Esta tarde, al entrar en mi habitación, he visto un pájaro
pequeño y asustado en el suelo. No sé cómo ha llegado hasta el interior del
cuarto, pero he estado especulando con varias posibilidades.
Una de ellas es que la gata, en una demostración de sus
habilidades cazadoras, lo haya traído como quien ofrece un trofeo a sus
colegas. Si fuese un perro hablaríamos de ofrenda a su amo, pero tratándose de
un felino es más probable que me vea como un compañero de piso pesado y un poco corto.
Otra de las opciones que barajo es que el pájaro se haya
caído de un nido y haya caminado o aleteado hasta entrar en la casa,
desorientado y huyendo de algún depredador real o imaginario.
El animal, al notar mi presencia, se ha sentido atemorizado
y ha tratado de escapar, ignorante de mi buen corazón y mi especial estima por
los bichos.
Reconozco que, al verlo aletear por mis aposentos, yo mismo
he caído en cierto estado de nervios y cabe la posibilidad de que se me haya
escapado algún gritito, pero más de sorpresa y alegría que de otra cosa. Al
ruido de las nueces, vino mi hija que bizqueó un poco al ver al ave y se dio la
vuelta manifestando:
-
Quita, quita.
Me he visto abandonado ante un problema de primer orden, una
vez más solo y, si no fuese por mi naturaleza intrépida, indefenso.
Al conseguir arrinconar al gorrioncito en una esquina y
atraparlo con mis dos manos, he sentido cómo le latía el corazón bajo las
plumas, a la vez que sus tiernas, finas y nerviosas patitas golpeaban en las
palmas de mis manos, que hacían hueco para no herirlo.
Todas esas sensaciones se han manifestado en un escalofrío
que me ha recorrido el espinazo y que, tres horas más tarde, me mantiene los
pelos, desde la nuca hasta la rabadilla, tiesos y especialmente sensibles, como
de bestia al acecho.
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