Mi vida como SANADOR



Yo era un muy buen mecánico.

De los que oyen un motor y son capaces de adivinar si es de gasolina o diesel. Si se trata de un Renault o un Ferrari. Si la tercera no acaba de entrar bien por un problema de desgaste en el engranaje o porque el recorrido del pedal de embrague está atascado en algún punto.

Solo escuchando, sin mucha atención siquiera, podía estimar con un margen de error de 10 kg el peso del conductor habitual del vehículo.

"Por cómo suena la amortiguación izquierda, el dueño está en los 95 kg, aproximadamente".
  
A base de afinar el oído, llegué a predecir a qué género pertenecía el conductor, cuál era su raza y cuál su estado civil.

Tenía habilidad, no sólo para reconocer ruidos, sino para reproducirlos sin resultar ridículo. Cualquiera de vosotros, tristes lectores, se siente avergonzado cuando un profesional del motor le pide que imite un sonido que resulta poco prometedor en su coche. Sin embargo, los expertos podemos hacer un TAPATAPATAPA, un BROUUUUMMMMGGGCHSSSSSSS o un ÑIEEEECC sin despeinarnos, sin arquear las cejas, sin perder la compostura o un ápice de nuestra dignidad. 

Una vez, llegó al taller un Citröen Golf. Yo estaba tumbado boca arriba, bajo el motor de una furgoneta y lo oí entrar. Ni siquiera tuve que girar la cabeza para reconocer el modelo, el problema que le traía al garaje, el otro problema (que su dueño aún no había detectado) que le traería de nuevo, más adelante, el sobrepeso que aquejaba a la esposa del conductor y, de una forma que me sorprendió a mí mismo, la hepatitis C de su marido.

Cuando, interiormente, me dije a mí mismo que aquel hombre tenía un problema en el hígado, me asusté y, tratando de incorporarme súbitamente, me golpeé la frente contra la tapa del delco que me hacía de parasol, perdiendo momentáneamente el conocimiento.

Como habitualmente pasaba horas en aquella posición, tirado bajo algún motor, nadie se percató de mi inconsciencia hasta que yo mismo recuperé el sentido.

Asomé el hocico para comprobar que el enfermo seguía allí. Un compañero le atendía, tomando nota de sus datos. Me acerqué por detrás y, aprovechando que estaba sentado y concentrándome muchísimo, invocando a las fuerzas cósmicas que me acompañaban y sintiendo que toda la energía del universo se concentraba en mis dedos, posé una mano sobre sus hombros.

El hombre se giró inquieto y me miró con la cara del paciente ansioso por conocer el diagnóstico.

Yo le pregunté:

- ¿Está usted bien?
- Sí.

Estaba curado.

De alguna manera, había percibido que el mal se había apoderado de su cuerpo, había reunido el poder suficiente para librarlo de él y, solamente tocándole, le había sanado.

Ni tenía evidencia alguna, ni necesitaba de ellas. Sabía qué es lo que había pasado y que podía volver a repetirlo en cualquier momento.

Aquel mismo día, salí del taller convencido de que nunca más volvería a pisarlo.

Me equivocaba, pero esa es otra historia.

Comuniqué a mi familia la decisión que había tomado: iba a sanar a gente. No pensaba cobrar nada, lo hacía porque quería que las personas estuviesen bien.

Luego si alguno quería agradecérmelo materialmente, bienaventurado fuese y bienvenida fuese la dádiva.

Mi mujer me preguntó que porque hablaba así de repente, que yo nunca había dicho bienaventurado ni dádiva y que si estaba gilipollas, que yo era mecánico.
No le hice caso y llamé al diario para poner un anuncio breve.

Al día siguiente sonó el teléfono:

- Hola.
- Hola.
- ¿Cómo estás?
- Bien, ¿y usted?
- Caliente. ¿Qué llevas puesto?
- ¿Perdón?
- ¿Susana?
- No, te equivocas.
- ¿No eres Susana?
- No, soy Raúl.
- ¿Y no has puesto un anuncio en el periódico?
- Emm… Sí. Pero no soy Susana. Igual se han cruzado los números.
- Pues disculpa.
- Nada.

