Pablo
Iglesias tiene las puntas de la coleta abiertas. El ritmo frenético
de la actividad política no le deja tiempo para cuidarse el pelo.
Sale de la ducha sin aplicarse mascarilla la mayor parte de los días.
Es muy molesto, porque al peinarse encuentra muchos nudos que
solamente puede deshacer con dolorosos tirones.
Pablo
se asea por las mañanas. Cuando trabajaba dando clases en la
universidad, era un ritual que podía tomarse con calma y le aportaba
una dosis de vitalidad y buen humor que ahora echa de menos.
Mientras
desayuna una tostada con aceite y tomate, hojea las noticias en la
pantalla del teléfono y, distraídamente, observa las puntas
abiertas en el extremo de su coleta. Si lavarse a toda prisa y
desayunar de pie, junto a la encimera de la cocina, revisando los
diarios y contestando algún madrugador mensaje o alguna llamada
temprana no ayuda a que entre sus primeras muecas se dibuje una
sonrisa, ver la condición en la que tiene el pelo le sume en un
estado de ánimo denso y oscuro.
Cuando
tiene el cabello limpio, sano y suave, Pablo sale de casa con una
amplia sonrisa, sintiéndose capaz de follarse a cualquiera en el
sentido literal, en el sentido figurado y en cualquier otro sentido.
Pero
hoy sale con las puntas como las cerdas de un cepillo de dientes
viejo, con una sombra cerniéndose sobre su cabeza, a pesar de los
buenos resultados del partido según las recientes encuestas, con un
extraño regusto amargo en la boca y con el ceño fruncido, muy a su
pesar y totalmente en contra de lo que sus compañeros y asesores le
recomiendan para mejorar su imagen pública.
En
lo más íntimo, se siente un poco desgraciado, aunque sin ser
plenamente consciente de ello y sólo quienes le conocen bien son
capaces de apreciarlo en algunos gestos, en ciertas miradas.
Con
ese talante, atiende a la prensa a la llegada al Congreso. A algunos
medios les contesta medio en broma, con agilidad, despierto pero
amable. A otros, que le abordan de forma más agresiva, responde más
seco, cortante y duro, en un estilo en el que también se le reconoce
con facilidad.
Al
acabar la última de las frases que dedica a un medio digital de
marcada línea neo-liberal, vuelve a notar en la boca el sabor
metálico de la ira, aunque aún es capaz de mantenerla bajo control.
En
el pasillo, antes de entrar en el semicírculo, se encuentra con
Íñigo, que le aborda amistosamente con un dossier en el sobaco. Se
le acerca mucho para susurrarle algunos comentarios al oído y,
procurando una mayor intimidad y con la intención de evitar que
alguna cámara pueda captar el movimiento de sus labios, le rodea el
hombro con sus brazos, rozando con la muñeca la coleta de Pablo, que
escucha atentamente a su compañero mientras, de reojo, observa la
mano que le aprisiona levemente el pelo.
Se
separan para acceder a sus asientos, la sesión a punto de comenzar.
Desde su butaca, Carolina guiña un ojo con una complicidad a la que
Pablo responde sonriendo y levantando la mano. Rita se da cuenta de
su presencia y le acaricia el hombro, pasando su brazo por encima de
Íñigo, que se interpone entre ambos y a quien también toca con
cariño.
En
un gesto característico, una rutina que es casi un tic, Pablo se
acomoda en su silla a la vez que se mesa los cabellos. La apacible
sonrisa que le había esculpido la cálida acogida de sus compañeros
se le congela al sentir el áspero tacto.
Observa,
atento, las sucesivas intervenciones del resto de diputados, que
discuten una propuesta de ley presentada por el partido que gobierna.
Todo sigue el curso esperado. Quienes forman parte del lado que
defiende la propuesta, defienden la propuesta en el estrado, y
quienes están en el resto de grupos, en general, se ocupan de poner
de manifiesto los errores, las amenazas y las trampas que para la
ciudadanía supone esa ley. Sin embargo, del partido mayoritario de
la oposición, inesperadamente, empiezan a surgir voces indulgentes
con la nueva ley, que sorprenden desagradablemente a Pablo y a sus
adláteres.
