Parto de la opinión, quizá equivocada (y un mojón), de que la unión hace la
fuerza. De que la tan manida consigna de
"elpueblunidojamáserávencido" no es solo cierta si no también
inexorablemente vinculada al carácter social del ser humano.
A partir de esta hipótesis, elaboré una teoría sobre la cual se asienta la
declaración de intenciones que me llevó a liderar un movimiento indetenible.
La teoría, ampliamente argumentada en trabajos que adjunto en los correlativos
anexos I, II y III, se resume brevemente en los siguientes puntos:
1. La voluntad individual se multiplica al unirse a la de seres de
pensamiento/sentimiento afín.
2. La capacidad de reflexión de cualquier persona se ve mermada al pertenecer a
un grupo.
3. La exaltación tribal conduce, en muchos casos, a actos impensables para cada
uno de los integrantes de esa tribu.
4. Al sumergirse un cuerpo, total o parcialmente, en un fluido en reposo,
recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al... Uy, no. Que esto forma parte
de una teoría que me he inventado hace poco y que desarrollo en otros trabajos
de investigación que, aprovechando la cita, incluiré en la bibliografía final.
La he llamado "Principio de Raúl".
En uno de los innumerables congresos a los que fui invitado para compartir los
detalles de mi teoría, se me pidió un ejemplo práctico de aplicación en la vida
real. En el mundo contemporáneo.
Improvisé una situación sobre la que había elucubrado recientemente, a partir de
una noticia que me llamó la atención.
La noticia, amplia y gráficamente documentada en medios de comunicación, como
muchos recordaréis, tuvo como protagonista al pérfido Bárcenas.
A los pocos meses de su primera imputación y con el escándalo de sus delitos y
corruptelas en plena efervescencia mediática, siendo el centro de las críticas
y de la furia popular, volvió de un pretendido viaje de placer a Canadá.
En el aeropuerto, le esperaban multitud de periodistas, así como una
indignada muchedumbre que la policía hubo de retener formando un cordón. A las
increpaciones de la gente, el tipo no encontró mejor respuesta que dedicarles
una peineta, gesto que recogieron las cámaras de TV y de los reporteros allí
apostados.
Pues bien. A partir de esta escena, imaginé un simple cambio, muy sencillo y de
una probabilidad bastante alta, que podría haber cambiado la historia, no solo
puntual, si no de todo el país.
Pensé que la peineta pudo bien indignar también a uno solo de los policías que
contenían a los hombres y mujeres que se agolpaban tras él, ávidos de venganza,
de sangre, de cobrarse la justicia con sus propias manos. El policía solamente
debía de hacer un gesto. Dar un paso al frente y dejar que el espacio entre él
y su compañero fuese el resquicio por el que se colase la masa, que liberada
del dique de contención, se abalanzaría sobre el sorprendido tesorero,
matándolo a palos.
Como en Fuenteovejuna, sería muy difícil identificar a los culpables. Ninguno
de los ejecutores sería el autor material del asesinato, ya que el juez
establecería la acumulación de golpes como causa de la muerte. No únicamente
por ello: realmente, ninguno de los que le golpearon tuvo nunca la intención de
matarlo, sino simplemente de hostiarlo al llegar su turno.
Habitualmente recibo aplausos y felicitaciones cuando expongo mi teoría. Pero
en esta ocasión debo de reconocer que fueron redoblados.
Al salir del palacio de congresos, un numeroso grupo de personas estaba
esperándome. Me pidieron que les acompañase y, en la terraza de un bar que
ponía unas tapas estupendas por lo generosas y por la calidad de los
ingredientes, me contaron que llevaban tiempo tramando un golpe de efecto
contra la corrupción en su ciudad. Dar un escarmiento a una de las
personalidades del mundo de la política que se paseaba impune, ajeno al daño
ocasionado a las familias perjudicadas por sus actos.
Les llamó la atención mi forma de entender la fuerza del colectivo y me rogaron
que liderara el incipiente movimiento.
Halagado, tardé no más de tres cervezas y sendas tapas en aceptar y, durante
las siguientes dos semanas, mantuvimos reuniones clandestinas en las que
establecimos una estrategia de actuación. Urdimos un plan, en connivencia con
un policía local y varios reporteros gráficos.
El día D, a la hora H, conseguimos acumular un buen montón de gente a la salida
del hotel donde el personaje, político local conocido por sus juergas con
dinero público, sus desplantes a los ciudadanos y su porte desdeñoso y ofensivo
para con los más débiles, salía de una reunión con otros próceres de aquella
provincia.
Todo sucedió como estaba planeado. Mejor, incluso, gracias a la inestimable
colaboración del político.
La policía hizo el corro de la patata, cogidos de las manos y haciendo frente a
la orda de indignados chilladores, que cantábamos consignas originales a la vez
que enfurecidas. Decenas de fotógrafos tomando buena nota de lo que allí estaba
pasando, el rugido de la ciudadanía haciéndose oír por encima del constante
clic-clic-clic de las cámaras.
Quenoquenoquenonosrepresentaaaaan, nohaypaaan-paratantochorizooo.
Devuelvelorobadoqueyomeloheganaaado. Y tal.
En el clímax de la situación, aparecieron los políticos por la puerta del
hotel. Un reducido grupo al final del cual se encontraba nuestro hombre. Lejos de
amedrentarse, creyéndose inexpugnable, se detuvo unos segundos para encararse
con nosotros con muecas discretas pero chulescas, tales como acomodarse los
testículos, escupir al suelo y hacer enérgicos cortes de manga.
La multitud, embriagada por la unanimidad de sus voluntades, se enardeció mucho
más, cambiando cánticos por insultos personales al personaje y a buena parte de
su familia. Algunos de aquellos insultos ponían en seria duda, de hecho, que
conociese a algún familiar consanguíneo.
Tal como estaba hablado, en medio de la confusión, el policía que teníamos
delante hizo como que, por la presión, se soltaba de la mano de su compañero,
dejando una brecha suficiente para que pasara una persona. Esa persona, como
líder electo que era, fui yo. Abrí el camino, me colé en el círculo gritando
tacos que ni siquiera recordaba conocer, arropado por un nutrido grupo de
compañeros que debían seguirme.
La intención original no era matar, sino asustarle, pero tal era el grado de
exaltación que me sentía predispuesto a, como mínimo, pellizcarle el brazo con
inquina.
A medida que avanzaba hacia él, me pareció identificar una sonrisa. "El
miedo tiene formas extrañas de manifestarse", pensé.
Me acerqué más, decidido, y su sonrisa se tornó en carcajada. Giré el cuello a
cámara lenta, rollo Braveheart, para recibir el aliento de mis adláteres,
elpueblounidojamáserávencido, cuando lo que advertí a mi espalda fueron dos
policías con sus porras reglamentarias en alto y los ojos inyectados en sangre.
Reparé entonces en que mis gritos eran los únicos que se oían desde que había
atravesado la barrera.
Más allá, tras los agentes de la ley, pude apreciar lo anchas que tenían las
espaldas los manifestantes, a pesar de estar ya a mucha distancia y de la
velocidad a la que se alejaban.
Entre los empujones, golpes y el sardónico cacareo del político, empecé a
sopesar algunos posibles matices en los que debía trabajar para mejorar mi
teoría de las masas (mola el nombre, ¿eh?).
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