Me levanté del sofá para quitarme el pijama, ponerme un elegante chándal y salir a la calle a comprar la prensa.

Yo había dado unas instrucciones muy claras a la operadora que me tomó nota para el breve:

-    Apunta: SE SANA. Atención 6659455 y dos números más.

Pues bien, la señorita transcribió como:
SUSANA, atenciones en el 6659455 y dos números más.

A la vez que me imaginaba a mí mismo sanándole la sordera con una imposición de mano abierta entre el cuello y la oreja, llamaba al número del diario para subsanar el error.

Cuando colgué, tenía unas siete llamadas perdidas, de modo que apagué el móvil hasta que, en la edición del día siguiente, la información se diese de forma correcta.

Una semana más tarde recibía la primera llamada en la que nadie preguntaba por Susana o susurraba gemidos desde el otro lado.

Se trataba de un escéptico. Un hombre enfermo que necesitaba creer pero, en su interior, en lo más profundo, desconfiaba.

Ahí estaba su dolor. En la desconfianza.

Le hice venir. Tan pronto como aparcó en la puerta de casa, murmuré: 

“Hyundai Saxo”

Cuando abrí, sus ojos me dijeron: LUPUS.

Entró en casa, desconfiando de todo sin darse cuenta. Mi perro le ladró, afianzando mi opinión.

Desde la cocina, oí a mi mujer decir:

"Tú no tienes perro" 

Sin dejar de desconfiar ni un sólo instante, el señor se sentó en una silla del salón y confesó lo que yo ya había adivinado:

- Me duele un montón la espalda.
- Se trata del lupus.
- ¿Eh?
- No me pregunte cómo, pero lo sé.
- Y ¿cómo se cura?
- Venga pacá.

Lo senté en mi regazo y le acaricié la cabeza como a un niño. Era un señor desconfiado y bajito. Le abracé fuerte, apoyé su frente en mi pecho, le dí besos en la calva y le fui susurrando en voz queda:
-    Yasta, yaaasta.


Que es lo que el instinto de sanador me dictaba.

Brincó hasta la puerta y desapareció para siempre, obvia y milagrosamente aliviado de su dolencia. La vibración del motor de su Daewoo León alejándose me devolvió parte de la energía perdida durante la sanación. 

De hecho, pronto reconocí ese cansancio súbito como una de los principales inconvenientes para desarrollar mi actividad como persona que sana. Podía pasar días tirado en el sofá, sin ganas de nada y sin más fuerzas que las imprescindibles para cambiar de canal con el mando de la tele. 

En ocasiones, las etapas de abatimiento ni siquiera eran posteriores a la visita de un paciente. Simplemente, no podía levantarme y mi mujer me llamaba holgazán, perro inmundo y deshecho de la sociedad.

El otro gran obstáculo era la prisa de los atribulados nuevos sanos por salir de mi casa, casi como huyendo, dejando atrás su dolencia y sin tiempo de agradecer la terapia con algún tipo de remuneración que evitase otros sutiles comentarios de mi mujer, complementarios a los anteriores y semejantes a vago de los cojones, gordo mantenido vete de una puta vez con tu madre. Y cámbiate de ropa, por Dios, que apestas. 

Yo tenía una misión que me permitía ignorar sus diatribas. Así como tenía también un don y, quien fuera que me había distinguido con él, quería que lo utilizase por el bien de la humanidad. Sin embargo, al cabo de unos meses se fue y yo empecé a tener hambre. 

Se fue mi mujer, el don sigue conmigo.

Sentirme solo y que, solos, se me cayesen los pantalones del pijama, fue lo que me sacó de casa y me llevó de nuevo al taller, a escuchar otra vez motores y amortiguadores.

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