Mi vida como ALBAÑIL



 *

Muy a pesar de los agoreros y pesimistas que pronosticaron fracaso tras fracaso.
 
Dando en los mismísimos hocicos a quienes no daban un céntimo de rublo por mis habilidades.

En contra de lo poco que se esperaba de mí, he puesto una baldosa en el suelo del baño.

No ha sido tarea fácil, lo reconozco. De hecho, me ha llevado años.

Todo empezó un buen día, a las pocas semanas de mudarnos al nuevo piso. 

Todo empezó un buen día puede aplicarse a cualquier historia que cuentes, por eso mola. Además da igual que el día en cuestión fuese una mierda, que se muriese tu mascota, que lloviese, tronase y el granizo se llevara por delante tu cosecha de limones. Si ese día comenzó algo, era un buen día a efectos narrativos.

El día en que todo empezó, que era bueno por lo que ya he explicado, que no me voy a pasar el post repitiendo las cosas, mi mujer me advirtió del novedoso hecho de que una baldosa del lavabo se movía. No sola, afortunadamente. Nada más que cuando la pisaba alguien.

Era novedoso para ella, yo lo había notado con anterioridad. Pero había pospuesto lo de prestarle atención por el simple hecho de que necesitaba priorizar. Hasta que la hija de mi suegra se dio cuenta, no fue prioritario.

En aquel mismo momento me propuse arreglarlo. Para ello, necesitaba una serie de herramientas de nombres exóticos; como una llana, un paletín, un cincel, una espuerta o una maceta (no confundir con “maceta”, que se escribe igual pero se pronuncia lo mismo y lleva flores). Las compré todas, quizá no volviese a utilizarlas nunca más, pero iba a hacer un trabajo fino.

Tras no más de un año de dilación, busqué las herramientas que había escondido cuidadosamente, las encontré, compré polvos blancos para mezclar con agua y llené la espuerta de un espeso líquido gris clarito. Levanté la baldosa y rellené el hueco con profusión de mezcla.

Al volver a colocar la pieza en su sitio, quedaba aproximadamente unos 5 cm. por encima del nivel del resto del suelo. Pero yo no desistí. Yo apreté con la mano primero, esperando que el material sobrante fuese saliendo por los lados, desde donde yo iría diligentemente retirándolo. No cedía, así que ejercí una mayor presión, levantándome y apretando con los antebrazos. 

Nada, no bajó ni un milímetro. Me subí en la baldosa.

De pie sobre ella, viendo el mundo desde mi pequeña atalaya, me sentí poderoso. Pero no tanto como la puta baldosa, que se mantuvo impasible.

Decidí tomar medidas excepcionales. 

En mi comunidad de vecinos conviven varios sujetos relacionados, en su actividad laboral, con el mundo de la construcción. Conocedor de su experiencia, salí a la piscina comunitaria, donde aquella tarde estaban reunidos en su mayoría. Convoqué de manera extraordinaria a cuatro de ellos que, solícitos, acudieron en mi ayuda. 

Cinco minutos más tarde, éramos cinco personas las que observábamos el hueco que había dejado la díscola baldosa, que nos miraba ocultando una sonrisa de rebelde satisfacción.

- Hay que retirar el pan.
- Y picar el cemento para hacer sitio.
- No se puede echar tanta mezcla.

Cada uno aportó lo que su propia vivencia le dictaba.

Seguí sus pasos, uno por uno. Quité el pan, del que salió suficiente para que merendásemos todos, y uno de ellos cogió la maceta y el cincel y se puso a picar en el cemento.

- ¿Ves? Así.
- Déjame, hombre (me ofrecí yo).

Notaba sus sonrisas de suficiencia y su falta de confianza por encima de mi encorvada espalda mientras martilleaba el cincel.
-    ¡Más fuerte, hombre, que así no acabaremos nunca! 

Resonaban sus gritos en mis oídos, que me iban animando hasta el punto de que, sin miedo alguno a resultar herido, golpeé con energía, preso de una furia entusiasta y desatada.

De repente, el sudor que resbalaba por mi cara empezó a ser sospechosamente abundante. Muy abundante. Tanto, que me empapaba completamente la ropa y me cegaba.

Algo había pasado. No fui consciente de ello hasta que levanté la vista y vi las caras de mis cuatro vecinos, así como sus aspavientos.

- Cierra el paso del agua, rápido, que has reventado una tubería
- ¿Y dónde coño se cierra el agua?
- Yo qué sé, es tu casa.
- Pero ¿qué tengo que buscar?
- Un grifo.
- Y ¿vale cualquiera?
- No, hombre, tiene que ser el que da paso al agua del lavabo.
- ¿Y dónde coño se cierra el agua?


Y así, en bucle, el tiempo suficiente para que el lavabo quedase completamente cubierto por un par de centímetros de agua.

Finalmente di con el grifo y pude enfrentarme con serenidad al dantesco espectáculo.  

Mientras secaba el suelo, las lágrimas de mi cara y las de la cara de mi esposa, los vecinos desaparecieron misteriosamente.

Sin embargo, como de la nada, dos de ellos volvieron cargados de herramientas. Milagrosamente, entre los dos dispusieron del equipo y la pericia suficiente para cortar la tubería pinchada, reemplazar el segmento dañado, soldarlo y dejar la instalación del agua de nuevo en funcionamiento. 

Uno de ellos, incluso se ofreció a venir a mi casa, al día siguiente, y colocar la baldosa cuando todo estuviese seco.

Puede que fuese por la persistencia de la sonrisa durante aquella noche, por lo que al día siguiente me desperté con dolores en la mandíbula. Aunque el origen del dolor bien podría atribuirse a lo intensamente que piqué el cemento.

Tal como había prometido, el vecino vino y colocó la baldosa en su sitio, a nivel y con sus juntas blancas. El único inconveniente es que, como había poco espacio y no se atrevía a intentar quitar cemento de nuevo con el cincel, la enganchó con silicona.

A pesar de lo satisfactorio de su intervención, al cabo de una semana la baldosa volvía a ser libre y feliz en su balanceo.

Durante años, toda la familia ha estado evitando e ignorando a la maldita baldosa, con la secreta y compartida esperanza de que se sintiese humillada y acabase por soldarse sola.

Estoy firmemente convencido de que así hubiese ocurrido, per nos ha faltado la paciencia suficiente y, hace unos días, volví a buscar y encontrar los enseres de albañilería y los polvos blancos. La he colocado y he dibujado una graciosa y curvilínea junta blanca a su alrededor.

Sobresale un poco, no lo niego, pero pronto aprenderemos a valorar las ventajas de orinar en altitud.

(*) La foto que ilustra el post es de Jessica Alba, vestida de azul añil. (Alba-añil, para los que tienen reflejos más relajados).


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