Esto va a ser largo, aviso.
No es que haya trabajado mucho tiempo de camarero, fueron solo
unos meses. Pero dieron mucho de si.
De momento, en este capítulo, nos centraremos en una figura
capital para entender la entrega, la dedicación y la pasión vocacional que
dediqué a la profesión: SIMONE.
El nombre de la cafetería era Cannelle. Escrito así, en francés.
De dueños libaneses y en uno de los barrios más lujosos y aparatosamente pijos
de Londres; Mayfair.
Durante mucho tiempo, fui el único no-francófono del equipo. Y
el único varón que atendía al público. En el sótano teníamos escondido a Rabba,
un cocinero argelino muy religioso que estaba casado con una francesa.
Una de mis gestas en Cannelle fue enseñar a Rabba a decir “de
puta madre”, cuando subía una clienta con un trasero destacable por las
escaleras y a valorar la sutilidad del lenguaje al decir “su puta madre”,
cuando algún comensal se quejaba de uno de sus platos. No conseguí, sin
embargo, que pronunciase correctamente “puta mierda”, pero acabamos
conformándonos con el simpático “putamuerrrda”.
El resto del staff podría haber sido la alineación del equipo de
futbol sala femenino de la ciudad de Limoges:
Valerie
Dominique
Christelle
Isabelle
Laurence
Y la manager: María.
María era una gallega que se había trasladado a Londres cuando
tenía catorce años, acompañando a sus padres. Hablaba un inglés exquisito y un
español detestable.
Una tranquila tarde de otoño, en la que compartía turno
únicamente con mi encargada, una clienta se sentó en la pizpireta, súper-cuqui
y muy francesa terraza.
Sabedor de que mi rango jerárquico no me permitía enviar a María
a atenderla, dejé por un momento de comer croisanes, me limpié la boca con la
manga y me dirigí, solícito, a preguntarle qué quería.
Se trataba de una señora de unos setenta años. Delgada, pintada
con profusión de colores, muy primaveral en su maquillaje, pelo blanco y
crepado por un crepero y ropa en cegadora consonancia con su rímel y su
pintalabios. Con algún que otro descosido que a mí me pareció entrañable en su
distinguido porte de anciana. Con la espalda muy tiesa, me habló en un inglés
que sólo había oído a la Queen Elizabeth y con un timbre de voz que descendía
directamente de la nobleza. Para los de mi generación, Dª Cocleta es un
referente que permite hacerse una idea aproximada de su aspecto general:
-
¿Qué desea?
-
Para mí, un english breakfast tea, y un cgoassantt.
-
Aha.
-
Y para mi amiga, un quiche logueeeein y una cerveza.
Recogiendo el guante de la dignidad y la flema británica, tomé
nota y me di la vuelta sin pronunciar palabra.
-
¿Qué quieue?
Dijo María.
Mi explicación no le pareció convincente, pero aceptó que le
sirviera lo que había pedido como muestra de confianza en mí:
-
Si no paga, sale de chu bolsillou.
Me aposté detrás de la caja y estuve espiando desde allí, viendo
a la clienta a través del escaparate. Ella de espaldas. Todo controlado. Ni
siquiera le quitaba el ojo cuando mi mano buscaba a tientas en la nevera y
cogía un puñadito de chocolate beans, que hacían más amena la vigilancia.
Desde la posición de privilegio, pude apreciar como se comía su
pasta y se bebía su infusión, para más tarde engullir el quiche y tragarse la
cerveza con la sed de un beduino.
“Así que tu amiga no ha venido”, pensé para mí.
Cuando iba por el cuarto puñado de chocolatinas, uno de los
clientes habituales entró a comprar pan.
Yo le atendí con la profesionalidad y amabilidad habituales,
pero con cierta falta de atención de la que el señor, mayordomo de profesión,
supo tomar nota.
Sin embargo, hube de prestarle un mínimo para darle el cambio de
sus puñeteras “dos baguettes bien crujientes, déjame que las toque, ésta sí,
ésta no, ésta mmm… ésta!”
Cuando recuperé la posición desde la que divisaba a mi anciana
clienta, había desaparecido. Sin dejar rastro.
María se sintió muy mal cumpliendo su promesa el viernes por la
noche, cuando repartíamos las propinas entre todos los empleados y a mí tuvo
que decirme, con temblor en la barbilla y un leve brillo en los ojos:
-
Chu te houdes, que bien que te lo avisé.
