Cuando hablo por teléfono con desconocidos tengo dos
registros.
Uno es el tono borde, seco, impersonal. El de demostrar que me
importa muy poco su oferta de telefonía o seguros.
El otro es el extremo contrario, el su-su-suave. La
voz se me modula sola y, desde el segundo uno, el interlocutor al otro lado sabe
que está hablando con alguien extremadamente educado, atento, cariñoso y dispuesto
a reducirse a cenizas con tal de conseguir lo que sea que vaya a pedir.
No deja lugar a dudas, es una actitud tan dulce, tan
acaramelada, que solo puede preceder a una solicitud. A-Y-U-D-A es lo que se
lee entre líneas.
Reconozco que no es la mejor de las posturas a la hora
de negociar, pero puedo evitarlo tanto como el gruñir a los comerciales de
filtros de agua.
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