Mi vida como EXCURSIONISTA



“Desde que el hombre dominó el fuego en los primeros asentamientos o desde antes de la edad de hierro o, a lo mejor, puede que desde que construyó las viviendas primitivas de barro y estiércol, llevaba yo planeando una salida en familia por el Congost de Montrebei. No puedo precisarlo con exactitud, pero se puede colegir que de eso hace ya un tiempo.

Sin embargo, no fue hasta  el momento de mayor esplendor del imperio egipcio, con el descubrimiento del GPS en el móvil por parte de la faraona, cuando por fin tuve al alcance las herramientas que me permitieron iniciar el viaje hasta un objetivo tan retirado, recóndito, reservado y recatado.

El pasado verano, provistos de los aperos y prendas de abrigo necesarios para enfrentarnos a las adversidades y los riesgos que entraña adentrarse en la naturaleza, nos dirigimos al albergue de montaña de Montfalcó. Un monolítico edificio aislado de la civilización, de la que le separa un interminable y tortuoso camino de tierra lleno de cuestas, curvas, baches y polvo.”

En este momento de mi narración, advertí que mis interlocutores, a la sazón compañeros de trabajo, estaban empezando a perder el interés, de modo que decidí ser un poco más directo y explicar la primera de las chisposas anécdotas que salpicarían el relato, en un ejemplo más de mi inclasificable valor como contador de historias, como dueño del tempo, maestro de las pausas, a la vez que generoso contable de los necesarios epítetos.

"Sobre las seis de la tarde de un sábado del mes de agosto, nos acercamos hasta la barra del bar, que también era la recepción del hostal, para dar el pistoletazo de salida oficial a nuestra estancia en la montaña. Algo despistados por la falta de experiencia, fuimos desgranando dudas que la muchacha del mostrador resolvió con sorprendente diligencia:

- Mira, es que no reservamos cena porque nosotros pensábamos que esto no estaba tan alejado de la civilización pero, si es posible, nos gustaría comer algo.
- Ntchs! Ahora, ¿no? Claro, es que las cenas están contadas. Me lo tendrías que haber dicho antes, ahora no sé yo si va a ser posible.
- Bueno, aunque sea un bocadillo. Si no, no pasa nada, nos vamos a cenar al pueblo...
- No, te miro a ver. Algo haremos, seguramente será un bocadillo.
- Que si no puede ser...
- No, sí. Venid a cenar.
- Gracias. Oye, y lo de las canoas por el congosto, ¿dónde hay que reservarlo?
- Aquí.
- Ah, pues explícame un poco cómo funciona, que nos gustaría hacer la ruta mañana.
- Uy, ¡Mañana dice! Es que claro, me vienes a estas horas y ya no. Ahora ya no quedan canoas, están todas reservadas.
- Ah. Bueno, pues nada.
- Es que no son horas. Pero, igualmente, como a veces hay cancelaciones, mañana te lo confirmo.
- Vale.
- Bueno, pues ahora, antes de subir a la habitación, os quitáis los zapatos y os ponéis unas chanclas o unos crocs o lo que sea, no se os ocurra malgastar luz ni agua, no generéis mucha basura y tened en cuenta que a las 11 se apagan luces y se exige silencio absoluto y oscuridad total.
- Venga, pues nos vamos a dar una vuelta.

Y nos dimos una vuelta y regresamos a las 9, con la mueca del hambre dibujando la curvatura de los ojos.

Podía percibir como la atención del reducido público iba en aumento e incluso alguna sonrisa asomaba por debajo de las circunspectas narices. Las desgracias ajenas son un bálsamo a la vez que un reclamo. Como así lo entendí, me permití abundar en ellas.

Entramos con parsimonia en el comedor, que era también recepción, bar y sala de juegos y encuentro, y me dirigí a la señorita que nos había atendido en el primer contacto. Antes de poder articular palabra, la aragonesa trabajadora del albergue me espetó:

- Os he estado buscando, la cena era a las ocho y media. Ahora no sé si os voy a poder dar algo de comer.
- Ah, no sabía. Bueno, pues nada, nos vamos a cenar a otro sitio.
- No, no hace falta, sentaros y miro si se pueden hacer bocadillos.
- Vale.

