Viudamía



Corría el año 2010 y el edificio de la residencia de día de la ciudad en la que vivo llevaba años construido, pero por falta de unas elecciones municipales que lo justificara, aún no se había podido inaugurar.

En mi familia tenemos la costumbre de la itinerancia diurna y nos desplazamos continuamente, dibujando garabatos involuntarios en Google maps, sin rumbo, sin necesidad y, sobre todo, sin sentido del ritmo. De noche mantenemos el puntero bastante inmóvil en la pantalla del gps imaginario.
Para ello, nuestros últimos desplazamientos con luz natural se producen en dirección al hogar, de forma casi automática.

En esa dirección nos desplazábamos una tarde de otoño, en coche, los tres miembros del núcleo familiar, pasando por el edificio vacío dónde actualmente los abuelos son atendidos: La RESIDENCIA.

Mi hija había preguntado en diversas ocasiones qué era, para qué servía y cómo funcionaba una instalación de ese tipo, pero no perdió ocasión de volver a inquirir, con su tierna voz de niña de seis tiernos años.

-       ¿Esto es la residencia?
-       Sí.
-       Aquí traeré a la mama cuando se muera el papa.

Si no lo habéis leído poniendo voz de niña, volved atrás y probad a hacerlo.

Seis años. Con seis años, un ser humano del género femenino ya tiene la sabiduría necesaria para determinar cuál de sus progenitores será más longevo, de qué recursos económicos va a disponer en su etapa adulta y cómo va a administrarlos y, lo que es más importante, dónde va a ser más feliz y va a estar más distraída su madre cuando falte su esposo, yo.


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