Al cabo de un tiempo moví algunos hilos y a María la destinaron
a otra tienda de la cadena, en un barrio más chungo (Fulham Rd.), donde
seguramente tuvo que lidiar con cantantes, artistas y futbolistas ricos y
desagradables.
Una tarde de sábado bajé al sótano para prepararme algo caliente
en la cocina, harto como estaba de bollos, ensaimadas y pasteles de crema.
Cuando subí, me encontré con Laurence, mi nueva manager, atendiendo a la
anciana clienta fugada.
Mientras yo mismo calentaba el agua de su té, le hice un gesto a
la encargada para que se acercase. Al tercer aspaviento, la propia clienta le
dijo que yo le estaba llamando y acudió.
-
Mucho cuidado, es una delincuenta peligrosa que ya huyó en una
ocasión sin pagar su consumición.
-
Pero si es una anciana encantadora.
-
No te fíes.
Toda esta conversación entre dientes, para evitar ser oídos por
la señora y tapándonos la boca con la mano, como los futbolistas, por si era
capaz de leer nuestros labios a través del espejito del que se ayudaba en ese
momento para repintarse los pálidos carrillos de encendido carmesí.
Laurence sirvió el té que había pedido y, puesto que no había
ningún otro cliente en aquel momento, se puso a hablar con Simone.
La anciana se llamaba así. Simone. Vivía en un palacio y
descendía, como yo había sospechado, de alguna familia de lords o algo así. Su
marido era francés y ella pasaba los periodos estivales en la Costa Azul.
Nos explicaba todo esto mientras iba guardándose sobrecitos de
azúcar en el bolso, apuraba el servilletero y pedía más papel.
Y más azúcar, pliiiiiiiiiIIIiis.
Redujo el stock de terrones y servilletas de forma considerable,
pero le cerramos el paso de forma que se vio obligada a pagar el precio del té
que se había tomado.
“Uno a uno”, pensé.
“Dónde se habrá metido su amiga”, reflexioné a continuación.
Se hizo habitual, venía muchas tardes y departía alegremente con
Laurence, conmigo y con el resto de chicas, que llegaron a apreciar mucho su
habilidad para robar sin perder la sonrisa y desaparecer a la hora de pagar,
con distinguida simpatía.
Una tarde todo acabó. Bueno, todo no, que os gusta mucho el
tremendismo.
Tremendos, que sois unos tremendos.
Yo libraba aquella tarde, de modo que he de confesar que los
hechos que a continuación explico me fuero detallados por Dominique.
A falta de media hora para cerrar, Dominique y Valerie se
disponían a recoger y limpiar.
Entonces entró Simone, se sentó en su mesa de siempre y pidió un
Darjeeling tea, pliiiiIIIiis.
Una hora más tarde, varias advertencias mediante, protestas
dolidas y ofendidas de Simone ante la falta de paciencia de Valerie y sus ganas
de cerrar e irse a casa y algún intercambio de gritos en tono agudo y marcados
acentos francés y británico, respectivamente, mi compañera amenazó a la anciana
con cerrar con ella dentro.
Simone no dio muestras de parecerle mala idea, por lo que
Valerie cambió de táctica y, a traición, sustrajo la silla en la que Mylady
apoyaba sus glúteos dejándola en vilo.
Con una agilidad impropia de su edad, o de la mía, o de la de
Spiderman, Simone aguantó el equilibrio, se irguió y, majestuosa, recogió su
cosas con gesto impasible.
Avanzó por la tienda ante la mirada atónita de las dos francesas
que, más atónitas aún, astonished, vieron como Simone volvía a agacharse en la
misma puerta de la cafetería, se levantaba brevemente el vestido, y meaba
concentrado de Darjeeling tea en el suelo del lujoso establecimiento.
Valerie reaccionó corriendo la distancia que las separaba y
propinando un fuerte puntapie con sus botas Marteens al aire, ya que Simone de
nuevo había hecho uso de sus poderes para saltar en el último momento,
esquivando la brutal patada.
No digo yo que Miní, como llamábamos cariñosamente a Dominique,
no exagerase un tanto su relato, pero así es como ha llegado a nuestros días y
como lo transmito yo, casi palabra por palabra.
Lo cierto es que a Simone solamente volvimos a verla fugazmente, por el
barrio, empujando un carrito del Sainsbury’s cargado con sus Reales
pertenencias.
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