Mi vida como CORREDOR PIRATA





Los precios de las carreras populares se están volviendo cada vez más impopulares.

Los organizadores, en su mayoría empresas altruistas y transparentes en las que el ánimo de lucro brilla por su luminosa ausencia, se devanan los sesos en busca de espónsores y subvenciones municipales que les permitan ajustar el precio de la inscripción.

Sin embargo (“no obstante” para los fieles), a menudo no lo consiguen del todo y la participación de anunciantes que proporcionan avituallamiento y material, junto con la aportación de los ayuntamientos en forma de remuneración y cesión de instalaciones, les impide rebajar la cuota por corredor y se ven en la obligación de quedarse en posesión de unos beneficios a los que no aspiraban, ni mucho menos, qué me estás contando.

El caso es que, como la mayoría de las carreras se celebran fuera de circuitos privados y las calles y montañas tienen libre acceso, últimamente me he visto en la obligación económica de prescindir de dorsal y correr algunas a pelo, con el riesgo que ello conlleva.

Esos riesgos, insospechados hasta el momento de enfrentarme por primera vez a una de ellas, se dividen en físicos y psíquicos, aunque íntimamente ligados y, en ocasiones, solapados.

La parte física es evidente. Uno ya tiene una edad y la posibilidad de sufrir algún tipo de colapso durante un esfuerzo físico empieza a tener un índice de probabilidad que no se puede despreciar. Por no hablar de posibles lesiones musculares o articulares durante el transcurso de la carrera. 

Si corres con dorsal es casi imposible sufrir daño alguno. Y si ocurriera, la seguridad social no te daría la espalda y te abandonaría miserablemente, sino que te curaría antes de que el primer corredor llegase a meta, operándote incluso en la unidad móvil de primera intervención, si así fuese necesario.
Las consecuencias psicológicas de participar en un evento deportivo sin haber pagado la inscripción es algo que, lamentablemente, yo ya he padecido.

La tensión es casi insoportable. En la línea de salida, todos los corredores lucen sus números en el pecho, orgullosos. En las que son realmente caras, además aparecen sus nombres: Joan, María, Pedro, Remigi, Lluisa. Por las sonrisas que se cincelan en sus caras, adivinas cuáles de ellos se llaman realmente como pone en el dorsal y quienes han “heredado” misteriosamente el de una baja de última hora.

Con la cabeza baja y la mirada huidiza y humillada estamos los parias, los piratas de la carrera. En el último cajón para evitar suspicacias y sin calentar ni hacer estiramientos, asumiendo que no nos merecemos empezar con ventaja alguna.


Se da la salida, que oyes a lo lejos, y comienzas a andar despacio, con cuidado extremo de no estorbar a ningún corredor oficial, mirando el gps de pulsera como si te estuviese contando algo muy triste e importante.

Es el sentimiento de culpa lo que te hace romper a sudar, no el ejercicio. Un sentimiento que se agrava al ver que los oficiales, los que tienen más derecho que tú, aún no tienen ni una manchita en las camisetas. Y eso te hace sudar más copiosamente. 

Entonces ralentizas un poco más el ritmo, con la intención de dejar que los que llevan dorsal suden más que tú, que para eso se han dejado los cuartos.

Llegas al primer avituallamiento. Es agua. Estás seco, entre los nervios y la distancia recorrida, la lengua es un trapo colgando de los labios. Pero no te atreves a coger un vaso porque te parece que el voluntario te va a hacer un scanner completo y va a detectar que tu número es el 666. Y entonces se va a parar la carrera para que los municipales te detengan y te lleven a comisaría, donde te van a practicar la búsqueda del dorsal por vía rectal. Este es el primer momento de solapamiento de sufrimiento físico y mental.

Por el camino encuentras un parque donde hay una fuente, te hidratas por dentro y por fuera, recuperas la ilusión por vivir y por correr y por sentirte parte de la especie humana y continúas, ya menos preocupado porque todo el mundo suda sin contemplaciones.

La llegada a meta es la parte más comprometida. Si no vas en un grupo, temes que al pasar por la línea no suene ningún beeeep del chip de control de tiempo y te echen de la carrera, teniendo que hacer de nuevo el circuito en sentido inverso. 

Una vez que cruzas la línea de llegada, preferiblemente por el exterior del arco, tomas disimuladamente el camino contrario al que llevan el resto de finishers, deseosos de recoger su obsequio, su bocadillo y su botella de agua. 

Buscas inconscientemente a otros piratas para cruzar miradas cómplices a la vez que culpables y no sentirte solo. El único.

Abandonas discretamente el lugar del crimen, sin mirar atrás.

Como después de pillar una cogorza, al día siguiente te prometes que nunca más. 

Pero luego se me olvida. 




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