Llevaba más de un
año sin acudir como espectador al teatro.
En realidad, no es necesario ser tan
preciso en este aspecto, puesto que al teatro no he acudido nunca en calidad de
otra cosa que no sea la de público.
Yo me considero un
público bueno: no carraspeo durante la función, reprimo la tos (si es posible),
intento acompasar mis carcajadas a las del resto del respetable y, a la hora de
aplaudir, tiendo a no destacar, ni por hacer palmas demasiado sonoras, ni por
ahuecar las manos para que el sonido sea sordo, ni para seguir el ritmo de una
rumba, ni para ser el primero que abandona la ovación o el que se queda solo
aplaudiendo.
En la ocasión que
nos ocupa, hice tan buen papel como pude y creo que rayé a una altura digna.
Pero un año de inactividad pasa factura y, a pesar de disfrutar de la
experiencia, de valorar el trabajo de los intérpretes, de reconocer y aquilatar
la escenografía, el delicado juego de luces, la primorosa puesta en escena y la
precisión en la dirección, no entendí nada.
Pero nada.
Salí del
Gaudí con lo que me queda de cerebro entumecido y humeante de forzarlo sin
éxito. Si supiese jugar al ajedrez, diría que me habían comido el alfil,
o lo que sea que se mueve haciendo ESES.
Cabe precisar, en
este punto, que el título de la entrada hace referencia a mi experiencia como
cuerpo magnetizado, con la capacidad de ejercer atracción sobre diferentes
objetos (léase friquis de cualquier edad, género y condición) en el momento
menos deseado.
No en la acepción de IMAN referida al que convoca a los
fieles desde un minarete y dirige la oración en la mezquita. Sobre eso puede que os hable en otro
momento.
Tras comentar la
obra con otros espectadores con la misma cara de asombro que la mía, me
tranquilizó el hecho de que el resto del público no hubiese tenido mucho más
éxito que yo a la hora de interpretar los símbolos, metáforas, paradiástoles y
prosopopeyas del libreto. Tampoco deben de ser asiduos, pensé para mí.
Nos entró gusa y mi
amigo y yo nos desplazamos hasta el bar más cercano con la cocina aún abierta a
aquellas horas de la noche.
En el bar, dos
camareros chinos y un nutrido grupo de comensales ocupando varias mesas juntas. El resto del bar, vacío como una era.
Nos sentamos y
pedimos nuestros bocadillos y bebidas de hombre adulto y sin prejuicios, un agua
sin gas y una coca-cola zero, y continuamos departiendo animadamente sobre lo
que acabábamos de ver y otras vicisitudes tan o más interesantes cuando, a
nuestro lado, apareció un cuerpo extraño al que yo, sin duda, había atraído con
mi don.
El cuerpo pertenecía
a una mujer de mediana edad, estatura media y tono de tinte rubio medio que le
coloreaba una cabellera recogida en cola de caballo. Pantalón y chaqueta tejana
y bolso en bandolera acaban de adornar la regia figura.
De hecho, la
descripción física es un regalo que os hago, puesto que no tiene ninguna relevancia
en la historia. Pero yo soy así.
De nada.
Lo que sí es crucial
es no perder nunca de vista que nosotros estuvimos sentados durante todo el
tiempo que dura el relato y la señora de mediana edad y estatura media
permaneció de pie, junto a nuestra mesa, durante la mayor parte de ese tiempo.
La propietaria del
cuerpo que se situó en nuestra órbita hizo recuento de nuestras bebidas y nos
solicitó permiso, a nosotros, para tomarse una cerveza.
Como ni mi amigo ni
yo somos de la liga anti-alcohol, se lo concedimos graciosamente.
La señora era muy
dada a pedir permiso y, de nuevo, nos lo demandó para tomar asiento. Mientras
formulaba la pregunta, se acercaba a unos taburetes que había junto a la barra.
Me miraba
inquisitivamente y yo, con la misma diligencia que me había distinguido en el anterior, hice un gesto de aprobación con
la cabeza, invitándola a sentarse.
Ni corta ni
perezosa, tomo una silla de la mesa de al lado, la arrimó a la nuestra, se
sentó junto a nosotros y levantó su quinto para brindar contra mi coca-cola y
el agua sin gas de mi amigo.
