Mi vida como MORMÓN



Yo era ateo. Muy ateo. Tan ateo, que ser agnóstico me sonaba a gentilicio de Agnostia. Era incrédulo, escéptico, irreverente. Un ateo de manual. De los que no albergan dudas.

Sé que hay quién piensa, e incluso quién lo manifiesta abiertamente, que los ateos nos acordamos de Dios en los momentos malos. Más de una vez he tenido que morderme la lengua con saña para no contestar en un arrebato, contar hasta diez con la sinhueso entre los dientes y, con sosiego, responder:

-         De esho dada, yo do me acuegdo dunga de Diosh, papa.

Con las dificultades de pronunciación propias de quién tiene hinchado el húmedo apéndice.

Habrá algún lector quisquilloso a quién le cueste enlazar esta introducción con el resto de la entrada, pero a ese lector le ruego que tenga paciencia y sobre todo, que baje las expectativas, que no sé si se da cuenta de a quién está leyendo.

¡SÉ REALISTA, LECTOR QUISQUILLOSO, COÑO!

Tenía una actitud que me predisponía en contra de cualquier animal, mineral o cosa que tocase a mi puerta con la intención de iniciarme en algún culto, prestarme algún libro que hable de deidades o, la más grave de las afrentas y un auténtico anatema para mi dogma, intentar VENDERME una revista sobre si fue antes Adán que Eva.

Reconozco que eran prejuicios. Pero esos prejuicios azuzaron mi creatividad y han conseguido hitos históricos, como que reciba a unos testigos de Jehová, un domingo por la mañana, completamente desnudo. O que haya pedido a un predicador su dirección, con la intención de devolverles la visita cuando más rabia me diese. O que en una ocasión en qué quien se paró en el quicio de mi puerta era un adulto acompañado de un niño, le amenazase con denunciarlo por tráfico y explotación de menores.

Esos mismos prejuicios, sin embargo, estuvieron a punto de impedirme disfrutar de una de las experiencias místicas y de realización personal más enriquecedoras de mi vida en la última etapa (acotemos la etapa en, por lo menos, los últimos ocho o diez días).

Hago un pequeño inciso en la narración para expresar mi más profunda admiración por esos conferenciantes, oradores, locutores, cantantes o presentadores que, en las pausas dramáticas de sus intervenciones públicas, inclinan el micrófono en dirección al público, sin apartárselo del pecho y dejándolo en posición horizontal, para volver a acercárselo a la boca en el momento de reanudar su monólogo.

Me hacen sentir mejor persona, aunque sea por simple contraposición.

Hace unas semanas, mi esposa emprendió un periplo comarcal al encuentro de clases de inglés hablado de bajo presupuesto. El inglés, hablado. El bajo presupuesto, preferiblemente por escrito. En el empeño de sus funciones como buscadora, topó con un letrerito escrito a mano en un escaparate, en el que se anunciaban ostentosa y alegremente unas clases de inglés gratuitas en un pueblo vecino, los miércoles a las siete de la tarde.

Era miércoles, así que no titubeó y llamó al teléfono que lucían los flecos de origami acariciados por el viento de la calle.

No sé si me explico. Quiero decir que el cartel tenía unos cortes paralelos en la parte inferior, formando una especie de flecos en los que había anotado un número de teléfono que, con la corriente del aire que levantaban los coches, se meneaban un poco.

Está feo que lo diga yo, pero me ha quedado chulo lo del origami, ¿eh?

Al otro lado de la línea apareció una voz que en perfecto español latino de las películas descargadas ilegalmente nos explicó que se trataban de lecciones de inglés impartidas por profesores nativos que, efectivamente, eran completamente gratis. Se impartían en la Iglesia de nosequé.

-         espera, ¿en la iglesia?
-         Sí, somos una comunidad religiosa que ofrecemos servicios a nuestros vecinos…
-         Vale, vale, ¿a las siete entonces?
-         Sí, será usted bienvenida.

Tal como mi amada esposa se giró para confirmar lo que yo ya había oído, le repuse agitado:

-         Que yo soy ateo, ATEO. Si lo sabes, si lo he explicado al principio del relato, ¿cómo me vas a hacer pisar una iglesia?
-         Vamos, ¿no? Aunque sea por curiosidad.
-         Vale (contesté, aturdido por la contundencia de sus argumentos).

A las 19 cerocero entrábamos por la puerta del templo, unos bajos en un edificio ochentero con un letrero en el portal que rezaba “Iglesia del Nuevo Jesucristo”.

Ahí empezó mi epifanía. Se nos aparecieron dos querubines vestidos con traje y zapatos negros, que no se quitaron las chaquetas en todo el rato que duró la clase, a pesar del radiador eléctrico que trataba de caldear el aula, que con un espeso acento de queelifounnia nos hicieron una clase magistral sobre la pronunciación de las vocales en inglés. A cuatro manos y con dos únicos discípulos: nosotros.

Ahora soy mormón. Llevo camisa blanca y corbata, pantalón gris de vestir y gafas de pasta negra (lo de las gafas es por coquetería). Creo en todo lo que me echen, sin criterio alguno, por puro agradecimiento y hablo en inglés de Frisco por los codos.

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