Mi vida como GRANJERO



Esteban era corto. Como retrasado, no sé. Era muy sociable y atento, pero le faltaba un hervor. 

Esteban era mi compañero de trabajo en la granja. Yo había empezado aquella misma semana como mozo, limpiando establos y dando de comer a los animales. No era el chollo del siglo, pero me servía para ahorrar un poco durante el verano, de forma que afrontaba el curso con algunas reservas que lo hiciesen más ameno. La cerveza no es gratis para los estudiantes y en mi universidad la vida era mucho más dura sin alcohol.

Esteban llevaba allí años, por lo que entendí de sus apresuradas explicaciones. Siempre tenía prisa, siempre estaba sudando y sonreía al pasar junto a ti, sin pararse, sosteniendo un cubo de agua. Siempre llevaba en la mano un cubo de agua, unas veces lleno y otras vacío.

Mientras vaciaba sacos de pienso en los depósitos que llevaban la comida automáticamente a los comederos de los animales, me di cuenta de que el trabajo que mi compañero hacía, hora tras hora, día tras día, era llevar agua a los bebederos. De forma manual y de cubo en cubo, que transportaba desde un grifo que había en la entrada de la granja.

Yo había advertido que había otros grifos más cercanos, pero deduje que el agua que los bichos bebían tenía que ser específicamente de aquel, el más alejado, por alguna razón de tipo alimenticia, alergénica o zoológica o lo que fuese.

Esa la pasé por alto. Pero vi un carrito de mano y me creí en la obligación de abrirle los ojos a Esteban. No literalmente. De hacerle ver las cosas claras. Es una metáfora de las buenas, de las que entiende todo el mundo.

Me miró raro. Arqueó mucho las cejas y luego cerró los ojos con fuerza un rato. Volvió a abrirlos un instante y los entornó como sospechando. Que es una forma concreta de mirar raro, no se mira raro de cualquier manera. Después encogió los hombros y siguió carreteando su cubo, que derramaba agua a cada paso de lo lleno que estaba.

Le seguí empujando el carrito hasta ponerme a su altura, caminando a su lado. Le arrebaté el cubo de las manos, lo puse en el carrito y corrí en dirección opuesta, hasta el grifo de la entrada. Me siguió a duras penas, con cara de preocupación, tirándome de la manga y pidiéndome que parase para poder coger de nuevo su cubo.

Me daba pena Esteban, pero sabía que lo que estaba haciendo era por su bien, que más tarde me lo agradecería. 

Sin que me soltase de la manga, ni dejase de implorar que le devolviese su cubo, llené otros cuatro y los puse en el carro de mano. Con todos ellos y Esteban colgando de mi brazo, emprendí el viaje hasta el bebedero y allí los vacié todos.

Calculé que con otros tres viajes habría llenado el depósito y no me equivoqué. 

Esteban siguió mis instrucciones, aunque con lágrimas en los ojos y a media mañana se sentó en el borde del bebedero, rebosante de agua cristalina y fresca. 

Yo le miraba orgulloso. El me miraba compungido.

Espera. ¿Compungido porqué?

No lo sabía, yo qué sabía. Se puso a llorar. A llorar, pero de verdad. Con unos lagrimones como puños, sin ningún sentido y sin consuelo posible. Me puse nervioso, me acerqué para intentar calmarlo pero estaba demasiado alterado y acabé gritándole.

Al oírme se calló. De golpe, con la cara empapada y gotazas aún resbalándole por las mejillas, se quedó mirando fijamente el suelo, como si hubiese descubierto algo que le hubiera distraído repentinamente.

Entonces noté como se me incendiaba la cara. Primero noté el calor, luego supe que se debía a la vergüenza.

Entendí en ese momento que su trabajo se acababa cuando llenaba el depósito. Esteban lloraba porque no le quedaba nada que hacer. 

Pensé en darle alguna tarea, en explicarle que podía esconderse o pasear o vigilar el ganado o simplemente no hacer nada, pensé en que se abriese una sima en el suelo y en abrir los brazos para dejarme caer al vacío. 

Sin embargo, el sonrojo me impidió dar el más mínimo paso. Me dejó inmóvil y me permitió, únicamente, retirarme en silencio, despacio y sin mirar atrás.


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