Andalucía, Granada,
montañas del Sistema Subbético.
Un recio agricultor de
la zona, respetado y respetable, en sus 60 largos. Enjuto, la piel surcada por
profundas arrugas que son la prolongación de las que se dibujan en las
interminables filas de olivos en el monte. Práctico y endurecido por el trabajo
a la intemperie.
Junto a su esposa,
menuda y tímida, toma un autobús que le conduce hasta la ciudad. Allí, otro que
les lleva al aeropuerto.
Tras una hora y veinte
minutos de vuelo, aterrizan en Barcelona, donde les recoge su hijo para
llevarles a casa. Su hijo es, a la vez, mi padre.
Este vínculo, junto con
las visitas mutuas y un afecto demostrado con hechos contrastados, convierten a
la pareja en mis abuelos. Rafael y Fermina.
Vienen a pasar unos días
junto a la familia catalana. La fecha escogida obedece a mi esperado debut como
músico de orquesta, tras dos años de estudios en la escuela municipal.
Tengo 11 años y bordo el
minué y la entradilla de la banda sonora de la Guerra de las Galaxias con mi
flauta dulce, que tiene una extraña forma curvilínea a causa de todo un verano
expuesta al sol en el salpicadero del coche. Para sorpresa de propios y
extraños, veo en la deformación del instrumento una gran ventaja, ya que
anatómicamente se adapta mejor a la forma de mis dedos, que corren con agilidad
al ritmo del pentagrama.
Llega el día del
concierto. Es nuestra oportunidad de cerrar el curso demostrando a nuestros
seres queridos cuánto ha cundido el dinero invertido en nuestras clases.
Entre bambalinas, oímos
el creciente murmullo del público que va ocupando sus asientos. Puedo imaginar
a mis padres, hermanos y abuelos codeándose, en el sentido literal de la
palabra, con otros seres humanos para conseguir las mejores butacas.
La profesora, a la sazón
directora de la joven orquesta, va dando instrucciones a todos los niños para
que cada uno se sitúe donde le corresponde, mientras el telón del escenario
permanece cerrado.
Cuando me ve aparecer a
mí con la flauta torcida, me la quita de las manos y la tira al foso.
Rápidamente, la sustituye por una caja china y me dice:
-
teec-teec-…
tectec.
Le miro a los ojos sin
comprender.
Me vuelve a arrebatar la
caja y me demuestra empíricamente a qué se refería. Debo de tocar, durante todo
el rato que dura la primera canción, esas notas:
- teec-teec-… tectec. Teec-teec-… tectec.
Hago la prueba y me sale
súperbien. Soy un niño avispado, con oído musical y sensibilidad.
Cuando el batería, el
teclista, los dos violinistas, cuatro flautistas, la del chelo, el de la
travesera, el guitarrista y el del clarinete han ocupado sus lugares, se
descorre lentamente el telón.
El patio de butacas está
oscuro, pero mientras la profesora hace una pequeña introducción y presenta la
obra que vamos a interpretar, consigo distinguir el lugar donde se sientan mis
familiares, a quienes dirijo una sonrisa cómplice.
Como de: “ya veréis,
ya”.
La directora, en
adelante Montse, se pone de espaldas al público y nos da la entrada,
acompañándose de la batuta:
-
Yun,
osss, ¡Yun-dos-tres!
A la vez que estoy
tocando mi frase con vigor, golpeando la caja sin compasión, voy dando pasitos
cortos hacia la derecha para esconderme justo detrás de un niño gordo que está
haciendo llorar a la guitarra y a las tres primeras filas.
Logro pasar
desapercibido hasta que finaliza la pieza y arrancan los aplausos, tímidos al
principio y desatados al cabo de unos segundos, como en una peli americana.
Vuelve a cerrarse el
telón y, de nuevo, instrucciones para todos. La cara de Montse está crispada
por los nervios y se adivina frustración en la mueca que se le ha quedado
congelada.
Mientras suelta
cariñosos capones de ánimo, me acerco hasta ella para sugerirle que me otorgue
un mayor protagonismo en la siguiente interpretación:
- ¿Puedo tocar la
flauta? Esta me la sé.
- Ni de coña.
Coge el instrumento de
madera y me da un triángulo metálico con un palito del mismo material.
- Cling-cliiing… cling-cling-cling.
- ¿Eh?
Lo toma en sus manos de nuevo, toca la frase y me lo devuelve.
Una vez más, demuestro una habilidad poco común y reproduzco las
notas con exactitud.
Montse me coloca, cogiéndome por los hombros, en la segunda
fila, al lado de la batería y detrás de un trombón.
El telón vuelve a abrirse, ceremonioso, y el público nos recibe
con vítores y hurras, completamente entregado y deseoso de oír más.
Relajado y camuflado entre platillos y tambores, toco el
triángulo sin ton ni son, aturdido por los zapatazos con los que mi compañero
se ensaña con el bombo, consciente de que nadie me ve ni me oye.
Tanto me relajo, que cuando por fin se oye el chim-pun del
final, yo sigo dándole con la varilla de hierro, rompiendo el necesario
silencio que precede al aplauso.
Sólo es un segundo, pero el eco de la vibración sigue resonando
en los oídos del respetable hasta que, sin venir a cuento, alguien empieza a
dar palmas y acaba con la agonía.
Acaba el concierto y, tras despedirme del resto de músicos, acudo
al encuentro de mi familia, que me espera a la entrada del teatro.
Me topo de bruces con la mirada severa de mi abuelo: Rafael el
Gallo. Hijo de El Gallo. Padre de Juanito, el de Rafael el Gallo. Mueve la
cabeza levemente, a lado y lado, antes de bajar la testa para murmurar algo así
como “qué hemos hecho mal”. Después mira hacia mi padre, que también acota la
cabeza y se dirige a mí:
-
Vamos, anda.
Toda la comitiva emprende la marcha, dejándome a mí acompañarles
unos pasos por detrás.
Mi padre, convencido de las dotes que atesoraba, volvió a
apuntarme a música al año siguiente, que fue el último de mi carrera. Antes de
echarme de la escuela, Montse me reveló que el mío era un talento escondido,
oculto tras varias capas de falta de ritmo y melodía, incapacidad para asimilar
el solfeo y nula habilidad digital.
Recientemente, mi hija me ha llenado de orgullo repitiendo, a su
manera, mi trayectoria musical.
En una batucada en el colegio, se le dio la oportunidad de tocar
una pandereta durante los ensayos. Poco antes de la actuación, hizo ver al
profesor que el suyo era un papel poco relevante a tenor de las aptitudes
demostradas.
Para mayor gloria del clan, el día del evento tocó una campana.
Puede que haga falta alguna generación más para que el genio
musical de los Gallos llegue a ser entendido por el gran público.
Mientras tanto, nos hacemos callar en privado.
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