Por motivos que no vienen al caso, acabé disfrutando los últimos
días de un mes de agosto en la capital de Transilvania: Brasov.
Los motivos siguen sin venir al caso, pero durante ese periodo
compaginé trabajo y turismo, acompañado siempre por compañeros y compañeras
rumanos y alemanes que ejercieron de cicerones de la ciudad y sus alrededores.
Ya verás como, al final, voy a tener que desvelar los motivos.
El motivo principal de la visita era la despedida por jubilación
de un colaborador de la empresa en Alemania. ¿Qué? Soy fácil, ¿verdad? No es
eso, es que ahora sí que venía al caso.
A las pocas horas de llegar a la ciudad, medieval y acogedora,
al otro lado de los montes Urales y poblada por humildes campesinos con enormes
ristras de ajo colgando de sus ufanos cuellos, empecé a notar cierta molestia
en el cuello.
Mientras me desmentía a mi mismo de la primera impresión,
seguramente inducida por la lectura del libro de Bram Stoker y el cabrón de
Gary Oldman, y comprobaba que ni eran campesinos, ni sencillos, ni mucho menos
se aproximaban con mirada temerosa y huidiza, ni me susurraban al oído “vete
mientras puedas”, fui descubriendo que el dolor se intensificaba.
Un dolor de garganta patrocinado por el huracán acondicionado de
Lufthansa, diagnostiqué erróneamente.
Al cabo de un rato, se patentizó la fatal certeza de que padecía
de dolor de muelas.
Inmediatamente, sin prescindir de las obligatorias cervezas, que
es lo primero que hay que probar para conocer la medida del nivel cultural de
cualquier sitio, empecé a automedicarme.
Nivel alto, el de Brasov, ya que me lo preguntáis.
Llevaba ibuprofeno a espuertas. De hecho, la mitad del equipaje
la reservo siempre para ibuprofeno o paracetamol. Sobre todo, con la intención
de evitar que la aparición de algún dolor suponga una excusa para la saludable
práctica del sexo.
Como soy un sufridor habitual de este tipo de dolores, sabía que
la evolución, o bien podía ser satisfactoria y acabar pronto, o bien una mierda
tan grande como un piano de cola. En este caso se decantó hacia el lado más
escatológico de la curva de probabilidades.
El tercer día, que sería también la última noche que pasaría en
Brasov, el dolor ya era insoportable. Acabé con las reservas de sobres
efervescentes a razón de uno por hora y me encontré a mí mismo mirando la
crispada cara de un extranjero que se golpeaba en el espejo de la habitación
del hotel.
A las tres de la tarde nos venía a buscar un autobús que nos
llevaba de excursión al Castillo de Bran, que se encontraba exactamente a tomar
por culo.
Desencajado por el creciente dolor y sin la posibilidad de
drogarme , aguanté como pude el viaje, simulando estar deslumbrado por la
belleza de los paisajes y los rayos del sol cuando alguien advertía una lágrima
rodando por mi mejilla.
-
So beautiful!
Al cabo de varias jornadas de tortuoso camino, aparecimos en una
pintoresca aldea coronada por un puntiagudo castillo en lo que vendría a ser
“to lo alto” o, también “en una puta loma” (en rumano antiguo, en el texto
original).
Mientras el compañero que ejercía de guía de la excursión sacaba
las entradas, yo me retorcía contemplando una tienda de souvenirs. Las
tenderas, temerosas de los enajenados y sugestionadas por una larga tradición
oral de leyendas espantosas, me miraban desconfiadas y escondían sus piezas más
valiosas.
Al grito de nosequé en alemán, el nutrido grupo se puso en
marcha. Nutrido por la cantidad de gente y nutrido por lo mucho que habían
comido esos días. Todos menos yo, que elegantemente rechazaba manjares
exquisitos con un gesto de la mano y la mirada triste, señalándome al estómago.
-
Estoy lleno, gracias.
Y una mierda. Si hubiese podido sentir algo más que el alma
abandonando mi cuerpo, hubiese sentido hambre.
El guía oficial del castillo nos llevó de sala en sala,
explicando las historias que se atribuían a Vlad III, conocido con el simpático
y merecido apodo de “El empalador” y que había inspirado la novela que daba
fama al castillo. En una narración salpicada de anécdotas y chascarrillos, nos
condujo hasta una estancia oscura y húmeda, a la que habíamos accedido bajando
unas angostas y angustiosas escaleras.