Cuando
llega el turno de nuestro protagonista, bebe agua para quitarse el
molesto gusto amargo del enojo antes de empezar a hablar. Pero no
hay agua en Madrid que logre apaciguarle. Sin proponérselo, su discurso
va subiendo el tono y, a pesar de que su intención inicial era
argumentar en contra de la ley, acaba dando más relevancia al apoyo
prestado por el grupo de la oposición y termina por citar las
palabras “cal viva”, acompañadas de un puñetazo sobre el
vetusto atril de madera, lo que le vale una advertencia de la
presidenta del hemiciclo y un sordo abucheo que llega desde una parte
de la grada.
Al
regresar a su asiento, Íñigo le da palmadas en la espalda, sus
compañeros de partido aplauden y él se sienta con una mueca tensa
pero sonriente. Íñigo, aprovechando el ruido de la ovación, se le
acerca al oído para murmurar:
- ¡Joder, Pablo! ¡Con la cal viva otra vez! Se supone que les necesitamos de nuestro lado.
Entre
dientes, sin dejar de mirar al frente y aún manteniendo la sonrisa,
Pablo masculla un “vete a la mierda”
- ¿Cómo?
- No, nada, que tienes razón. Disculpa, me he venido arriba.
- Bueno, ya está hecho.
De
nuevo el gesto instintivo, de nuevo el tacto quebrado en la yema de
sus dedos. Se oye a sí mismo tragar saliva, por encima del ruido que los diputados
siguen haciendo.
Termina la sesión, en la que aún no se vota la propuesta, pero tanto Pablo
como el resto de compañeros saben que se aprobará con la anuencia
de quienes se suponían sus aliados.
A
la salida, los medios le asedian pero hoy deja en manos de Rita la
comparecencia. Desde una posición discreta, observa cómo todas las
preguntas tienen que ver con su intervención y, más precisamente,
con las malditas dos palabras pronunciadas de nuevo. La portavoz mantiene
una postura de inamovible defensa del líder, explica que se ha
expresado el sentir general del partido y Pablo siente una mezcla de
orgullo y vergüenza por haber caído, una vez más, en las trampas
que su propio temperamento le pone.
La
turbación acaba imponiéndose y, presa de un impulso irrefrenable,
intenta arrebatar el micrófono a Rita para dar las explicaciones
necesarias y librar de tan pesada carga a su correligionaria, pero el
ímpetu con el que se abalanza sobre ella hace que tropiece con un
cable y caiga haciendo aspavientos, terminando una de sus manos sobre
un pecho al que, inconscientemente, se aferra para no terminar en el
suelo.
Rita,
que no esperaba una interrupción así de brusca, reacciona
instintivamente y suelta una sonora bofetada al adalid de su grupo
parlamentario, que se desprende de la teta que le mantenía en
precario equilibrio, perdiendo pie y topando finalmente con el suelo
en un espectacular escorzo.
Consciente
de que todas las cámaras han captado la secuencia y de que será
noticia de portada en telediarios, periódicos y medios digitales en
menos de una hora, se levanta de un salto, tira el micrófono al
suelo y se desplaza con agilidad para esconderse tras la puerta de un
despacho.
Tras
acudir a varias reuniones, una frugal cena en casa de Alberto poniéndose al día de la agenda de la próxima semana y varias
llamadas a colegas de la Tuerca, regresa a casa cerca de las doce de
la noche, exhausto.
Al
cruzar la puerta, toma la determinación de adelantar la alarma del
teléfono quince minutos. Se sienta en la mesa de la cocina, se sirve
una copa de una botella de vino que tenía abierta de hace unos días
y busca el móvil en su chaqueta, abre el facebook y se distrae viendo vídeos de
gatos hasta que se queda sin batería.
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