Caerse de la moto
es muy fácil.
Y está al alcance de cualquiera. Sólo necesitas un
pequeño imprevisto en el camino, que te permita demostrar la suficiente falta
de pericia.
Lo difícil viene después, cuando se tienen que restaurar
las perforaciones y recolocar las partes desordenadas.
Yo no me caigo nunca o casi nunca y, cuando lo hago,
intento que sea discretamente. Sin hacer ruido, sin grandes aspavientos, tan
solitariamente como esté en mi mano.
Sin embargo, en algunas ocasiones la tentación de
dar un poco de espectáculo es invencible. En esos casos, asumo mi papel de prima donna e interpreto el personaje
con maestría, dotando al evento de drama, comportándome como un ser telúrico,
aferrado a la realidad, amante de las leyes de la física y del empirismo. Todo en uno. Teoría y
práctica probadas en un barrigazo único y exquisito.
En mi última performance, tuve la oportunidad de
actuar, en primera instancia, para un solo espectador. En plena curva rápida,
el conductor del passat que me precedía decidió que aquél era el lugar ideal
para parar el coche, probablemente con la intención de asistir, en primera
fila, al accidente que con ese frenazo estaba provocando a sus espaldas.
Mientras el casco besaba el asfalto y oía resonar en su interior un HIJOPUUUTAAAA,
intuí el reflejo de unos atentos ojos en el retrovisor de su automóvil.
A continuación, aunque mi primera intención fue
levantarme para aplaudir recíprocamente a mi público, me quedé en el suelo
haciéndome el aturdido, tocándome la rodilla como por vicio y mirando a mis
espaldas, en previsión de que viniesen más vehículos y mi cuerpo extendido a lo
largo de la calzada no pareciese suficiente obstáculo para no intentar
saltarlo.
En efecto, tal como esperaba, de los sucesivos
coches que fueron frenando a tiempo, descabalgaron sendos conductores que me
ayudaron a levantarme, me sacudieron el polvo de la chaqueta, pusieron de pie
la moto, encendieron el motor y me desearon buen viaje y un “que te apartes
pronto de mi camino”.
Las monjas tienen
la culpa.
En el colegio, durante la EGB , nos insistieron con
frecuencia, en el transcurso de las clases de seguridad vial, en la importancia de no
quitarle el casco a los motoristas accidentados. Con mucha insistencia, con
mucha frecuencia y sin matices. Con tanta insistencia, que me quedó interiorizado
de por vida.
La recepcionista de urgencias me miró raro cuando
llegué cojeando y con el morrión puesto, anunciando que había tenido un
accidente de circulación y, sin apartar la vista de mis ojos, a través de la
visera (un poco empañada por el calor), me pidió la tarjeta sanitaria:
-
¿Y la tarjeta sanitaria?
Forcé una mueca de dolor para que apreciara mi queja
silenciosa, pero, mientras le alargaba la acreditación, comprobaba como el vaho
de mi propio sudor en el metacrilato impedía que la funcionaria pudiese notar
el valor de mi interpretación.
Veinte minutos más tarde, transcurridos bajo la
atenta vigilancia del guardia de seguridad, que tomó la sensata decisión de no
moverse ni un segundo de al lado del desconocido de la escafandra, apareció mi
número en pantalla y una enfermera me inquirió por mi estado de salud. Una vez
que hice sumario de las lesiones que, hasta ese momento, había advertido, me
preguntó:
-
¿Y por qué llevas el casco puesto?
-
Porque he tenido un accidente y he golpeado con él en
suelo.
-
Pero, no estás inconsciente…
-
Bueno, ya, pero yo creía…
-
No, no, si has venido tú sólo, por tu propio pie.
-
¿Me lo quito?
-
Sí claro. Si quieres, vamos.
Y entonces me lo quité. Parsimoniosamente y sin
dejar de temer, en ningún momento, que como pronosticó Sor Marta hace más de 30
años, al hacerlo la cabeza se me abriese como un melón, por la mitad, y tuviese
que retener mis propios sesos con las manos para evitar que se esparciesen por
la consulta y se mezclasen con otras cosas que no eran mías.
Mi relación con el
clero:
Después de las monjas, vienen las curas.
Si en el momento de coserme la rodilla contesté a la
pregunta de la enfermera “¿cómo estás?” con un “estoy pensando en vender la
moto”, lo que vino a continuación no consiguió arrancarme ni una carcajada.
Yo me he criado en núcleo urbano, pero llevo en la
sangre la herencia de mis ancestros, de campo. Eso me convierte en una persona
recia, un hombre entero, sin fisuras. Gracias a ese ADN, me mareo en muy pocas
ocasiones. Sólo cuando veo sangre, me la imagino, alguien habla de heridas o me
duele algo. Sin embargo, soy tan recio y tengo tan pocas fisuras, que se pueden
contar con los dedos de un par de manos las veces que el mareo ha llegado al
punto de que pierda el conocimiento.
Así, durante las visitas a la enfermería, he
procurado no ver qué hacía la enfermera, aferrándome fuertemente a la mano de
mi mujer, que me ha acompañado y he permanecido completamente estirado en la
camilla, para favorecer la circulación.
Una semana más tarde del accidente me quitaban los
puntos.
Probablemente gracias a un innato instinto de supervivencia, llegué
especialmente tenso y preparado a la consulta.
Hice bien. Tan pronto como la doctora destapó la
venda, pronunció unas palabras (que debían ser jerga técnica), dirigidas a la enfermera,
que entendí de inmediato:
-
No se ven los puntos por la costra. Así que,
RACA-RACA.
A mi se me empezaron a saltar las lágrimas de la
alegría casi inmediatamente, pero la traumatóloga no parecía igual de contenta,
así que pidió unos guantes, le arrebató la gasa de hacer RACA-RACA a la
enfermera y me comentó, así por encima:
-
Te ha tocado la negra.
Y entonces rascó y rascó, rascó hasta que a mi esposa,
que había venido a darme la mano y ofrecerme su apoyo, la enfermera le pidió
que abandonara la consulta al advertir la lividez de su cara.
A la semana siguiente volvió a haber RACA-RACA.
Ahora, estoy deseando que llegue la próxima visita
para disfrutar, de nuevo, el momento de sentir el éter en la nariz, la toallita
húmeda en la frente y las palabras de ánimo susurradas al oído por el interno.
Comentarios
Publicar un comentario