Levantamos nuestros
vasos amablemente pero, en algún momento, la rubia interceptó un cruce de
miradas que podía interpretarse como incertidumbre, incomodidad, imbecilidad o
sueño. A ella le pareció intolerable. Sin embargo, por algún motivo inexplicable, la parte que me correspondía era admisible, pero no podía transigir la de mi colega.
Tomándome a mí como
ejemplo, inquirió y denunció a la vez:
- ¿Tienes algún problema? ¿Es que acaso no he
pedido yo permiso para sentarme? ¿Sabes lo que te pasa? A ti lo que te pasa es
que no tienes humildad, no como él (yo, lo se porque me señalaba sin mirarme).
- No, no tengo problemas, pero a mi no me has
pedido permiso.
- ¡¡Aaaaaaah!! Es que tengo que pedirte
permiso. Míralo a él (yo, de nuevo, otra vez señalado). Se le ve en la cara que es una persona
humilde, que no tiene vanidad. Él (yo) es un tío de puta madre, tú no sé qué te
has creído, pero él (yo, sí) es mucho más guapo. Igual tú tienes más dinero o no sé
qué te crees, pero eres una puta mierda. Quieres que te pida permiso. ¿Quieres
que te pida permiso? Muy bien, pues te pido permiso. Si quieres me levanto y me
largo, yo no quiero estar donde no me quieren.
- Pues lo prefiero, la verdad.
- (levantándose)¡Ah! ¡Lo prefieres! Muy bien,
pues me largo. Pero ¿sabes? Este barrio es muy pequeño y más tarde o más
temprano nos encontraremos, me he quedado con tu cara.
Escupió en el suelo
(muy cerca de mi casco, maldita sea) y se fue a sentar en la poblada mesa del
grupo que había juntado mesas y apuraban sus bebidas.
Mientras nosotros
intentábamos reanudar la conversación interrumpida y poníamos en común la
actuación de la talentosa intérprete rubia, no podía evitar ver como los integrantes del
conjunto vecino iban levantándose y saliendo del bar, dejando a la rubia rodeada de una minúscula y paciente audiencia.
Finalmente, la fueron dejando sola con la excusa de ir pagando sus consumiciones y, disimuladamente, se fue
acercando hasta nuestra mesa, mientras mi amigo me explicaba un extraño sueño
que había tenido en el que aparecía él, en un escenario, con dos grandes pianos
de cola.
Es de suponer que
aquello fue la gota que colmó el vaso, puesto que la señora se giró de golpe,
acercó su cara a la de mi compañero y le espetó:
- Tú no has visto un piano en tu puta vida.
Después se incorporó
de nuevo y estuvo recordándole la clase de escoria que era y lo pequeño que era
el barrio, nos explicó, así por encima, que su padre era alemán y su madre
gitana, que era del barrio de Gracia y de Bon Pastor y de Guineueta y de Zona
Franca, todo ello acariciándome la cabeza a ratos, escupiendo junto a mi casco,
riendo ostentosamente o arrancándose por rumbas (achilipú, apú, entonó, no sin cierto duende).
Sabedor de que contaba con su simpatía, pero no convencido hasta el punto de sentirme confiado, inicié un intento de lamento, de llegarle al corazón, de tocarle la fibra para que se diese cuenta de cuán errada estaba en sus conclusiones y lo necesario que era para nosotros que desapareciese:
-
Mira, es que nos conocemos desde que éramos así, somos del mismo
pueblo y amigos del alma y llevábamos más de emmmmm… un año sin vernos y claro,
nos queremos poner al día, ya sabes.
Me interrumpió haciendo rebotar un lapo en el suelo, señalando de nuevo a mi
colega y revolviéndome el pelo para sentenciar:
-
¿Ves, lo buen chaval que es? Aprende, jambo (o algo así, no domino
la jerga caló).
Para culminar, apuró
lo que le quedaba de cerveza, se limpió los labios con el dorso de la mano,
eructó sonoramente y se despidió mirando con odio encarnizado a mi compañero y
chocando los puños conmigo.
Una vez que nos
quedamos a solas con los camareros chinos, cogimos nuestros móviles e,
instintivamente, comprobamos la medida del barrio en Google maps.
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