Mientras el grupo desaparecía por la puerta contigua, yo me
rezagué para lamentarme en soledad. Cuando, ya sólo, procedí a atravesar el
quicio de piedra, noté el leve roce de una mano posarse sobre mi hombro. Seguro
de que se trataba de algún turista, me giré para descubrir que detrás de mi no
había nadie.
Al fondo de un pasillo que, al principio, no había advertido, me
pareció ver la tenue luz de una llama.
Con la mano en el moflete y una pusilanimidad más que
justificada, me acerqué hacia la luz, que fue perdiendo intensidad a medida que
me aproximaba. De pronto, me encontré rodeado de la más absoluta penumbra.
Entre los ruidos que yo mismo emitía al respirar agitadamente,
pude oír un susurro junto a mi oído. Frases en un idioma que no entendía
pronunciadas por una voz grave y profunda.
Fue un pinchazo en la muela lo que me dio el valor de replicar:
-
¡Te reviento!
A la vez que daba manotazos al aire.
Precisamente fue una mano lo que chocó con la mía cuando hacía
enérgicos y arrítmicos aspavientos. Era una mano huesuda y fría, pero firme. La
mía, digo. Entre los nervios y la temperatura de aquella sala, estaba un poco
destemplado.
Yo creo que me estaba resfriando. Pero era una simple percepción
que, además, no resulta de interés para la narración.
Recordé que llevaba un mechero en el bolsillo, que registré
aceleradamente. Di con él y lo saqué del pantalón. A la tercera chispa el gas
prendió y la llamita iluminó mi temblorosa mano. Me pareció ver unos ojos
amarillos a pocos centímetros de distancia y dirigí el encendedor hacia ellos.
Al alumbrarlos, resultaron ser dos hendiduras en la piedra de la pared. Di una
vuelta a mi alrededor sin ver nada más que muros y el camino de vuelta hacia la
habitación de la que había venido.
Encaminé mis pasos en esa dirección, titubeante y aún con la
sensación de sentirme observado.
Antes de llegar a una zona abierta e iluminada, un golpe de aire
apagó el encendedor y, mientras trataba de prenderlo de nuevo, noté una presión
en el hombro y de nuevo la voz.
Del susto, el encendedor se me cayó de las manos, se me escapó
un gritito y, preso del pánico, eché a correr por donde yo creía que estaba el
pasillo.
Alguien lo había movido, porque antes de dar el tercer salto
felino choqué de frente contra algo tan sólido como una certeza, tan frío como
el corazón de un político y tan duro como el muro de un castillo. Blanco y en
botella, caí fulminado y semiinconsciente. Blanco yo, seguramente, lo de la
botella forma parte del dicho, no me metieron en ninguna.
Al parecer, una de mis compañeras había advertido mi ausencia y
había vuelto sobre sus pasos. Justo al entrar en la sala que previamente habían
abandonado, el desgarrador grito de una niña le había puesto en aviso. Antes de
localizar de dónde venía aquel lamento, oyó un golpe sordo y, al asomarse al
pasillo sin iluminar, vio mis piernas asomando.
Cuando recuperé el sentido, una revista me estaba abanicando y
tenía un pañuelo húmedo en la frente. Detrás de la revista, una mano que la
mecía. Y al final del brazo propietario de la mano, la dueña de ese brazo que a
la vez era un ángel. Un ángel. Una compañera del equipo rumano que me miraba
preocupada con unos dulces ojos azules y me preguntaba “are you ok”?
Aferrándome con fuerza a sus hombros, moví la cabeza a ambos
lados mientras dos saladas lágrimas abandonaban con energía mis lagrimales y le
susurraba a mi ángel:
-
I need drugs. Druuugs!!!
Al momento se hizo cargo de la situación. Bajamos al pueblo y
buscamos una farmacia entre el laberinto de tiendas de souvenirs.
Con un rumano nativo y una entonación magistral, le explicó al
farmacéutico cual era el motivo principal de aquel color ceniza en mi cara, las
ojeras, el temblor en las manos y la postura encorvada. El farmacéutico ofreció
algo que decía ser muy fuerte. Yo le pedí algo más fuerte, sin saber qué coño era.
Y así hasta tres veces.
Mientras le pagaba, el hombre me miraba entre compadecido y
preocupado, pero yo ya no tenía ojos para nada más que para mis pastillitas de
lo que fuese que era aquello.
Al cabo de unos minutos, la medicación hizo efecto y el dolor se
mitigó un poco.
Entonces reparé en que tenía dos pequeños bultos en el cuello
que, a día de hoy, no han desaparecido.
Si me veis, pedidme que os los enseñe y dejad también que os muestre el
tamaño de mis premolares. Los colmillos, normal. Pero los premolares son de
traca.
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