Ejercí la más antigua de
las profesiones durante un corto periodo de tiempo. Una sustitución de un mes.
Lo que tardó el hospital en verificar los datos del currículum y comprobar que
no tenía formación ni titulación.
Para entonces, yo mismo había
constatado que tampoco tenía vocación ni estómago.
El trabajo estaba bien.
Llevaba a la gente en camillas por largos pasillos, les cambiaba la botella de
los goteros cuando se acababa el suero, quitaba la mierda que se enganchaba en
las ruedas de las sillas y que hacía que fuesen traqueteando, daba conversación
a los enfermos, a los doctores, a las enfermeras y a los anestesistas.
De hecho, los anestesistas
me daban conversación a mí. Tienen la facultad de dormir a la gente practicando
cualquier actividad y, conmigo, ejercitaban sus aptitudes para adormecer
mediante el uso, única y exclusivamente, de la voz humana. Para ello recurrían
a temas tan alejados del objetivo final como el partido de fútbol del día
anterior, la película que iban a ver ese
fin de semana o la última discusión con su cuñado sobre trucos del FIFA14.
Asistía como colaborador
en pequeñas intervenciones rutinarias. Para mover al paciente cuando estaba
dormido, para ajustar la altura de la cama, traer cafés, vigilar que ni los
cafés ni los instrumentos de tort… quirúrgicos cayesen sobre nadie que
estuviese durmiendo en aquel momento…
Quien dormía, a menudo,
era un paciente. Pero no siempre.
En mi primera semana,
aprendí que hay muchas cosas que hacen los enfermeros y los médicos por un tema
de status, pero que en realidad están al alcance de cualquiera. Abrir en canal
a un señor para ponerle un marcapasos en el corazón no, pero volver a clavar
una vía que se sale por error de la muñeca de una parturienta es fácil.
Así lo constaté mientras
trasladaba a una feliz mamá que, con su bebé en brazos y la sonrisa iluminando
un rostro cansado, salía de la sala de partos para volver a la habitación.
Sin
dejar de conducir la camilla, me acerqué
por un lado, sigilosamente, con la intención de ver de cerca el bebé. Al
hacerlo, se me enganchó un bolsillo de la bata en la etiqueta que ponemos en la
sonda para identificar el calmante que estamos inoculando y, al tirar, la vía
que tenía insertada en la mano saltó.
Percibí la mueca de dolor
en la cara de la madre, aliviada inmediatamente cuando yo reaccioné de forma
instintiva y volví a clavar la aguja más o menos en la misma zona donde estaba
anteriormente. Para evitar que le hiciese daño, se la aguanté con mi mano un
ratito, mientras le decía lo rollizo y buen zagal que era su bebé.
La señora lloraba.
Normal. Debe de ser muy
emocionante, eso de parir.
Una de las tareas más
gratificantes que he tenido la oportunidad de llevar a cabo en el hospital, es
colaborar en pruebas colonoscópicas, aportando mi granito de arena a que todo
se desarrolle dentro de un clima de calma y buen ambiente.
Una vez que el paciente se
duerme y todo está preparado, la doctora se concentra mucho en inserir la
cámara con el cablecito por el recto de quien está ahí tumbado, de medio súbito
cupino de esos, ¿o tengo que recordaros mi falta de formación?
A mí me sabe mal, porque
no es plato de gusto para nadie, que un culo es un culo por muy médico que
seas. Y a veces intento rebajar la tensión contando algún chiste o, por
ejemplo, dibujando un bigote en el cachete con un rotulador y moviéndole las posaderas
para que parezca que habla.
Al enfermo, a la doctora
no, que tiene muy malas pulgas.
A mí me parece que el
equipo se relaja y deja de padecer por lo que va apareciendo en la pantalla,
que emite las señales de la cámara que previamente han introducido por el ojal.
Yo creo que, si la dirección
decidió echar otro vistazo a mi currículum y comprobar los datos, fue por el
paciente aquel al que le estuvimos probando las gafas de todo el personal y, al
final, nos liamos y cuando se despertó llevaba las de una señora que se nos
había ido unos minutos antes.
Igual le sentó mal, porque
no eran de la misma graduación que las suyas.
En realidad, y visto en
perspectiva, no me importa no continuar allí, porque hace falta ser de una
pasta muy especial para trabajar en un hospital.
Y yo no estoy hecho para
ver como todas las enfermeras se fijan antes en un médico, por muy feo y
antipático que sea, que en un apuesto celador.
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