que llegabas a hablarle a la pantalla para pedirle:

·         Tú no te soliviantes, hombre.

El artista más grande del que he visto una obra en mi vida.



Más grande que José Tomás. Más que Leonardo Dantés.


La imagen que no se borraba de mi cabeza era la del artista llegando al museo con una maqueta de la caja de madera y una presentación de lo que se le había ocurrido en power point, enseñándoselo al director del museo, diciéndole:


·         Pues yo he pensado que con una caja de madera de unos 200 m2, oscura y poniendo mi jeto durante todo el día para que la gente vea como grito, lo petamos. Nos lo llevamos crudo. Y total, como mucho te va a costar un milloncejo de euros, que aquí en Alemania, si algo nos sobra, son euros.
·         Hostia sí. Coño, estaba pensando en traerme el Guernica, pero me cuesta el doble y mola mucho más eso tuyo de los gritos.

Por supuesto, yo me lo imaginaba en alemán inventado (yo he pensaden que con una cajen de maderen… y tal).



Y muy ufano, salía de la reunión con su engendro colocado en todo el medio de la sala de uno de los museos más importantes de Europa, ensayando su grito a pleno pulmón.


No me extrañaría nada que fuese el mismo que paseaba un joystick en el Tacheles. 


De Berlín volví siendo una persona nueva. 

Bueno, quizá no tanto.




Comentarios