(o la increíble y triste historia del empleado que ahorraba
mucho dinero en papel)
O la increíble y triste historia del empleado que ahorraba mucho
dinero en papel)
Yo soy un hombre de costumbres arraigadas, tradicional, que se
abraza a las rutinas para permanecer unido al mundo y no escapar volando donde
las brisas de la imaginación me quieran llevar.
Una de esas rutinas es mear a las nueve de la mañana. Más o
menos, no soy estricto.
Bueno, todos los días tampoco. Depende de las ganas, lo que haya
comido y bebido en las horas anteriores y algún otro factor que me da apuro
detallar.
De cualquier modo, no es relevante para entender la historia que
me ocupa gran parte de mi día a día.
Estoy investigando un caso nuevo. Un CASO con mayúsculas. Quizá
no por su importancia, pero desde luego lo es por lo misterioso, críptico y
difícil de solucionar.
Durante las últimas semanas, cada vez que micciono, alrededor de
las nueve de la mañana, nada más abrir la puerta un sorprendente olor a mierda
me da una bofetada en toda la cara.
A pesar de repetirse cada día, a la misma hora, mi cerebro es
capaz de eliminar recuerdos desagradables en menos de veinticuatro horas, de
manera que la sorpresa se repite de forma idéntica.
No seré yo, defensor a ultranza de las libertades personales,
quién pretenda coartar la de nadie a la hora de hacer de cuerpo donde crea
conveniente y en el momento que la llamada de la naturaleza le dicte.
Pero vamos, es que esto clama al cielo.
Un día, cualquiera puede tener un error de cálculo o prisa por
salir de casa y olvidarse. Pero quien lo hace todas las mañanas es porque tiene
un plan. Premeditadamente, se aguanta las ganas hasta que llega a la oficina y,
entonces, evacúa sigilosamente, aprovechándose de la gratuidad del papel
higiénico y el agua de la cisterna para ahorrar una cantidad que yo he
calculado próxima a los quince euros mensuales.
Mis pesquisas aún no han dado resultado, pero tengo hecho un
retrato robot básico. Una descripción que puede ayudar:
-
Se trata de un varón (si fuese un barón sería más fácil).
Blanco, mayor de dieciocho años y menor de sesenta y cinco. Y empleado de mi
empresa.
Parece poco, pero vamos acotando. De momento, descarto a todas
las mujeres del mundo y a todos los hombres menores o mayores, así como los que
no están empleados en la empresa.
Dejan de ser sospechosos millones de seres humanos.
De hecho, puedo imaginar a poblados de Senegal enteros
suspirando aliviados. A la vez. Provocando un tornado que levanta el polvo rojo
de la sabana.
Me he buscado una pequeña excusa que me permite ausentarme de mi
sitio de trabajo con frecuencia.
Le he dicho a mi jefe que tengo infección de orina. De forma
que, cada vez que me levanto, me señalo ahí, ladeo la cabeza y arqueo las
cejas.
Una vez en el pasillo, me paro a leer los tablones de anuncios,
miro el mapa de las provincias de España que decora una de las paredes,
intercepto a cualquiera que pasa y le hago alguna pregunta interesante sobre
fútbol o política o me agacho para atarme los zapatos.
Cuando alguien entra en los servicios, espero unos segundos y
entro tras de él.
Gracias a esta inocente treta, tengo cubierta la vigilancia del
pasillo que da acceso al lavabo de caballeros durante gran parte de la jornada,
lo cual me ha proporcionado una lista de descartes. En una libreta he ido
anotando, durante los últimos tres días, a todos los compañeros que, pasada la
hora H, han hecho aguas mayores y menores. Mediante este registro, y usando una
sencilla función logarítmica, puedo dar por seguro que tres de ellos sufren de
gastroenteritis, un par de prostatitis y cuatro van al lavabo con la única
intención de pasear.
He de confesar que he descubierto, también, que uno de mis
compañeros se toca en horario laboral.
Os preguntaréis porque no monto guardia antes de las nueve.
Hacéis bien, cabrones. Que estáis en todo.
Lo he hecho, pero de momento sin resultados satisfactorios. El
sujeto es astuto. No se deja ver.
Por eso tengo que investigar en negativo. Ante la imposibilidad
de pillarlo in fraganti, la estrategia es la de eliminar como
sospechosos a todos los demás, como en un cluedo escatológico.
Por las tardes, cuando me quedo solo, bajo las persianas, pongo
los pies sobre la mesa, junto a mi sombrero gris y medito mientras aspiro el
penetrante aroma de un pall-mall, admirando tras las cristaleras la escultural
silueta de mi rubia secretaria.
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