El mundo se divide en dos tipos de personas.
A un lado se sitúan los que trabajan o han trabajado de camareros. Al otro lado los demás.
Hay
otras posibles clasificaciones, como deportistas y sedentarios,
ruralistas y urbanitas, republicanos y monárquicos o de ducha y de baño.
Pero ninguna es tan definitiva
ni tan reveladora como la de ser o no ser camarero.
La
principal habilidad que se desarrolla al servir en un bar, cafetería o
restaurante y que no poseen quienes no lo han hecho, es la de esquivar
con naturalidad el
más vehemente de los requerimientos de un cliente.
Poder
pasar junto a alguien que te está gritando ¡jefe, oye, chico, pssst,
garsón o aeromoso!, tirándote de la manga, rogando que le atiendas y que
parezca que no te
estás dando cuenta, es un arte que compartimos todos los que hemos
pertenecido, en algún momento, al gremio de la hostelería.
Contrariamente
a lo que se ha especulado durante décadas, dando lugar a diversas
teorías que defienden que esta habilidad se obtiene mediante el
entrenamiento, he descubierto
recientemente que no es fruto de la práctica.
Sencillamente,
se adquiere de inmediato al ponerse alguien un delantal y sortear un
par de mesas en, por ejemplo, una terraza. Es automático. Espontáneo.
Es, además, útil en la mayoría de las situaciones que se producen durante el desarrollo de la profesión.
Sin
embargo, en el caso que nos ocupa no se da la circunstancia de poder
usar la tan imprescindible habilidad. De hecho, ni siquiera era
necesario explicarla al efecto
de introducir la historia, pero no he querido dejar pasar la
oportunidad de restregar al lector una capacidad en la que yo destaco y
tú, pobre diablo, no.
En
realidad, en esta entrada pretendía hablar de mi experiencia como
víctima de crímenes y robos mientras estuve al servicio de Cannelle, el
café francés del que he
hablado en alguna otra ocasión (Capítulo 1o).
A
lo mejor, decir que yo fui la víctima es un poco egocéntrico pero, como
trabajador de la empresa, cualquier ataque a un cliente o al propio
negocio lo considero un
agravio personal.
¡Qué coño va a ser egocéntrico, hombre!
En
realidad, cuando roban a un cliente, ya sea habitual o esporádico, la
afrenta se me está haciendo a mí, como abnegado empleado, implicado e
involucrado con la compañía.
No digamos, ya, si lo que se roba son los mismos ingresos que yo he
ayudado a meter en la caja, billete a billete. Pound a pound.
Un
sábado por la tarde en el que las tiendas de Oxford St., al lado de la
cafetería, están llenas de compradores compulsivos, atiborradas de
turistas indecentemente
adictos al gasto, atestadas de cuerpos sudorosos, trémulos y excitados,
hacinados los comercios, devorados los escaparates por miradas de loco.
Una descripción que responde, con precisión, igual a un lunes por la mañana, un martes de invierno o un jueves de mayo.
Se acerca una pareja al mostrador que se acaba de levantar de una mesa en la que, sin haber notado nada, les han distraído el bolso.
Damos la voz de alarma, pero con tranquilidad. Avisamos a los bobbies que se apresuran entre ladridos, las lenguas colgando por debajo del cuello del uniforme y jadeando, para tomar nota de la denuncia.
Se trata de cacos con un
modus operandi tradicional y muy conocido en la zona. Tan
acostumbrados están, que incluso tienen fotos con los sospechosos que
nos enseñan e inmediatamente reconocemos:
- ¿Son estos?
- Estos son. Pero vestido de otra manera, como turistas.
En
eso, precisamente, consiste su sofisticada técnica. Son maestros del camuflaje,
británicos Mortadelos del hampa. Se trata de una pareja que entra en el
establecimiento, se sienta
a una mesa, acude a algún otro cliente en una pretendida búsqueda de
información sobre algún punto interesante en la ciudad para,
disimuladamente, robar el bolso del incauto, mientras éste se desvive
por proporcionar la explicación solicitada.
Mis
compañeros y yo mismo, aturdidos y enojados, tomamos buena nota mental
del procedimiento, así como del retrato de los malhechores para impedir,
en un futuro, que
una situación tan irritante se repita.
El
futuro llega al cabo de un tiempo indeterminado, avisando tan poco de
su llegada como los puñeteros delincuentes, de quienes volvemos a tener
noticia cuando otro
cliente viene a dar la voz de alarma al percibir la ausencia de parte
de sus pertenencias.
De
forma inmediata, mis compañeros y yo nos miramos asombrados de estar
reconociendo, sin habernos percatado antes, a los carteristas. Cuando ya
se han ido, claro.
Así que era de eso, de lo que nos sonaban...
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