Mi vida como CAMARERO (Capítulo 2o)


El mundo se divide en dos tipos de personas.

A un lado se sitúan los que trabajan o han trabajado de camareros. Al otro lado los demás.

Hay otras posibles clasificaciones, como deportistas y sedentarios, ruralistas y urbanitas, republicanos y monárquicos o de ducha y de baño. Pero ninguna es tan definitiva ni tan reveladora como la de ser o no ser camarero.

La principal habilidad que se desarrolla al servir en un bar, cafetería o restaurante y que no poseen quienes no lo han hecho, es la de esquivar con naturalidad el más vehemente de los requerimientos de un cliente.

Poder pasar junto a alguien que te está gritando ¡jefe, oye, chico, pssst, garsón o aeromoso!, tirándote de la manga, rogando que le atiendas y que parezca que no te estás dando cuenta, es un arte que compartimos todos los que hemos pertenecido, en algún momento, al gremio de la hostelería.

Contrariamente a lo que se ha especulado durante décadas, dando lugar a diversas teorías que defienden que esta habilidad se obtiene mediante el entrenamiento, he descubierto recientemente que no es fruto de la práctica.

Sencillamente, se adquiere de inmediato al ponerse alguien un delantal y sortear un par de mesas en, por ejemplo, una terraza. Es automático. Espontáneo.

Es, además, útil en la mayoría de las situaciones que se producen durante el desarrollo de la profesión.

Sin embargo, en el caso que nos ocupa no se da la circunstancia de poder usar la tan imprescindible habilidad. De hecho, ni siquiera era necesario explicarla al efecto de introducir la historia, pero no he querido dejar pasar la oportunidad de restregar al lector una capacidad en la que yo destaco y tú, pobre diablo, no.

En realidad, en esta entrada pretendía hablar de mi experiencia como víctima de crímenes y robos mientras estuve al servicio de Cannelle, el café francés del que he hablado en alguna otra ocasión (Capítulo 1o).

A lo mejor, decir que yo fui la víctima es un poco egocéntrico pero, como trabajador de la empresa, cualquier ataque a un cliente o al propio negocio lo considero un agravio personal. 

¡Qué coño va a ser egocéntrico, hombre! 

En realidad, cuando roban a un cliente, ya sea habitual o esporádico, la afrenta se me está haciendo a mí, como abnegado empleado, implicado e involucrado con la compañía. No digamos, ya, si lo que se roba son los mismos ingresos que yo he ayudado a meter en la caja, billete a billete. Pound a pound.

Un sábado por la tarde en el que las tiendas de Oxford St., al lado de la cafetería, están llenas de compradores compulsivos, atiborradas de turistas indecentemente adictos al gasto, atestadas de cuerpos sudorosos, trémulos y excitados, hacinados los comercios, devorados los escaparates por miradas de loco.

Una descripción que responde, con precisión, igual a un lunes por la mañana, un martes de invierno o un jueves de mayo.

Se acerca una pareja al mostrador que se acaba de levantar de una mesa en la que, sin haber notado nada, les han distraído el bolso.

Damos la voz de alarma, pero con tranquilidad. Avisamos a los bobbies que se apresuran entre ladridos, las lenguas colgando por debajo del cuello del uniforme y jadeando, para tomar nota de la denuncia.

Se trata de cacos con un modus operandi tradicional y muy conocido en la zona. Tan acostumbrados están, que incluso tienen fotos con los sospechosos que nos enseñan e inmediatamente reconocemos:

- ¿Son estos?
- Estos son. Pero vestido de otra manera, como turistas. 

En eso, precisamente, consiste su sofisticada técnica. Son maestros del camuflaje, británicos Mortadelos del hampa. Se trata de una pareja que entra en el establecimiento, se sienta a una mesa, acude a algún otro cliente en una pretendida búsqueda de información sobre algún punto interesante en la ciudad para, disimuladamente, robar el bolso del incauto, mientras éste se desvive por proporcionar la explicación solicitada. 

Mis compañeros y yo mismo, aturdidos y enojados, tomamos buena nota mental del procedimiento, así como del retrato de los malhechores para impedir, en un futuro, que una situación tan irritante se repita.

El futuro llega al cabo de un tiempo indeterminado, avisando tan poco de su llegada como los puñeteros delincuentes, de quienes volvemos a tener noticia cuando otro cliente viene a dar la voz de alarma al percibir la ausencia de parte de sus pertenencias.

De forma inmediata, mis compañeros y yo nos miramos asombrados de estar reconociendo, sin habernos percatado antes, a los carteristas. Cuando ya se han ido, claro. 

Así que era de eso, de lo que nos sonaban...


Si de algo me sirvió aquella experiencia, fue para entender que Sir Arthur Connan Doyle y Agatha Christie sólo podían ser originarios de ese terruño.

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