En la mayor parte de los ámbitos el talento es un valor difícil
de reconocer. Cuando ese talento es, además, poco frecuente o inédito, suele
suceder que se reconozca de forma póstuma. En ocasiones, es algo aún peor: se
reconoce después de que el sujeto contraiga matrimonio.
A mí me elegían siempre el último en los equipos del patio del
colegio. Los capitanes empezaban a repartirse jugadores por orden de más bueno
a menos bueno y yo, cuando éramos pares, acababa haciendo de portero.
Cuando éramos impares ejercía de árbitro, pero me gustaba más
hacerme llamar “el trencilla” del encuentro.
- Raúl, ha sido mano, ¿es que estás ciego?
- ¡Eh! Que soy el trencilla…
Eran capitanes sin visión de futuro. Sin ningún tipo de espíritu
estratégico. Se basaban en aspectos de calado tan poco profundo como la
habilidad con el balón en los pies, la potencia de disparo, el tamaño de los
cuádriceps o la efectividad en el remate de cabeza.
Vale, yo cerraba los ojos cuando la pelota estaba a menos de
cuatro metros, me había roto el dedo gordo del pie una vez que chuté el suelo y
solía caerme al intentar pisar el balón.
Pero me desmarcaba con una facilidad pasmosa.
De hecho, siempre estaba solo.
Muchas veces, eso me sirvió para entablar conversación con el
niño que se sentaba al lado de la portería porque tenía asma y su madre no le
dejaba jugar. O con el que se había roto un hueso
del brazo el día antes y aún no se atrevía con la escayola. Hice
grandes amigos.
A menudo, la pelota pasaba por mi lado, cuando el nuevo me la
pasaba y yo, que estaba de cháchara, me daba cuenta cuando me gritaban (y me
insultaban gravemente) el resto de mis compañeros. Los del equipo rival
también.
No me había visto jugar a mí mismo, pero tenía la referencia de
mi padre intentando patear un balón o a cualquiera de mis hermanos simulando un
regate y podía entender las suspicacias que generábamos, aunque no me
resignaba.
Como todo llega, llegó el día en el que me gané el respeto de
los demás niños. No fue por nada que hice, sino porque a alguien le dio por
comparar mi juego con el de Julio Salinas.
En efecto, éramos genios paralelos. Gemelos separados al nacer,
con unos diez años de diferencia. Un parto largo y complicado.
El respeto que recibí de los demás alimentó mi ego. Me atreví a
mostrarme, a pedir el esférico, a estar en la jugada, a dirigir los movimientos
de mis compañeros, a chillar, silbar y hacer gestos grandilocuentes para
reclamar la atención que, ahora sí, merecía.
Esa nueva actitud en el campo aumentaba, a su vez, el respeto.
Que retroalimentaba, de la misma forma, el creciente ego en una espiral sin
fin, arrebatadamente loca y truncada finalmente con un pelotazo en el
bocadillo, las consiguientes crueles carcajadas y la humillación de recoger las
rodajitas de chorizo del cemento.
El episodio coincidió con un inesperado fallo en un penalti con
la selección de mi otro yo del futbol profesional, con lo que juntos, Julio
Salinas y yo, volvimos a recorrer la espiral en sentido inverso hasta llegar de
nuevo al punto de partida. EL INFIERNO de la indiferencia.
Ni Julio ni yo nos rendimos. El carácter férreo, testarudo y
abnegado de los vascos es una marca de nacimiento y nosotros habíamos nacido en
Bilbao. Bueno, yo en las afueras, a unos quinientos kilómetros, pero debe de
ser cierto eso de que los bilbaínos nacemos donde nos sale de los huevos.
No recuerdo lo que tardó él en volver a la cresta de la ola
futbolística (triunfó de nuevo en el insigne Yokohama F. Marinos), pero yo
estuve trabajando mi técnica en silencio, saboreando la venganza por
anticipado, durante varios años.
Una vez que me supe preparado, acepté la llamada de unos amigos
que querían formar un equipo de fútbol-sala en una liga de veteranos.
Durante la semana en que se iniciaba la competición, quedamos
una tarde para hacer un entrenamiento, conocer nuestras aptitudes, marcar las
posiciones y organizarnos como equipo.
La mala fortuna, el destino o quizá el incorrecto nivel de
hinchado de la pelota, hicieron que en el primer intento de control cayese de
bruces y estuviese a punto de romperme la muñeca. Se quedó en contusión y
esguince severo.
Después de aquel desafortunado acontecimiento, el campeonato
transcurrió sin pena ni gloria. Yo atemorizado porque algún otro balón
decidiese tumbarme y mis compañeros dudando de mi categoría como
goleador.
El tiempo pone a cada uno en su sitio y, a mí, me llevó a la
capital del tiempo malo. A Londres.
Una forma de confraternizar con mis nuevos vecinos en la ciudad
era jugando a un deporte que se había inventado allí. Me iba a los parques, con
mi pantalón de chándal y mis zapatillas de deporte sin tacos, a jugar en
cualquier pachanga en la que me aceptaran. A resbalar como un campeón de
patinaje. A dar espectáculo latino a mis anglosajones espectadores. Al Jogo
bonito.
Tenía una ventaja, me llamo Raúl y por aquel entonces el jugador
del Real Madrid despuntaba en su segunda temporada, ya convertido en estrella.
Eso me daba un punto de reconocimiento inmediato. De nuevo sentí que era
respetado. Eso sí, lo que es pronunciar, pronunciaban el nombre del jugador
fatal. De pena.
En cuanto encontré un trabajo en el que había equipo, me apunté
a un torneo.
Sorprendentemente, el torneo se jugaba en un campo de hierba
artificial, con seis jugadores por equipo y porterías de hoquei.
Aún más sorprendente es lo manifiestamente favorable que me
resultaban aquellas condiciones. No sé si fue el clima, la turbadora luz de los
focos o la estatura media de los equipos rivales, pero marqué yo solito seis
goles en el campeonato.
Como pichichi del torneo, disfrutando del más alto grado de
notoriedad como balonpedista, tomé la decisión más difícil de mi carrera.
Lo dejaba. Me retiraba en la cúspide. Desde el éxito absoluto
saludaba con la mano, como monarca del gol, como ejemplo para los niños y decía
adiós al Fútbol, que tanto me había dado.
Hoy veo a mi hija tocar el balón con la misma habilidad, afición y
talento que vinculó las carreras de Salinas y mía para siempre.
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