Mis 7 vidas

A menudo nos hacemos preguntas que empiezan por un “y si”. Frases que suelen completarse con ganar un premio en la lotería, un ascenso en el curro (pero no de los normales, si no de los que van acompañados de un incremento salarial) o que Rihanna te guiñe un ojo y te haga así con el índice desde la puerta de su camerino…

Sin embargo, hay gremios que empiezan las preguntas con un “y si” y las continúan con posibilidades mucho menos halagüeñas, como que en un incidente se convoquen variables inesperadas que lo conviertan en un fatal accidente. Entre las profesiones que frecuentan tales prácticas están los agentes de seguros (“¿y si te dejas el gas abierto y llega el gato, se pone a jugar con una cerilla y explota el barrio entero, no deberías contratar nuestra póliza, que cubre a felinos pirómanos?”), los banqueros (“¿y si sube el dólar y se desploma el euro y viene el yen y se come al rublo mientras la libra se hunde y el dracma reflota, no sería lo más conveniente que comprases los estabilísimos e infalibles bonos del estado de Moldavia?”) y los médicos y fisioterapeutas (“¿y si hubieses pisado en el bordillo en el momento de cruzar la calle y el tobillo se te hubiese torcido en oblicuo, obligándote a rectificar la marcha y empujándote a pisar con el antebrazo contrario en un terrible y doloroso escorzo?”).
Es este último gremio el que con más frecuencia se recrea en los “y si” de mal rollo. Por puro morbo. En realidad, en nada tranquiliza o conciencia a un paciente recién lesionado que el doctor que le atiende le diga que ha tenido suerte, ya que “podría haber sido peor”.

Siempre podría haber sido peor.  Ya te puedes triturar el húmero con una apisonadora, dejando el brazo inhabilitado para cualquier uso que no sea el de colgar toallas (previamente taxidermizado y pegado en la pared), que cuando llegues con la masa de carne informe pendiendo del hombro, la enfermera te recibirá con un “podría haber sido peor”, que completará con una fantástica historia que, en efecto, sería mucho más jodida:

-          Has tenido la suerte de que la apisonadora no la conducía un malvado exmilitar albano-kosovar, porque seguro que hubiese parado el rodillo justo en el punto que te inmovilizaba para abusar de ti, sodomizándote salvajemente y dándote muerte después con un golpe de martillo en la cabeza, robarte, localizar a tu familia y prenderles fuego en el interior de tu hogar.

A lo cual añade:

-          ¡No sería la primera vez!

Son comentarios sencillos, paradojas de mal rollo para pasar ratos muertos.

De muertos, o de muertes, es de lo que os quería hablar (¡qué bien traído, joder, qué bien hilado!).

Quizá alguno de los que lean este texto haya estado alguna vez en El Corte Inglés. No me parece una posibilidad muy remota. No tanto como la de que uno sólo de los lectores haya conocido Galerías Preciados. No por referencias, no: por exposición directa.

Pues en Galerías Preciados tenían escaleras mecánicas, engendro del demonio que muy a punto estuvo de costar un disgusto a mi familia. A toda mi familia entera, sin exagerar ni un apio.

Mi padre delante, mi madre cubriendo la retaguardia y los tres hermanos en medio, formando una disciplinada fila, bajábamos de la planta de caballero a la de señora cuando, a escasos metros de alcanzarla, a David, el menor de los vástagos de mis progenitores, se le cayó un cromo o alguna otra mierda de niños y, al agacharse a cogerlo, tropezó con el final del recorrido de la escalera, cayendo de espaldas sobre mí, que continué con el efecto dominó hasta que éste venció la verticalidad de mi madre, provocando una escena alegórica, donde los miembros de todos se agolpaban y confundían. Afortunadamente, la figura paterna quedó al margen del cuadro y pudo tirar de la primera mano que tuvo a su alcance para deshacer el enredo y librar al clan de una muerte segura.

Considero, a tenor de recientes noticias provenientes de Oriente, que en esa ocasión salvé mi vida por primera vez desde que tengo consciencia.



