Mi vida como Mr. FILIPINAS




La Navidad es la época del año en la que todo el mundo piensa en los demás.

Te acuerdas de que los demás te la han jugado en algún momento del año, de que alguno de los demás te ha abandonado o perdió definitivamente dirección y tu teléfono. Pero, ¡Ey! eso también es acordarte de los demás. Incluso, en ocasiones, de las madres de algunos de los demás.

Ahondando en el concepto, hay que aclarar que esas madres forman parte, a su vez, de los demás como conjunto.

En Navidad, uno se vuelve generoso, comprensivo, dadivoso y preservativo, por continuar con la rima fácil. 

Hecha esta introducción, debo de reconocer que odio la primavera. Con toda la animadversión de la que soy capaz.

Todas estas apreciaciones caen así, desordenadas y caprichosas, como empujadas por una corriente de aire traicionero. Ahora estamos a finales de otoño, en Barcelona y sopla un viento del copón. Un viento que me ha tirado al suelo al doblar una esquina, en un callejón que canaliza el aire y lo propulsa con fuerza, en ráfagas tan sorprendentes que me han llevado a ver las grises baldosas muy de cerca. 

Dos señoras se han acercado para recogerme. Tiran de mis cansados brazos a la vez que un hombre ha llegado a nuestra altura y ha sumado sus fuerzas. Entre los tres, me han incorporado.

Me recreo en mi recién recuperada corporeidad mientras hablan entre ellos. Parece que no se conocen. Yo no les entiendo pero, con gestos, les pido que me alcancen el gorro de lana, que se ha quedado tirado.

Con mi mejor inglés, el de Beverlly Hills, intento dar las gracias mientras me alejo.

Ni entienden mis gracias, ni puedo alejarme mucho. En la caída me he dañado una pierna y me cuesta mantener el equilibrio. Además, el viento no cesa y el gorro vuelve a volar. No me gusta nada que se vea mi cabeza. Ahí donde hoy luce una calva, una vez hubo cabello negro y lustroso, la envidia de Manila.

Las señoras me sujetan e impiden que vuelva a caer. Hablan con el hombre, al que le ha salido una niña de detrás de las piernas. Sonrío a la niña porque a las niñas hay que sonreírles siempre.

Las dos mujeres me dejan y ocupan su lugar el señor y la niña. Cada uno a un lado.

El hombre me habla en inglés y me pregunta si puede acompañarme y a dónde.

Improviso un sitio. Me acuerdo de que, allí cerca, está el Palau de la Música. Un sitio precioso que, al lado, tiene un banco resguardado del frío y donde da el sol toda la tarde.

A pasitos cortos, vamos avanzando mientras me pregunta cosas como de dónde soy, dónde vivo, quién soy, si he comido algo. La niña me mira con unos ojos grandes que son un interrogante y yo le respondo con mis mejores sonrisas. A las niñas, siempre hay que sonreírles.

Les hablo de mi juventud en Manila, de mi carrera como actor en los Estados Unidos. Me mira con escepticismo cuando nombro a Ava Gardner, Montgomery Clift o Marlon Brando como compañeros de rodaje.

Aunque no lo dice, por su cara adivino que no me cree cuando le digo que este cuerpo, viejo y maltrecho ahora, fue un día digno de portar la banda que acredita al hombre más guapo de mi país. 

Para convencerle, le menciono que, años más tarde, mi hija seguiría mis pasos para convertirse en Miss Filipinas. 

Llegamos a mi banco favorito y le miento para permitir que su conciencia no sufra: "no te preocupes, en un rato vendrán unos amigos a buscarme para llevarme a casa en coche".

Su hija, que no me entiende, me mira y yo le sonrío de nuevo. A las niñas, siempre.

No sé como agradecerles su amabilidad. Sólo se me ocurre darles pruebas fehacientes de que todos mis relatos son ciertos. 

Le pido un último favor: "abre mi bolsa, a mí me tiemblan demasiado las manos. Saca el canuto de cartón y destápalo. Dentro hay papeles. Ven, dámelos para que te los enseñe."

Delante de sus incrédulos ojos, voy haciendo desfilar mis fotos junto a la Gardner, con Boggart, al lado de Clark Gable. Le muestro fotos de mi hija, preciosa en su vestido azul de gala con la banda de reina cruzando su pecho. 

El golpe final es un retrato mío, en lápiz, de cuando a mis 18 años gané el concurso que me convertía en el joven más bello de Filipinas, el que veía ante sí el más prometedor futuro, el más afortunado.

Veo el papel iluminarse por el brillo de la certeza que desprenden sus miradas.

Sonrío a la niña porque a las niñas, estrecho la mano del hombre y me despido con un gesto y algunas palabras que he aprendido en español.

Les contemplo alejarse por pura cortesía. Si se dan la vuelta, quiero que me vean seguirles atento. 

Tengo hambre y me duele la pierna, pero de eso me ocuparé más tarde. 

Ahora acabo de ver a un joven que suele sentarse en este banco algunas tardes y al que aún no he enseñado mis láminas.


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