Acudir
al odontólogo es una cura de humildad para cualquiera, incluso en aquellos
casos en los que no tienen un hueco para atenderte o te hacen un simple
presupuesto que tienes que valorar negativamente, para después aceptar con
pesadumbre.
Estás
vendido de antemano porque duele. Una muela duele, cuando duele, como si fuese
el propio núcleo del planeta lo que te produce el dolor. Se convierte en el
centro de todo, en el origen, en el destino, en un oráculo que te guía hasta la
clínica más próxima donde, sin pestañear, te van a cobrar lo que les salga de
las mismísimas endodoncias.
Desde
hoy, he decidido llamarle dentistería, en lugar de clínica dental o, simplemente,
dentista. Dentista no, porque implica que es una persona la que te trata. Y a
pesar de que siempre es una persona quién se esconde detrás de la bata, nunca
es la misma. Y clínica dental no, por capricho. Porque me gusta dejarme engañar
por la idea falsa de que soy yo quién elijo al doctor entre toda la variedad
que, como en una frutería o una pescadería, encuentras en el local.
Mañana
voy a la dentistería de mi pueblo y he pensado un poco en cómo comportarme, en
qué va a pasar y en situaciones que puedan suceder, para estar preparado y
reaccionar de la mejor forma posible.
Mañana
esperaré a que falte media hora para la visita antes de tensar mi cuerpo como la
cuerda de un arpa, lavarme los piños, acercarme hasta el garito de las torturas
y, aunque la puerta esté abierta, tocar el timbre con la secreta esperanza de
que no asome nadie la cabeza y me tenga que volver a casa.
Cuando la
enfermera de sonrisa forzada y mirada cansada me haga pasar y me pida que me
siente en el butacón, me haré el remolón un poco y dejaré la chaqueta con
parsimonia sobre la silla que hay enfrente, aplanándola con la mano por primera
vez en mi vida, repasando la composición que forma al descansar sobre el
respaldo. Inclinando así la cabeza, como dando mi aprobación a la escultura efímera.
Cuando
me haya enjuagado las fauces, tragando agua disimuladamente como gesto de
rebeldía, llegará el doctor de Argentina o Uruguay. No directamente, espero,
porque a un asesino de nervios no debe temblarle el pulso por el cansancio.
Esconderá
un bigote enorme tras una mascarilla verde y empezará a drogarme y a obligarme
a abrir la boca y escupir, y luego me dirá “qué mal rato estás pasando” y yo
sonreiré con los ojos, porque la puta boca la tendré desencajada e
incapacitada para cualquier tipo de comunicación.
A ratos
me dolerá someramente, como si el dolor viniese de más allá de una nube que es
la anestesia, y lo demostraré clavando las uñas en el reposabrazos de la
butaca, a no ser que casualmente haya apoyado mi mano en el muslo.
A
ratos, también, me daré cuenta de que la espalda no toca el respaldo en ningún
punto y que me estaré manteniendo erguido, intentando inconscientemente levitar
a base de músculo y voluntad.
Cuando
más colocado esté, desearé que el doctor, que me mira a un palmo escaso de mi
cara, no me diga “llevaaame contigo” cual Rodolfo Langostino, ya que muy
probablemente acceda y emprendamos un viaje romántico y alocado, sin destino ni
final, como pretexto para salir de la consulta.
En el momento
en el que el doctor acabe de matarme los nervios y se detenga a explicarme qué
ha hecho y qué más cosas tiene que hacer dentro de mi boca y más tarde me
invite a formular las preguntas que se me ocurran, le contestaré con gestos,
señalándome el hocico dormido, que “no puedo hablar” (coño, ¿es que no lo ves?,
si has sido tú el que me ha dejado así: inválido).
Después
de salir, pasaré por la medicinería antes de volver a casa a cenar caldo.
Me encatan tus historias del día a día!!!
ResponderEliminarY a mi que te gusten y las comentes. Muchas gracias!
ResponderEliminarJoder, ése soy yo...!!! A ver si desarrollan una app para sustituir a los dentistos, que me la descargo ya...!!! :-D :-D :-D
ResponderEliminarNo! Ese soy yo, usurpador!! :)))
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