Hace unos años, la insensata profesora de guardería de mi hija le ordenó una tarea de fin de semana que consistía en llenar una bolsa con elementos propios del otoño. Obedientes como somos, tomamos el camino del Montseny el domingo por la mañana temprano, a eso de las once, para detener el coche en el margen de la carretera en un punto que nos pareció apropiado y recorrer unos interminables 200 metros en búsqueda de hojas, ramitas, castañas y, como no, setas.

Encontramos de todo. Y en una cantidad que daba para una tortilla de hojas y ramas de encina, como mínimo. Setas no había tantas, pero recogimos un puñado que guardamos en una bolsa del Carrefour.
Antes de subir al coche para regresar al hogar, satisfechos y cansados por el trayecto a pie, nos detuvimos en un restaurante que se hallaba en nuestro camino. Pedimos unos bocadillos y unos comensales de la mesa vecina nos inquirieron acerca del contenido de la bolsa de plástico.
Orgulloso, la abrí ante sus narices que se dilataron extraordinariamente, tanto como sus pupilas, mientras se llevaban las manos a la cabeza y daban un pequeño salto hacia atrás, precisa y preciosamente coreografiado. Estupefacto, abrí la boca en señal de admiración y no aplaudí el escueto baile por tener las manos ocupadas en las asas de plástico, a la vez que pregunté con el arqueo de mis cejas por el motivo de éste.

Según los expertos, emitimos cientos de miles de señales por segundo con el lenguaje corporal, o miles, o cientos. Lo que sea, muchas. El caso es que los expertos en setas comprendieron lo que les estaba diciendo al instante y me obligaron a tirar las setas lejos, fuera, devolverlas al bosque, enterrarlas en un lugar remoto.

Al parecer, era una especie muy venenosa, que podía hacerte sentir un dolor de barriga de bastante intensidad, junto con diarreas y vómitos. Si comías del orden de cinco toneladas y no tomabas un antídoto en las siguientes 84 horas, las diarreas y los vómitos podían dejarte tan débil que al bajar del coche, por ejemplo, era probable que tropezases con el bordillo y cayeses de bruces, pudiendo la caída producirte una lenta y dolorosa muerte.

De nuevo, sentía que volvía a nacer y libraba de la guadaña a mi mujer y a mi hija.

Quién haya hojeado en alguna ocasión mi blog con cierta perspicacia, habrá deducido que mi personalidad es la de un deportista inquieto, un aventurero, el enemigo acérrimo… ¿qué digo enemigo?, el mismísimo antagonista del sedentarismo, su auténtica Némesis. El YAN de las alpargatas y la bata de forro polar, de la peli y mantita, del mando a distancia incrustado en un pliegue de la barriga.

Ese espíritu incansable fue el que, una tarde de sábado, me llevó a pedirle la bici a mi cuñado.

-          ¿Usas la bici esta tarde?
-          No.
-          Pues, ¿me la dejas?
-          Vale.

Mi cuñado es un hombre de pocas palabras pero generoso en extremo. Me prestó también sus zapatillas, que combinaban de forma única con los pedales de calas automáticas.

La última vez que yo me había subido a una bicicleta no existía Internet y algunos de mis vecinos aún veían la tele en blanco y negro, quedaban calles por asfaltar y solares donde hacer cabañas y conquistar territorio a pedradas contra los niños del otro lado de la calle.

En resumen; hacía mucho tiempo.

Decidido a poner las piernas a prueba y llevar el ritmo cardiaco a lo más alto de la comarca, me calcé un culotte y una camiseta, me planté un casco y las zapatillas y emprendí lo que debía de ser un periplo de, por lo menos, hora y media.

El primer tramo, de unos 200 metros, era en bajada y por una calle asfaltada. Suficiente para coger equilibrio y confianza. Confianza que iría perdiendo y ganando, sucesivamente, a lo largo de los siguientes tramos de pista de tierra, con esos surquitos y esas piedrecitas tan apreciadas por los bikers. Sin embargo, llanear y bajar por pendientes suaves era algo que podía superar y, de hecho, estaba superando sin la ayuda de la metadona.