Nos sentamos en la mesa que nos indicó y nos preguntamos, tratando de no elevar la voz para no disgustarla, de qué serían nuestros bocadillos, si es que finalmente conseguía hacer uno para cada miembro de la familia, pasadas las escandalosas nueve de la noche. Compungidos por hacer trasnochar a una empleada de la red aragonesa de albergues de montaña, esperamos los escasos minutos que tardó en traernos platos y anunciar que, finalmente, había cena para nosotros, un primero consistente en fideos y un segundo que era carne en salsa.

Fue otro trabajador del refugio quien nos trajo una bandeja con fideos para saciar el hambre de unos quince soldados norteamericanos. No supo dejar pasar la oportunidad de reprendernos, en un tono pausado y muy montañés:

- Familia, ya sé que estáis de vacaciones, relajados y tal, pero la hora de la cena son las ocho y media y nosotros estamos trabajando, así que por favor, tenedlo en cuenta la próxima vez.

(hasta ahí, no nos pareció mal)

- Vale, es que no lo sabíamos. Ahora ya lo...
- Sí que lo sabíais.
- No, no lo sabíamos.
- (dándonos la espalda y alejándose, muy teatral) Sí que lo sabíais.
- (gritando hacia el vacío que dejó tras él) ¡¡No lo sabíamos!!

En ese instante, percibí que el grupo que ocupaba la mesa contigua nos dedicaba miradas centelleantes, que en ese momento no supe interpretar.

A estas alturas del relato, mi ferviente público había dejado de mirar hacia sus pantallas para concentrarse en el elegante gesto de mis manos, que acompañan siempre a mis palabras en una estudiada coreografía del estilo de cojo la manzana, tiro la manzana, pero con la sibilina intención de capturar su atención: soy un estratega de la comunicación no-verbal.

- Oye, que tu compañero nos ha regañado.
- ¿Cómo?
- Que insiste en que sabíamos la hora de la cena, dile que nadie nos la ha dicho.
- ¿Yo no os la he dicho?
- No.
- Sí, claro que os la he dicho. No lo habréis entendido.

Nos miramos entre nosotros, confundidos y aturdidos, sospechando que tantas horas de aislamiento, alejados de la civilización, estuviese afectando a nuestra razón y nos estuviese convirtiendo en Jack Nicholson en El Resplandor. Mi mujer y yo, que habíamos visto la peli, temimos por la integridad de la recepcionista. Mi hija, que no se atreve a verla, simplemente abría mucho los ojos.

Me atreví a preguntar, con voz queda y una sonrisa forzada:

- Entonces, mañana ¿a qué hora es el desayuno?
- De siete y media a nueve.
- Gracias.

Al acabar de cenar, subimos a la habitación con la intención de ducharnos y dormir antes de que se desplegara el manto de silencio obligatorio de las 11.

En la literas contiguas a las nuestras, había dos de las chicas que estaban sentadas en el comedor durante la cena y habían presenciado la escena. Nos sorprendieron confesando que se habían sonrojado de vergüenza ajena con el comportamiento de los empleados, que con ellos habían tenido también algún detalle que demostraba cierta falta de ganas de trabajar. Contrariamente a lo que nosotros pensábamos, el trato áspero, la escasez de recursos y la cicatería en el uso de algunos, no eran elementos comunes a todos los albergues de montaña. Por lo menos, esa era la opinión de nuestras compañeras de cuarto, que habían visitado unos cuantos antes de ese y que demostraban un nivel de indignación contagioso.

A pesar de lo grato de su conversación, nos fuimos a duchar tan rápido como pudimos, siempre con la hora de apagado general cerniéndose sobre nuestro destino.

Nos duchamos a gran velocidad, ayudados por el hecho de que no había agua caliente y de que el desagüe estaba atrancado y, mientras uno se duchaba, otro debía ir intentando achicar agua con una fregona cuyo cubo rebosaba agua sucia.

Al día siguiente, esperamos desde las siete y media hasta las ocho en la puerta del bar, para desayunar puntualmente cuando los empleados decidieron que era el momento oportuno, justo antes de confirmar que no había canoas disponibles "a estas horas, no, claro, como pretendes que haya canoas el mismo día".

A la salida del refugio nos esperaba una sorpresa más, aunque ésta muy agradable: el recorrido por Montrebei.

Agitando los brazos en señal de "chimpún, se acabó", di por finalizada la historia para descubrir que mi audiencia se había reducido a un compañero que se hurgaba la nariz, distraído, mientras miraba un punto fijo en el fondo de la pantalla del móvil.

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