Sin venir a cuento, al cabo de un rato el camino tomó un ángulo estúpido que salvaba un desnivel poco menos que salvaje en un tramo corto. Un subidón, para los no iniciados en el lenguaje técnico del ciclismo de montaña. Por pura intuición, me puse a manipular palanquitas en el manillar de la bici hasta que, al cabo de unas cuatro pedaladas, conseguí que se saliese la cadena y tuve que poner pie a tierra.

Yo no soy ingeniero por algún motivo que, en ese momento, se hizo carne y pude comprobar in situ. Durante unos quince minutos estuve dándole vueltas a los pedales, en el sentido de las agujas del reloj ahora, en el contrario a las agujas después y, cuando toda la grasa de los eslabones se hubo acumulado entre mis dedos, la caprichosa cadena volvió a su sitio y pude intentar incorporarme de nuevo en el asiento.

El problema fue que encajar los apliques de las zapatillas en los pedales automáticos, parado y en mitad de una cuesta, me fue del todo imposible, obligándome a llegar a la parte más alta del camino arrastrando el ingenio a pie.

En la cima de la vereda respiré hondo, recuperé la dignidad perdida apoyando el ya dolorido culo en el sillín, calé las calas y me lancé cuesta abajo como un profesional del descenso.

Al cabo de unos metros, la pendiente volvió a cambiar y, de nuevo, me vi obligado a plantearme lo de buscar un desarrollo más cómodo. Justo cuando estaba decidiendo qué palanquita tocar esta vez, advertí que, en dirección contraria, se acercaba un tractor a velocidad sostenida. Hice un cálculo rápido por el cual me exponía a cruzarme con el vehículo justo en el momento en el que se salía la cadena de nuevo, de modo que decidí en milésimas de segundo parar la bici y esperar a que pasase el peligro.

Un antojo del destino, la falta de pericia y algún cola-cao de menos, hicieron que en ese mismo instante las calas de las zapatillas se negasen a desencajarse, lo cual ocasionó una pérdida de equilibrio lenta pero segura que me mandó al suelo en bloque, cayendo de costado justo delante de las ruedas del tractor, que tuvo que frenar en seco con el consiguiente susto del campesino.
Las putas calas, ahora sí, se soltaron solas en cuanto toqué con el lomo en la pedregosa tierra, permitiéndome incorporarme de un salto y comprobar la cara de desaprobación del payés, que miró al frente, negó con la cabeza y continuó la marcha.
Fue la inyección de adrenalina, junto con la sorpresa por no sentir la solidaridad y compasión del agricultor, lo que me condujo a perseguirlo varios metros lanzando airadas diatribas y gritando imaginativos y variados insultos.

Cuando me di cuenta de que la bicicleta había quedado ya lejos, tras de mí, volví sobre mis pasos para recuperarla a la vez que me iba serenando y tomando conciencia de que, una vez más, había salvado mi vida de una muerte anunciada.

El camino de vuelta a casa de mi cuñado lo hice andando.


He esquivado el final de mis días, de forma heroica, en incontables percances. En forma, por ejemplo, de resfriado mal curado, de patadas erradas a un balón que se han convertido en golpes directos a un bordillo, de amenazas veladas de posibles malhechores o criminales en ciernes o de enfrentamientos telefónicos con la policía por discrepancias en los motivos de una multa... el caso es que calculo que, actualmente, mi nivel de vidas real está en el límite y he decidido tomar el menor número posible de riesgos, lo cual me lleva a renunciar a pequeños placeres, como el de tomar cerveza antes de las 12:00, dormir siesta de obispo o iniciarme en deportes de combate con arma blanca.


Tomando estas precauciones de forma rigurosa, espero llegar a los 115 años (que es cuando calculo que habré acabado de pagar la hipoteca) en plena posesión de mis propiedades.

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